De la cultura del trabajo a la cultura del prejuicio
Creencias compartidas
por Alberto Farías
Gramegna
“A mi trabajo acudo, con mi dinero pago. Al cabo nada os
debo…”- Antonio
Machado
La “identidad
histórica” y la “identidad de género” de las personas, se complementan fusionándose
con el “rol laboral”, la porción del ser que se subsume en el personaje que
representamos en nuestra tarea productiva cotidiana: soy carpintero, administrativo,
bancario, periodista, médico, etc. Surge así la “identidad laboral”,
completando el tríptico de la “identidad social”.
Construida
a partir de las relaciones interpersonales con la organización laboral o con la
institución cultural que lo define profesionalmente, la identidad laboral establece
vínculos específicos con los pares, los jefes, la tarea, la propia imagen, la
organización y la imagen que de la organización tiene la comunidad, ayudando a
construir una identidad social
atravesada por la “cultura del trabajo”.
Su ausencia o degradación deja un vacío existencial,
que con el tiempo será ocupado por alguna otra identidad social construida
sobre una cualidad contrapuesta: por ejemplo, el desempleado puede mudar a la “identidad
de desocupado crónico”, o de “subsidiado estructural” por su situación
socio-económica.
El
ser se define en el hacer y si no hago nada productivo, se resiente al punto de
contemplar pasivamente mi entorno a la espera de recibir una prebenda de la
mano de la suerte, la providencia o la voluntad política del gobernante de
turno. Las cosas entonces “me pasan”, y la persona en situación “de espera” cambia
el control de sus acciones, delegando la responsabilidad de sus logros o
fracasos en la voluntad arbitraria de terceros. Más allá del contexto
sociolaboral o de la eventual contingencia macroeconómica, surge con frecuencia
en estas personas la victimización pasiva, que elide toda posibilidad proactiva
de adaptación crítica superadora, para pensar y autogestar posibles cambios en su situación
personal, más allá del reclamo reiterado, aunque éste sea legítimo.
Creencias compartidas
Una
parte importante de la dinámica de la identidad social se co-instituye a partir
de las “creencias compartidas” que sustenta el sujeto, como par
cultural de una comunidad. Se “cree” tanto a partir de contrastaciones con la
realidad como por efecto de la presión de los afectos: lo creo porque me gusta
creerlo o simplemente es útil a mis intereses creerlo así. Las creencias a su vez definen “valores”: por
ejemplo, el valor del trabajo, el esfuerzo individual por alcanzar una meta, la
ética de la productividad, el valor de la verdad, la libertad para decidir mis
elecciones, el derecho a pensar diferente o a tener una moral propia, en la
medida que no dañe a terceros, las obligaciones para con el otro, mi rol como
ciudadano para con la sociedad, mi relación con la Ley y el Estado, etc.
Los
valores de un grupo social modelan y condicionan las “representaciones” del mundo que ese colectivo comparte. Luego
estas representaciones modelarán las “actitudes”
cotidianas: la disposición para y hacia una cosa, una
costumbre o una acción cualquiera. Es decir, que tendemos a creer evidente lo que de antemano se espera ver. Y el
prejuicio cultural es una de las causas nodales de los ciclos de frustración
de un colectivo social. Nuestra tradición político-cultural como sociedad, históricamente
enraizada durante décadas con enorme fuerza mítica en el relato populista-demagógico,
ha instalado en el preconsciente colectivo de una mayoritaria porción de la sociedad,
que allí “donde hay una necesidad cualquiera siempre hay un derecho” (sic).
Este aserto así planteado, en abstracto, resulta de tal generalidad, que forzando
esa lógica llevaría a una diversidad de situaciones absurdas e imposibles de
satisfacer.
El hombre subsidiado
La
relación entre necesidad, libertad y derecho, en cualquier contexto social,
cultural o político, resulta siempre
compleja y polémica. Atañe a lo jurídico-filosófico, pero suele ser planteada
asertivamente por los ideologías de los hechos consumados, a partir de
considerar a la libertad “como el conocimiento de la necesidad”. En un Estado
de Derecho, propio de las sociedades abiertas, las leyes deben ocuparse de
regular y garantizar la equidad de las relaciones ciudadanas, preservando la
libertad y dignidad de las personas y custodiando la legalidad de las
transacciones contractuales. También de proveer los mecanismos institucionales
que satisfagan algunas necesidades básicas vitales y/o sociales: salud,
educación y seguridad. El derecho laboral debe resguardar con legislaciones
modernas, las condiciones y el medio ambiente del trabajo. Ya que no está entre
las obligaciones directas del Estado el crear ofertas de vacantes laborales más
allá de un limitado empleo público, serán las políticas estatales “ad hoc” de
fomento comercial o industrial, el incentivo a la inversión y leyes que
faciliten el crecimiento del mercado en el contexto de una estructura
impositiva razonable y evitando exacciones regresivas, las que promuevan la
oferta laboral privada. La “cultura del trabajo” deviene así de una motivación
de logro cultural, iniciativa responsable y superación personal, tributaria de
la educación familiar y formal escolar.
Sin
embargo, desde una perspectiva diferente, se mira como un derecho social adquirido
“per se”, de responsabilidad estatal. El
prejuicio anti-individualista nos ha hecho creer que todo lo que le pase para
bien o para mal a un integrante de un colectivo social es responsabilidad del
Estado, como encarnación omnímoda de la sociedad. Desaparece así la
responsabilidad personal sobre los actos individuales y las consecuencias de
los mismos sobre mi vida y la de los otros.
Con
el auxilio estatal indiscriminado y permanente, el “ciudadano” como Ideal
cívico republicano, ha sido reemplazado por una aspiración anónima al
asistencialismo institucional como meta permanente, antes que como excepción
crítica temporal. Así, el asistido perpetuo coacciona no para cambiar su
estatus dependiente, sino para lograr cada vez más asistencia y permanecer
igual a sí mismo, girando en una suerte de “zona de confort” masoquista, que
muda en una nueva identidad social: la del “hombre subsidiado crónico”; un
nuevo tipo de identidad del ser que paradojalmente cuando más habla de
justicia, igualdad y libertad, más se hunde en la dependencia y el sometimiento
a la voluntad demagógica y clientelar del gobierno de turno. Un círculo vicioso
propio de la cultura del prejuicio.
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