Personalidades
competentes
Alberto Farías
Gramegna
S
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e habla de “coaching ontológico” para aludir a una actitud que explora los
aspectos personales-emocionales, pero en verdad todo entrenamiento técnico del
rol debe incluir la visión ontológica (de la persona concreta, con sus
fortalezas y debilidades), ya que muchas veces el obstáculo al aprendizaje
proviene del estilo de conducción en general y la ausencia de comunicación
personalizada en particular. Entrenar es estar en continua interacción
comunicativa desde y hacia el rol y desde y hacia la persona que lo sostiene.
Esta técnica es solidaria de la
idea de descubrir valores y aptitudes, incentivar virtudes y generar intereses
singulares que prohíjen “personalidades competentes”.
Es una tarea propia de
supervisores, gerentes, coordinadores y encargados que implementen con
coherencia la política corporativa
(gestión por valores en este caso) y seleccionen las tácticas (caminos)
y las técnicas (herramientas). Entrenar competencias a partir de la
personalidad es parte fundamental del proceso de conducción, porque conjuga un seguimiento de la creciente
experticia del trabajador (calidad del ejercicio del rol), un conocimiento
genuino de la persona y una adecuación
de las rutinas del puesto al estilo y las actitudes (expresión de la
personalidad). Así se optimiza el desempeño, potenciando lo mejor de la
personalidad de cada empleado. Un desafío para quienes saben que hay vida
creativa más allá de la admisión.
Algo
muy personal…conducir no es liderar
Como líder de equipos en dos
cátedras universitarias: Psicología Social en la Universidad Atlántica
Argentina y Psicología de la Personalidad, en la Universidad Nacional de Mar
del Plata, he aprendido que se puede gestionar roles exitosamente solo si se lidera a personas reales, más bien que conducir a personajes de organigrama.
La conducción es una función técnica orientada a las tareas del puesto que a
menudo se realiza alienadamente. El liderazgo, en cambio es una actividad
siempre estratégica que depende de la empatía con las personas. Ya en 1927 el
mítico Elton Mayo mostró la importancia del factor afectivo en las relaciones
de grupos productivos. Hoy sabemos que "situación social" y "perfil
individual" deben compatibilizarse eligiendo las personalidades
adecuadas para cada tarea y además aprovechando las modalidades personales con
que cada uno encara una tarea prescripta.
Y el papel protagónico -en un
escenario donde estilos de liderazgos, competencias, necesidades humanas,
organización, conducción técnica y desempeño son actores de reparto tejiendo la
situación-lo tiene la Personalidad. Técnicamente la personalidad es una
configuración estable de sistemas psicofísicos en equilibrio, que opera como
una herramienta adaptativa al entorno de nuestra identidad como personas.
Como en toda historia,
personalidad y situación son las dos caras de una misma moneda. No hay una sin
la otra. La personalidad de cada uno de nosotros siempre está situada por la
sumatoria de demandas, expectativas y presiones y sitiada en gran parte por las
características del rol que estamos desempeñando sobre las tablas de nuestra
cultura institucional.
De lo universal
a lo singular: las personalidades competentes
La relación entre expectativas de
calidad productiva y el desempeño concreto del trabajador está regulada por una
ecuación jerárquica inestable: “estilo de liderazgo” (del conductor) y “estilo
de interpretación” (del conducido). El jefe suele decir lo que hay que hacer (y
con frecuencia como hacerlo). Y el operario interpreta esa consigna adecuándola a su estilo y legitimando o no
con arreglo a su experiencia, creencias y afecto hacia quien reporta. La
universalidad burocrática de la consiga (trabajo prescripto) al ser filtrada
por la particularidad de las necesidades individuales (deseos, expectativas,
prejuicios, etc.) dará como resultado la singularidad del desempeño (trabajo
real). Y será la personalidad de cada uno la que haga el “trabajo sucio” o el “acto
heroico” según los resultados se alejen o se acerquen al ideal de excelencia.
Cuanto más rígido sea un liderazgo (omnipotente en su abarcatividad y contralor
sin delegación) más las personalidades de los empleados serán instrumentadas
para protegerse de cualquier desvío o para acomodar discrecionalmente aquellas
tareas que no encuadren en sus necesidades personales. Dice justamente Phillips
Zimbardo, -autor del reciente libro “El efecto Lucifer”- que es el poder de un
sistema perverso el que hace que “gente buena” y común puesta en una mala
situación se transforme en “gente mala” y especial. Y nos señala que se
necesitan “héroes” para denunciar que “el rey está desnudo”. Y bien esos
“héroes” son tributarios del factor personalidad. La situación de la organización
nos iguales, la personalidad nos diferencia. Llegamos así a la idea de
“personalidades competentes”, es decir capaz de alcanzar desempeños de
excelencia.
Alguien
como yo en un lugar como este
Siendo la competencia una variable devenida de la capacitación, el
aprendizaje y la experiencia, ¿cómo es posible hablar de “personalidades competentes”? , toda vez que la personalidad es un factor estable propio de la naturaleza y la
historia de cada individuo. Hemos acuñado este concepto con la convicción obtenida
en la observación cotidiana: una personalidad competente (cualquiera) es
aquella capaz de interpretar con plasticidad una consigna y transformar la
rutina en un desempeño creativo y autoeficaz. Claro que -como ya advertimos- el
clima impuesto por el estilo de liderazgo va facilitar o entorpecer esta
oportunidad. La personalidad competente no se encasilla en un “tipo”
determinado y se evalúa por la modalidad de tácticas creada “ad hoc” para
enfrentar cada nueva situación. Es hija de la espontaneidad pertinente y de la
libertad propia de lo protagónico antes que de lo procedimental inicuo. Cuando
el Yo del trabajador se permite “pensar” el trabajo y tomar decisiones agrega
un “plus” valor que lo diferencia del “commodity” inherente a la prescriptiva. A
lo largo de nuestra tarea de muchos años hemos constatado que la clave para
lograr un equilibrio delegatorio que haga del equipo una “unidad de semejanzas
en diferencias”, es la “autoindicación
decisoria” del que tiene que hacer la tarea. La capacidad para decidir en
cada momento de su labor en el marco de la organización.
El hombre se “autoindica” nos dice
H. Blumer -desarrollador del interaccionismo simbólico- para referirse a una
conducta interna, silente, invisible, dinámica e ininterrumpida mediante la que
el sujeto evalúa los resultados inmediatos de sus interacciones, las interpreta
y se anticipa regulando los errores mediante ajustes dialécticos con los
interlocutores destinatarios de sus actos. La autoindicación decisoria
dependerá de la capacitación y experiencia, la autoconfianza y el sentido
común, pero estará volitivamente asentada en el estilo de personalidad. De allí
la importancia de gestionar alejados de presunciones de instructivos estándar y
excluyentes opiniones autocráticas, y
buscando resultados que se respalden en las personas y sus personalidades
competentes. Sencillamente gestionar ese algo muy personal.
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