por Alberto
Farías Gramegna
(desde Madrid)
“Cambia tus pensamientos y cambiarás tu mundo.” - Norman Vincent Peale
"Aquí las cosas siempre se hicieron así, no nos compliquemos tratando de
cambiarlas, además seguro que detrás hay algún interés oculto”, me dijo alguna
vez, entre irónico y escéptico un antiguo empleado de una empresa, -en la que me
estrenaba gerenciando el nuevo departamento de RRHH-, ante mi requerimiento de
revisar ciertos aspectos en la organización del trabajo. Es que el cambio
afectaba no solo a su débil identidad prejuiciosa amenazada por lo nuevo, (como
defensa apela a la idea de la intriga y la confabulación) sino principalmente a
sus concretos intereses ocultos (algunos para él mismo). Este es un ejemplo de
lo que llamo “inercia cultural perceptiva”. Sin saberlo encarnaba todos los
vicios característicos del empleado atornillado a su puesto e intoxicado por lo
que Sabina llama “la sucia rutina”, un mal tan destructivo de la motivación tanto
en una pareja como en la organización.
Liderando el cambio
Todo cambio produce miedos, resistencias
y ambigüedad, deseo y temor, entusiasmo y nostalgia. Más aún si aquel
caracteriza un pasaje desde liderazgos anómicos o demagógicos-paternalista a
uno racional protagonístico, donde se alienten la autonomía de equipo y el
pensamiento crítico en la toma de decisiones por sobre la dependencia al
manipulador de turno.
Ante las propuestas e
iniciativas, así en la empresa como en la sociedad, de un nuevo supervisor,
gerente o líder político, surgirán reacciones diversas con arreglo a las
diferentes culturas, creencias, ideologías, compromisos emocionales, intereses y
personalidades (salvo en un grupo sectario de fanáticos sin identidad
diferenciada hablados por la doctrina, propio de la ideologías integristas) y que
antes estaban latentes por efecto de un estilo que “garantizaba” la ilusión de seguridad y pertenencia a una
identidad grupal homogénea. En los grupos más reaccionarios y/o conservadores,
pasado el momento de ansiedad, aparecerá otro de confusión y luego uno de
polémica y lucha para recuperar lo que viven como “el ideal perdido”, si es que
el grupo no se disolvió antes por extrema rigidez, que suele terminar en
conflictos internos, donde unos y otros se acusan de traiciones ante cualquier
signo de connivencia o tolerancia con el nuevo estilo de liderazgo.
Tres son multitud
Entre las múltiples actitudes
de los miembros de los diferentes subgrupos hallados en las organizaciones y
“mutatis mutandis” en la sociedad, pueden recortarse sintéticamente tres
actitudes básicas que se corresponden con otros tantos roles claves que
motorizan o detienen la dinámica de la organización: a) el innovador-pragmático
b) el conservador-recurrente y c) el
indiferente-distante.
a) El innovador pragmático
aceptará finalmente la nueva realidad e intentará tomar lo mejor de las
tradiciones grupales buscando nuevas rutinas o cambiando formatos y costumbres que eran funcionales cuando estaban
contenidas por un liderazgo diferente, pero en la nueva situación podrían resultar
ineficaces o imposibles de sostener. Intentará entonces introducir cambios de
perfil horizontal, racionalizando y reglamentando lo que antes era intuición y decisión unipersonal. También
propondrá cambios de estilos, ahora vistos como disfuncionales y tal vez
algunos criterios o normas que no siempre fueron totalmente compartidos por
unanimidad en la anterior etapa.
b) El conservador recurrente,
está fijado a la historia pasada para mantener su equilibrio emocional.
En nombre del líder ausente, (ahora idealizado) no aceptara modificaciones de ningún
tipo. Lamentará una y otra vez el cambio, que considera amenazante, sin que
en realidad pueda entender su naturaleza. Criticará cada
propuesta del innovador, denostará su solvencia y en nombre del pasado
congelará el presente. En la lógica del conservador (en política puede ser de
derechas o de izquierdas, lo mismo da) la mayor desgracia sin solución es el
advenimiento de este tiempo diferente al que no puede adaptarse porque nunca
aprendió a pensar por sí mismo. Todo lo que hacía era lo que otro había
autorizado y el confiaba en ese otro de tal manera que le era cómodo actuar,
obedecer y negarse el derecho a pensar otro camino posible. Ahora está
paralizado frente a costumbres que pudieran desembocar en formas distintas de
hacer las cosas pero quizá igual o más eficaces que antes. Resistirá en nombre
de la nostalgia, abrazado a una ilusión autoritaria. Su actitud se irá tornando
conflictiva, hostil y sobre todo lo asaltará el miedo. Es un rol, al igual que
los otros, sostenido en una personalidad facilitadora: es rígido y prejuicioso,
sobre todo prejuicioso porque ya ha decidido de antemano que no puede haber
nada mejor después de la pérdida. Por eso decretó que la vida debe cesar y
transformarse en una fotografía a la que hay que contemplar abatido para
siempre. Es la gran negación del espíritu emprendedor y dinámico, su negativo.
c) Finalmente tenemos al indiferente-distante:
nunca tuvo un gran compromiso con el grupo ni con las ideas de la organización.
Su inclusión era más bien pragmática, escéptica,
voluntarista y oportunista, en el sentido que vive las oportunidades
desprovistas de ideales: le sirven o no le sirven. Su lema es “No es mi
problema”.
Su personalidad aparece
frecuentemente relacionada a la desconfianza (miedos imprecisos que
llevan al aislamiento social), es
individualista y su permanencia en el
grupo estuvo siempre enmarcada en
una necesidad práctica, utilitaria o fortuita. No se mueve por ideales. Antes y ahora solo funciona
en base a ciertas normas burocráticas, es decir cumple formalismos funcionales
para evitar conflictos. No sufre los cambios en tanto no pierda comodidad o
privilegios. El indiferente le teme al compromiso afectivo porque su mundo
termina en sí mismo.
Resumiendo: en un grupo o una
comunidad, la tarea inherente a su existencia se reciente cuando se estanca en
un "dilema", es decir, cuando sus integrantes quedan pegados a
antinomias insolubles vividas como “enemigas”. La vida en los grupos es
compleja y siempre amenazada en su fútil intento por evitar, paradójicamente,
lo que precisamente los mantiene vivos: los cambios.
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