La mente del populista
por Alberto Farías Gramegna
“El
populismo es la democracia de los ignorantes. A veces sirve para sublevar
contra problemas reales, pero no para solucionarlos. Busca revancha, pero no
reforma”.- Fernando Savater
El contundente aserto de
Savater sintetiza dos de por lo menos cinco aspectos centrales del discurso populista,
hoy de moda en los grupos políticos antisistema europeos: la negación del
conocimiento crítico como valor político ciudadano y la propuesta “gatopardista”
del no cambio real de estructuras productivas socio-económicas. Los otros tres
son, la ausencia de planificación estratégica (el largo plazo) reemplazada por
un inmediatismo oportunista perpetuo; la división de la sociedad entre pueblo y
antipueblo y, finalmente, la desestima de las instituciones constitucionales
que intenta y muchas veces logra, reemplazar discrecionalmente por la relación
directa, vociferante y apasionada entre
el líder y la parte del pueblo que lo sigue.
Rigurosamente el populismo
no es una ideología, sino un relato sostén de un discurso anclado en el
voluntarismo de construir poder a partir de un mensaje manipulador que
privilegia lo afectivo por sobre lo racional, con consignas ampulosas, emotivas
y heroicas pero simplistas en sus enfoques y con frecuencia falaces en sus
afirmaciones profundas: la media verdad y la discrecionalidad son los pilares
sobre los que se construye el relato populista que puede sostenerse en una
mirada de izquierdas o derechas o a la demagogia pragmática del momento. Como
fenómeno sociopolítico ha sido estudiado desde la psicología política, la
economía, la sociología y la psicología social. Si bien desde la academia tuvo
algunos defensores o posiciones condescendientes como las de Enrique Dussel
(“Cinco tesis sobre el populismo”) o incluso propagandistas con llegada al
poder como lo fue el controvertido Ernesto Laclau, (“La lógica populista”), la
mayoría de los investigadores rigurosos no eluden asumir una clara posición
crítica moral, ética e ideológica ante este estilo nefasto de gestión política.
Tal el caso del desaparecido Umberto Eco (“El populismo eterno”), de Loris
Zanatta (“El populismo”) o de Miguel Wiñazki (“Crítica de la razón populista”),
entre muchos otros. Según los politólogos Gloria Álvarez Cross y Axel Kaiser Barents-von Hohenhagen (“El engaño
populista”), los populismos
se caracterizan por “un discurso que divide a la sociedad en dos: pueblo y
antipueblo, donde el antipueblo toma diferentes formas como enemigos de la
sociedad (…)” Son todos aquellos “que se ha pronunciado en contra de ciertas
medidas económicas y sociales que va tomando el populista. Luego, con ese odio,
con esa división de la sociedad que manejan desde la campaña, al llegar al
poder utilizan ese mensaje para empezar a cambiar cosas dentro del sistema.”
La lógica política del populismo
Lentamente como ocurre con el ejemplo del “sapo hervido”, el
agua populista va calentando con su relato la racionalidad del ciudadano hasta quemarle
la cabeza para que naturalice las distorsiones discrecionales del
funcionamiento institucional: congresos nacionales débiles o co-optados, jueces
y fiscales dóciles o ideologizados, ataques a la libertad de expresión y a
todos los medios que no comulguen con el oficialismo, abuso maniqueo y
demagógico de los medios oficiales de información, denigración de los
mecanismos legales e institucionales del Estado a favor de acciones directas
entre el gobernante y “su pueblo”, así
como intentos de reformar las leyes y en particular la Constitución para
perpetuarse en el poder, ya que la alternancia republicana y democrática es
considerada como “liberal” (sic), término al que los populistas dan absurdamente
una connotación negativa o “parte del sistema oligárquico” y luego se proponen nuevos organismos “a
medida” con la intención de ir controlando todo el aparato estatal para
adaptarlo al discurso y las arbitrariedades del grupo gobernante que claramente
no pretende cumplir con la Ley porque simplemente no le reconoce legitimidad.
En el plano económico el populismo destruye las fuerzas productivas de la
sociedad generando finalmente miseria y corrupción: dado que -más allá del
discurso grandilocuente- carece de pensamiento estratégico de Estado, termina vaciando
las arcas oficiales con canonjías, subsidios no específicos con intencionalidad
clientelar, avanza mezclando un capitalismo de Estado con uno de rapiña “ad
hoc” de familiares, amigos y entenados. Es frecuente el impulso a estatizar y/o
nacionalizar cuanta cosa le resulte útil para cooptar, controlar y someter a la
productividad independiente. Empresarios, gremialistas y políticos son
cooptados con prebendas por igual. La inflación es un efecto ineludible a corto
y mediano plazo por efecto, entre otras cosas, de la mayor liquidez monetaria, el
aliento del consumismo irresponsable sin respaldo genuino y la gratuidad o
abaratamiento artificial de los servicios públicos. El déficit fiscal creciente
se suele compensar con deuda externa y la ilimitada emisión de moneda por lo
que a la larga ésta se devalúa, generando especulación en el mercado de divisas.
La mente del populista
La
psicología del “hombre populista”, tiene características específicas,
resultantes de una configuración de personalidad, educación e historia vital. Psicológicamente
dependiente, el populista se fascina ante figuras fuertes y su identidad
personal se asemeja más a la ilusión adolescente que a la fortaleza yoica del
adulto frente a la frustración. Es facilista y fuertemente emocional. Su
percepción del mundo social es difusa, incompleta y muy articulada con las
fantasías y las soluciones “mágicas” basadas en el voluntarismo de un líder salvador,
que suele tener un sesgo mesiánico. Se trata de una figura parental que
restablece el mundo edénico ante un orden injusto, a través del amor a los
buenos (como él) y el castigo a los malos (los poderosos). Como el niño, la
mente populista funciona de manera maniquea endogámica, con aversión a la
complejidad y el desamparo exogámico. Se apoya en imágenes míticas cargadas de
adjetivos y en sus procesos de elaboración de juicios predomina lo que Kahneman y Tversky llamaron “pensamiento rápido” por contraposición al “lento”, la emoción
desplazando la razón crítica y la duda. No interesa buscar los hechos
verdaderos sino reafirmar un relato (hoy se lo llama post-verdad) lo que le
permite desestimar al interlocutor crítico, un gambito muy funcional de la
mente del populista.
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