Una mente intolerante
por Alberto Farías Gramegna
“Vivimos bajo un príncipe (…) cuya vista
penetra a cualquier parte
y a quien los impostores no engañan con su arte” - Molière
En la mitología griega Narciso es un adolescente
que, enamorado de sí mismo , no presta atención a las sugerentes reclamaciones
de la ninfa Eco. Asomado al espejo de las aguas se fascina con su imagen
reflejada y sufre el castigo de caer en ellas. Los dioses luego lo
transformarán en una flor que lleva su nombre. “El narcisismo -dice el
psiquiatra español Francisco Alonso Fernández en su libro “Psicología del
terrorismo: la personalidad del terrorista y la patología de sus víctimas”-
como dimensión de la personalidad consiste en un desmedido amor a la propia
persona y un desinterés egoísta hacia las cosas y las personas ajenas a su
entorno (…) El típico tirano o dictador puede definirse como un narcisista
autoritario”. Egocéntrico y vanidoso, con gestos de banal e insulsa grandeza
envuelta en un artificial prestigio, el narcisista busca el aplauso y la
aprobación de los demás, a los que juzga como útiles o despreciables en función
del grado de admiración que le dispensen. Una sobreestimación de sus virtudes o
por lo contrario un complejo de inferioridad e inseguridad subyacen en
diferentes presentaciones clínicas del narcisismo, sustrato de las
personalidades paternalistas propias del populismo demagógico, autoritarias de
los dictadores y totalitarias despóticas de los tiranos. La “dictadura” en la Roma Imperial era un formato de
gobierno “ad hoc” y “pro tempore”, conferido
por el Senado en tiempos de crisis graves -por lo general bélicas- a un político que recibía el estatus de “dictador” investido de una autoridad especial
para dictar leyes y sanciones. Una “tiranía”, en cambio, para
la Grecia antigüa era un régimen de poder absoluto,
generalmente unipersonal y despótico que no tenía ninguna institución
reguladora por encima. El tirano frecuentemente asalta el poder usando la
violencia de un golpe de Estado, a veces
con el beneplácito o el apoyo franco de las masas revolucionarias. Así, el
acceso al gobierno del tirano es por la fuerza, “de facto”, el del dictador,
-tal la acepción clásica- , es por derecho (de iure).
Al líder autoritario no se le habla, se lo escucha
Uno y otro, sin embargo,
refieren a un tipo de personalidad que más allá de sus matices tiene como
característica nuclear la voluntad de dominio absoluto. La personalidad autoritaria
-según la psicopatología- está centrada en el modo de relación sado-masoquista,
tanto por el convencimiento de superioridad y la crueldad en las relaciones egoístas
sostenidas en la voluntad de poder, (“narcisismo por sobrestimación”) , como en
ocasiones por las inseguridades personales subyacentes que el sujeto trata de
compensar con su egotismo (“narcisismo por compensación”). Tiranos, dictadores
y populistas demagogos (patéticos aprendices de brujo) se nutren de
sentimientos de poderío e impunidad que alimentan tendencias agresivas y
resentimientos pre-existentes, favorecidos por la
constatación de un mando político sin límites socio-culturales y jurídico-institucionales.
En las célebres palabras de Lord Ferdinand Acton: “El poder tiende a corromper
y el poder absoluto corrompe absolutamente”. La capacidad para cotejar su
visión del mundo con la realidad y con
una perspectiva u opinión diferente, se
torna nula. Un clima de sumisión y silencio, rayano en el terror, se crea a su
alrededor entre quienes le sirven de cerca, siempre en riesgo de ser señalados
como díscolos o infieles a su pensamiento y voluntad cuasi divina, y caer en la
desgracia del ostracismo y sus peligrosas consecuencias. Nadie se anima a
contradecir al líder autoritario en sus directivas, frecuentemente arbitrarias
y caprichosas, cuando no insensatas o delirantes, porque no se le habla, solo
se lo escucha y se las cumplen. Los fascistas italianos tenían como lema
“Creer, obedecer y combatir” porque “el Duce nunca se equivoca”. Hoy como ayer,
seguimos viendo pléyades de fanáticos militantes del trillado y mítico “campo nacional
y popular” que, autodefinidos como “libertarios”, “democráticos”, “progresistas”,
etc., profesan obcecadamente y sin embargo alguno, una obediencia ciega,
indigna y alienada como “soldados” de un líder de turno o de alguna sagrada “causa”, negra, roja, gris o de los
ambiguos populismos multicolores. No es tanto una sólida convicción ideológica
-de la que en rigor carecen la mayoría de ellos- lo que intoxica la racionalidad
y la conciencia de la libre autodeterminación, sino la sumisión masoquista
cuasi enfermiza a la voluntad sádica de una figura a la que se atribuye la
omnipotencia de un Supremo Ideal, como señalaba Sigmund Freud en “Psicología de
las masas y análisis del Yo”.
Un
autoritarismo neuronal
Impactados por el fenómeno
nazi-fascista y soviético-comunista, muchos psicólogos comenzaron a estudiar lo
que Erich Fromm llamó la “personalidad autoritaria” y los temas concomitantes
con ella: Alfred Adler (la voluntad de poder y
sometimiento), Gordon Allport (la
personalidad prejuiciosa y la personalidad tolerante) y Theodor Adorno,
que pensaba a la personalidad autoritaria como la expresión de un “super-ego” muy estricto
siempre amenazado por una parte propia reprimida, más débil, salvaje e incapaz
de dominar los impulsos libertinos. Una tensión conflictiva inconsciente entre
impulsos y censura de un Yo rígido, severo, prejuicioso, de creencias inexpugnables
e ideales absolutos, que se expresa en una personalidad autoritaria de
sesgos fanáticos y ademán impositivo. “El fanatismo de los tiranos - concluye el
citado Alonso Fernández- sirve de base al autoritarismo. Por ello los tiranos o
dictadores actúan en nombre de los ideales del Yo, de índole fascista,
comunista-revolucionaria, puritana o teológica, salvo los líderes de las
dictaduras militares puras, que carecen de una temática ideológica estricta”. El
líder autoritario respira en una atmósfera de omnipotencia intransigente para
con las ideas que discrepen con la propia, dividiendo el mundo entre “amigos”
obsecuentes que lo aplauden con reflejo pavloviano y detestables “enemigos”, de
un Estado que él encarna y considera de su propiedad ,como Luis XIV en la
ironía subrepticia del verso de Molière. Desquicios al fin de una mente
intolerante.
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