Dime como hablas…
(crítica de la razón discursiva)
Por Alberto Farías Gramegna
“Hablan
con la seguridad que solo da la ignorancia”- JL
Borges
“Res
non verba” (Hechos no palabras) - Marco Porcio Catón, el Viejo, senador romano, Siglo
II AC
El diccionario dice que un “discurso” es la “una facultad racional con que se infieren unas cosas de otras, sacándolas por consecuencia de sus principios o conociéndolas por indicios y señales”.Para
Adrian Gimate “históricamente el discurso está vinculado inicialmente con el
estudio de la retórica clásica que comprendía tres clases de discursos: el
deliberativo (político), el forense (judicial) y el demostrativo
(encomiástico). De manera general y en la perspectiva aristotélica, el discurso
-en tanto parte de la retórica- se relaciona a su vez con la dialéctica; en
cambio para Isócrates y Cicerón el discurso es parte integral de la ciencia
política” (en “Léxico de la Política”).
El discurso político
Monólogo político |
Podríamos
señalar dos tipos de discursos: el dialógico
y el monológico. El primero
intentará cotejar y confrontar ideas y fundamentos con otro discurso que lo habrá
de sitiar en sus certezas, problematizando sus premisas en una dinámica
dialogal (dia-logos: a través de la palabra compartida) que evita quedar atrapado
en la lógica excluyente del dilema verdadero-falso, típico del seudo-diálogo, por ejemplo, donde los
interlocutores no reflexionan sobre el argumento del otro, sino que refuerzan
su propio argumento para responder con mayor asertividad, buscando desacreditar
a la persona que sostiene un discurso diferente.
El
discurso monológico, por su parte, se
deriva de la creencia en la palabra única y completa, hablando para un
auditorio de iguales entre ellos, complacientes que han sido previamente
negados en su derecho a disentir, porque no hablan sino que son hablados. Se
habla para el espejo donde la imagen es el mismo monologante multiplicado en el
fundamento narcisista.
Entre
los discursos y discursistas monológicos podemos identificar: las situaciones
de reunión de acólitos (“meetings” políticos) donde el discursista enardece a
los asistentes con arengas y frases proactivas ahuecadas.
La “perorata” (del latín “perorare”: discursear), donde
el discurso muda en inoportuno o “latoso” para el que escucha.
El “sermón”, caracterizado por una prédica moralista
con tono en general admonitorio. Y la “filípica” (en alusión a los discursos
argumentativos de Demóstenes contra rey
Filipo), que es una categoría particular de discurso monológico violento y
lleno de ofensas contra una persona.
Todos
estos discursos suelen ser reiteraciones interminables de lugares comunes que
se autojustifican una y otra vez. No se pretende demostrar la verdad, porque el
que habla siempre lo hace “desde la verdad” que está más allá de cualquier
cuestionamiento. Es por tanto una “verdad ideológica”, lo que resulta un
oxímoron. Al no haber diálogo (y por lo tanto ausencia de dialéctica) el
discurso monológico es autosuficiente y suele extenderse en el tiempo hasta la
desesperación del que lo padece excéntrico a su lógica. Éste tipo de discurso
es propio de la cultura populista. Así los discursos de los demagogos y
dictadores variopintos duran horas, para regocijo del que predica esa “verdad
para todos” y fascinación alienante de la sumisa masa receptora.
De posverdades amañadas y relatos
populistas
En el “Orden del discurso”, Foucault plantea que
"en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada,
seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen
por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio
y esquivar su pesada y temible materialidad". Refiere además que su propio
texto es un “discurso” cuyo objeto de análisis es precisamente el discurso. Curiosamente
“mutatis mutandis”, ésta auto referencialidad parece observarse en los
discursos monológicos que basan su legitimidad en una legalidad interna, en una
creencia en la verosimilitud de sus afirmaciones. En épocas de la
eufemísticamente llamada “posverdad” (que es una mentira cargada de
emotividad), cuando un discurso habla de lo que se inventa, da lugar a lo que
se ha dado en llamar “el relato”, una fantasía que reacomoda la realidad en
dirección a una ilusión ideológica con intencionalidad manipuladora.
En la mayoría de los discursos políticos populistas,
por ejemplo, escuchamos y leemos un decurso de ideas que lejos de referir a las
complejas realidades del entorno sociocultural, hablan de principios ínsitos en
los corpus ideológicos de quienes pretenden asimilar “lo real cotidiano” del
mundo actual a la idealidad amañada de sus dogmas, que -como constatamos
diariamente- suelen expresar creencias extraviadas en la noche de los tiempos. Así
estos discursos monológicos son actos de fe, a la manera de las religiones, antes
que reflexiones racionales constructivas, soliloquios autistas con fines de
manipulación del otro: el “fans” que no escucha, solo oye el ruido de la voz
altisonante y jactanciosa y repite para asegurar ser parte de un todo mayor que
le provee identidad gregaria. Se asumen como enjundia de autofascinación donde
la realidad se confunde y deforma con la palabra misma, por eso son falaces más
allá de la voluntad de sus exégetas. Palabras vacías llenando relatos
congelados, muy lejos de aquella apelación enfática “a las cosas”, de don Ortega y Gasset. Dime como hablas… y te diré
lo que ignoras.
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