jueves, 1 de febrero de 2018

Creencias compartidas

De la cultura del trabajo a la cultura del prejuicio

Creencias compartidas
por Alberto Farías Gramegna






“A mi trabajo acudo, con mi dinero pago. Al cabo nada os debo…”- Antonio Machado

La “identidad histórica” y la “identidad de género” de las personas, se complementan fusionándose con el “rol laboral”, la porción del ser que se subsume en el personaje que representamos en nuestra tarea productiva cotidiana: soy carpintero, administrativo, bancario, periodista, médico, etc. Surge así la “identidad laboral”, completando el tríptico de la “identidad social”.
Construida a partir de las relaciones interpersonales con la organización laboral o con la institución cultural que lo define profesionalmente, la identidad laboral establece vínculos específicos con los pares, los jefes, la tarea, la propia imagen, la organización y la imagen que de la organización tiene la comunidad, ayudando a construir una identidad social atravesada por la “cultura del trabajo”.
Su ausencia o degradación deja un vacío existencial, que con el tiempo será ocupado por alguna otra identidad social construida sobre una cualidad contrapuesta: por ejemplo, el desempleado puede mudar a la “identidad de desocupado crónico”, o de “subsidiado estructural” por su situación socio-económica.
El ser se define en el hacer y si no hago nada productivo, se resiente al punto de contemplar pasivamente mi entorno a la espera de recibir una prebenda de la mano de la suerte, la providencia o la voluntad política del gobernante de turno. Las cosas entonces “me pasan”, y la persona en situación “de espera” cambia el control de sus acciones, delegando la responsabilidad de sus logros o fracasos en la voluntad arbitraria de terceros. Más allá del contexto sociolaboral o de la eventual contingencia macroeconómica, surge con frecuencia en estas personas la victimización pasiva, que elide toda posibilidad proactiva de adaptación crítica superadora, para pensar  y autogestar posibles cambios en su situación personal, más allá del reclamo reiterado, aunque éste sea legítimo.

Creencias compartidas

Una parte importante de la dinámica de la identidad social se co-instituye a partir de las “creencias compartidas” que sustenta el sujeto, como par cultural de una comunidad. Se “cree” tanto a partir de contrastaciones con la realidad como por efecto de la presión de los afectos: lo creo porque me gusta creerlo o simplemente es útil a mis intereses creerlo así.  Las creencias a su vez definen “valores”: por ejemplo, el valor del trabajo, el esfuerzo individual por alcanzar una meta, la ética de la productividad, el valor de la verdad, la libertad para decidir mis elecciones, el derecho a pensar diferente o a tener una moral propia, en la medida que no dañe a terceros, las obligaciones para con el otro, mi rol como ciudadano para con la sociedad, mi relación con la Ley y el Estado, etc.
Los valores de un grupo social modelan y condicionan las “representaciones” del mundo que ese colectivo comparte. Luego estas representaciones modelarán las “actitudes” cotidianas: la disposición para y hacia una cosa, una costumbre o una acción cualquiera. Es decir, que tendemos a creer evidente lo que de antemano se espera ver. Y el prejuicio cultural es una de las causas nodales de los ciclos de frustración de un colectivo social. Nuestra tradición político-cultural como sociedad, históricamente enraizada durante décadas con enorme fuerza mítica en el relato populista-demagógico, ha instalado en el preconsciente colectivo de una mayoritaria porción de la sociedad, que allí “donde hay una necesidad cualquiera siempre hay un derecho” (sic). Este aserto así planteado, en abstracto, resulta de tal generalidad, que forzando esa lógica llevaría a una diversidad de situaciones absurdas e imposibles de satisfacer.

El hombre subsidiado

La relación entre necesidad, libertad y derecho, en cualquier contexto social, cultural o político, resulta  siempre compleja y polémica. Atañe a lo jurídico-filosófico, pero suele ser planteada asertivamente por los ideologías de los hechos consumados, a partir de considerar a la libertad “como el conocimiento de la necesidad”. En un Estado de Derecho, propio de las sociedades abiertas, las leyes deben ocuparse de regular y garantizar la equidad de las relaciones ciudadanas, preservando la libertad y dignidad de las personas y custodiando la legalidad de las transacciones contractuales. También de proveer los mecanismos institucionales que satisfagan algunas necesidades básicas vitales y/o sociales: salud, educación y seguridad. El derecho laboral debe resguardar con legislaciones modernas, las condiciones y el medio ambiente del trabajo. Ya que no está entre las obligaciones directas del Estado el crear ofertas de vacantes laborales más allá de un limitado empleo público, serán las políticas estatales “ad hoc” de fomento comercial o industrial, el incentivo a la inversión y leyes que faciliten el crecimiento del mercado en el contexto de una estructura impositiva razonable y evitando exacciones regresivas, las que promuevan la oferta laboral privada. La “cultura del trabajo” deviene así de una motivación de logro cultural, iniciativa responsable y superación personal, tributaria de la educación familiar y formal escolar.
Sin embargo, desde una perspectiva diferente, se mira como un derecho social adquirido “per se”, de responsabilidad estatal. El prejuicio anti-individualista nos ha hecho creer que todo lo que le pase para bien o para mal a un integrante de un colectivo social es responsabilidad del Estado, como encarnación omnímoda de la sociedad. Desaparece así la responsabilidad personal sobre los actos individuales y las consecuencias de los mismos sobre mi vida y la de los otros.
Con el auxilio estatal indiscriminado y permanente, el “ciudadano” como Ideal cívico republicano, ha sido reemplazado por una aspiración anónima al asistencialismo institucional como meta permanente, antes que como excepción crítica temporal. Así, el asistido perpetuo coacciona no para cambiar su estatus dependiente, sino para lograr cada vez más asistencia y permanecer igual a sí mismo, girando en una suerte de “zona de confort” masoquista, que muda en una nueva identidad social: la del “hombre subsidiado crónico”; un nuevo tipo de identidad del ser que paradojalmente cuando más habla de justicia, igualdad y libertad, más se hunde en la dependencia y el sometimiento a la voluntad demagógica y clientelar del gobierno de turno. Un círculo vicioso propio de la cultura del prejuicio.



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