martes, 20 de agosto de 2019

La insensata conjura de los necios

Sociedad, Institución e Ideología

La insensata conjura de los necios

(no hay peor ciego que el que tropieza siempre con la misma piedra)

por Alberto Farías Gramegna
                 textosconvergentes@gmail.com   


“Una vez más es fuerza afirmar que la prosperidad de la República es obra exclusiva de la Constitución”- Joaquín V. González (“El juicio del siglo”)


C
uenta Artemio Gramajo, -colaborador y confidente del general Julio A. Roca- que éste, amargado por las confrontaciones políticas de su tiempo, de pronto exclamo: “¡Qué país difícil es éste!”. Hoy, más de cien años después podríamos decir exactamente lo mismo.
Para Arthur Koestler, “los daños de la violencia individual son insignificantes en relación con las orgías de destrucción resultantes de la adhesión y/o el abandono a las ideologías colectivas que trascienden al individuo”. Y cuando esas ideologías en su búsqueda de equidad, creen pragmáticamente que “cuanto peor mejor”, se corre el riesgo de fomentar un vacío institucional que en el mundo siempre terminó facilitando la tentación autoritaria, como modalidad perversa de buscar orden sin ley. Un engaño trágico que muchas sociedades reiteran con una extraña compulsión de repetir errores, como señala Robert Trivers en su libro “La insensatez de los necios”, sobre la lógica del engaño y el autoengaño en la vida humana. Sabido es que para las creencias políticas más inclinadas al perfil de las polícromas “izquierdas”, lo determinante para bien o para mal es “el sistema”. Siguiendo la idea roussoniana del “buen salvaje”, el hombre es bueno, lo que está mal es el sistema... (capitalista, claro). Para las miradas inclinadas a lo que se etiqueta como “derechas”, cualquier sistema puede acomodarse en sus desvíos indeseables, pero lo que no cambia es la “naturaleza” humana: “Homo homini lupus”, reza el célebre apotegma de Thomas Hobbes.

Sordos ruidos oír se dejan…

Tanto los integrismos autoritarios nacionalistas, así como los populismos todo terreno, y más aún los sectores recalcitrantes del fundamentalismo anticapitalista, resultan ostensiblemente hostiles al respeto de las instituciones republicanas que reciben el mote de “burguesas”. Detrás de pegadizas consignas maximalistas se dan la mano el prohombre y el villano; cerriles militantes convencidos y lumpen-contestatarios “all uso nostro”, marchan juntos cuestionando incluso el sufragio cuando les resulta adverso el resultado. Y ante este panorama el ciudadano medio se declara “apolítico”; contempla, entre escéptico, harto y distante, el espectáculo mediático de rechazos y desconsideraciones ante distintas propuestas institucionales para recuperar la plena vigencia y efectividad de la Constitución Nacional sobre la vida cotidiana de las personas.
Mientras tanto en la circense pantalla chica, desfilan especuladores oportunistas del “underground” político, anárquicos de vocación anómica, sectarios por amor al dogma, marginales al paso, violentos embozados sin ideología, progresistas “a la violeta”, fundamentalistas libertarios de escasa lectura, “almas bellas” de lesa ingenuidad, místicos apocalípticos, adolescentes rebeldes “ni-ni”, con y sin causa y otros exponentes pintorescos del “naif” y el nac&pop vernáculo.  
Todos ellos, curiosamente, dicen luchar por la democracia (algunos le agregan el adjetivo “popular”), al tiempo que se declaran explícita o implícitamente “antisistema” por acción u omisión. No los une el amor, sino el espanto, algunos intereses de ocasión y el rechazo o la indiferencia ante las instituciones arraigadas en el espíritu del liberalismo histórico, reflejo de la matriz dogmática constitucional de 1853 y que las reformas posteriores han respetado en su esencia.

Se levanta a la faz de la Tierra…

Es que hay una lamentable ignorancia sobre ese Instituto, madre de nuestra legislación, heredero de las ideas libertarias de la Revolución de Mayo, retomadas por la lúcida “generación de 37”.  Aquellos “padres fundadores” pensaron hace casi 200 años las bases para construir un gran país, libre y acorde a la modernidad de la época, con ciudadanos alfabetizados e industriosos, abiertos al futuro e integrados al progreso del mundo en el marco de un pleno Estado de Derecho. Ese “sueño argentino” -espejo y émulo del “sueño americano” del norte-  resultó, sin embargo, trágicamente frustrado un siglo más tarde por efecto de los miopes y mezquinos nacionalismos corporativos golpistas, fascismos criollos, los fraudes de la democracia limitada y los posteriores populismos demagógicos que renegaron del liberalismo republicano en nombre del falso dilema que opuso “República” a “Democracia”, asociando la primera a las “elites” y la segunda al “pueblo” ; creencia que aún sobrevive en lo profundo de nuestra cultura política.  Sin observancia de la independencia de los poderes republicanos en un Estado de derecho constitucional, no hay democrática madura, sencillamente porque no hay ciudadano, sino solo un agregado de individuos masificados, sustancia amorfa de un clientelismo electoral que la demagogia nombra “pueblo”. Cuando el Estado se presenta débil o demasiado omnipotente, y se confunde con el partido de gobierno, crea las condiciones para la degradación y la ineficacia institucional, facilitando el tribalismo político sectario y la ilegalidad organizada enquistada en los poderes fácticos. Sin ley surge el caos de la permanente acción directa como forma extrema de protesta, condimentada por la vacua y estéril polémica.

Oíd mortales la perpetua polémica

Pensar la sociedad como un campo de batalla perpetuo y la política como el arte de vencer a un supuesto “enemigo interno”, crea las condiciones para la beligerancia sociocultural anclada en el maniqueísmo de la lógica “ellos versus nosotros”. Es cierto que la infértil cultura de la “grieta”, se apoya en dos concepciones antitéticas de organización política de la sociedad. Pero sucede que la gabela ilegal y la corrupción no han sido sólo lacras de un poder perverso y obsceno, que hoy vemos desnudarse con formato de cuadernos manuscritos, sino que han arraigado en la cultura profunda del cuerpo social. Como fabuladores abrazados al pasado, una porción no menor de la población de a pie, se hace eco de una legión de dirigentes de erráticas convicciones  y algunas moralmente lábiles, que viven aferrados a recuerdos de épocas doradas de regalos sociales y prebendas demagógicas, que terminaron en desmesuras lamentables. Pero los mitos populistas son persistentes y habitan las mentes tozudas como los fantasmas las mansiones abandonadas. A esto se refiere la viralizada e ingeniosa -aunque malentendida- metáfora del necio clamor por el “flan”, que no implica negar el hambre, la pobreza, el sufrimiento y la legitimidad de los reclamos de los sectores sociales más postergados.
Los cambios realmente progresistas, profundos y estables nunca han devenido por la mera degradación del orden social, cultural y jurídico existente. Fueron producto del respeto a las reglas del juego y del debate paciente, esforzado e inteligente, donde se negociaron las perspectivas y los legítimos intereses sectoriales. De ahí la importancia de preservar el consenso basado en la idea del “bien común”, sin descuidar la riqueza de una sociedad plural, capaz de crecer y superarse a sí misma. conservando las buenas formas y cambiando los malos fondos. Despreciar este principio republicano es la peor manera de defender lo que se presume justo y razonable, ya que resulta una actitud más parecida a la insensata conjura autodestructiva más propia de los necios que de los hombres sabios.

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