Ideologia y sociedad
(las paradojas del
fanatismo ideológico)
Por Alberto Farías Gramegna
(desde Madrid)
“Los sabios
son los que buscan la sabiduría; los necios piensan ya haberla encontrado” - Napoleón
I
“Hablan con la seguridad que da la ignorancia.”
- J. L. Borges
El discurso ideológico en general no recurre tanto a los principios que lo sostienen , como a la instrumentación de determinados medios necesarios para realizar aquellos principios.
Por eso mismo en muchas personas es posible un cambio en el discurso a través de los años o la enseñanza experiencial, sin cambiar empero, los valores morales, ni la ética que de ellos deviene: “Es propio de la inteligencia cambiar de opinión, cuando la realidad la contradice”, Machado dixit.
Pero
no es el caso de las ideologías integristas, fundamentalistas y los diversos
fanatismos de sesgo populistas, ya que sostenidas en presuntas “verdades
absolutas” generan paradójicamente una
lógica de pensamiento con frecuencia contradictorio.
Es
que al ser dogmáticos, los fundamentalismos terminan desvirtuando y
traicionando los fines morales o éticos que proclaman. Como dice Cottraux: “Desengañados
del mundo, -los fanáticos- pero jamás de ellos mismos, preconizan el reino de
una nueva virtud: la suya”, y su principal característica es la necia soberbia:
nada tienen que aprender, todo lo saben, aunque todo lo ignoren, pero es que
ese “saber” no proviene de la realidad, ni de sus investigaciones de la
historia, sino del deseo compulsivo de utopías, -que, como señala Sebreli, siempre
terminan en tragedia cuando se las quiere forzar- de un saber emocional con mucho
de neuroticismo infantil , que construye la subjetividad de la pasión por la
ilusión.
La paradoja ética del
relato
El
fanatismo genera la “posverdad” (el nombre de moda del viejo “relato”) y con
ella la “posmoralidad”, -al decir de Miguel Wiñasky-, como expresión de una búsqueda de la “noticia deseada”, a partir
del sesgo de disponibilidad y de confirmación, una pasión por la falsedad inherente al “relato”, lo que la politóloga
Gloria Álvarez señala como la desconcertante
psicología del “progre”. Una psicología en constante contradicción paradojal de
valores: así, por ejemplo, en nombre de la libertad del hombre abstracto, se
justifica y hasta se promocionan dictaduras variopintas; en nombre de la justicia
universal se avala la iniquidad del caso concreto; en nombre de la lucha contra
el sistema, se aplauden acciones terroristas y un largo etcétera.
Las
personalidades inmaduras y emocionalmente lábiles suelen facilitar la
instalación de dogmatismos ideológicos, en un contínuum con enunciados que
circulan por izquierdas y derechas, construyendo ficciones egosintónicas que
confirman sus creencias y reclaman hacia sí mismo y los demás la adhesión
absoluta al dogma que se dan por cierto, lejos de la duda o la higiénica autocrítica.
Los populismos decadentes en América y los ahora renacidos en Europa a través
de expresiones políticas contestatarias y sesgadas, de sectores radicales cultural-nacionalistas,
-verbigracia los grupos xenófobos, separatistas o antisistema en diversos
países o regiones- son una muestra palpable de este comportamiento discursivo.
La
ideología del dogma -cuando está firmemente instalada y abroquelada a la identidad
del sujeto- aliena la capacidad de objetivizar el hecho percibido y compararlo
con el pre-juicio ideativo, rectificando la idea si fuese necesario, por lo que
no habrá posibilidad ninguna de aprendizaje y promoverá la “mentira emotiva”,
cuya primera víctima es la misma persona
que la declama, porque ante la evidencia, no se rectifica -antes bien frente a
la objeción o desacuerdo, se afirma y agranda- ya que no concibe una verdad
distinta al dogma que profesa y está incapacitado para escuchar una opinión
diferente. Al igual que el “sujeto paranoide”, interpreta cualquier
cuestionamiento a su creencia como un intento de “ganarle” una guerra de
verdades ligadas a intereses perversos que hay que desenmascarar o desestimar.
Ceder a una duda razonable es una inquietante “jactancia” que lo acerca
peligrosamente a la idea de traición a la “causa” y a los que con él comparten el cuerpo grupal
de pertenencia. El “nosotros” de la
endogamia ideológica siempre presupone un
“los otros” que son tenidos como diferentes a convencer o potenciales enemigos
a derrotar. Es la naturaleza del sistema, la propia estupidez de la soberbia
ideológica.
La
soberbia fundamentalista
El fundamentalista no cree que tenga cosas
que aprender, nunca duda de lo que dice, siempre da lecciones a sus ocasionales
interlocutores. No dialoga, pontifica y está convencido de saberlo todo. Su
visión de los hechos y las cosas “es” el reflejo fiel de la realidad que él ve
con claridad indiscutible. Desde un análisis lógico se observa que aplica una
lógica universal de diagnóstico y conocimiento a todas las cosas del mundo que
está convencido de conocer en su “esencia”. Nos cuenta “como son en realidad” reduciendo la complejidad a un simplismo burdo
e ingenuo de causa-efecto, intencionalidad y determinismo. Se reitera
enfatizando una suerte de “marca de agua” que cree confirma la certeza de su percepción y una egocéntrica inmutabilidad diagnóstica que se realimenta
con la enunciación redundante. Porque en el fondo de su egolatría, el soberbio
es un ignorante, que no sabe que no sabe y creyendo estar en lo correcto.
Por lo contrario, el hombre prudente, tolerante
y reflexivo siente que siempre tiene algo más por aprender y cuanto más aprende, más sospecha lo poco que
sabe, aceptando la posibilidad de la duda. Muy lejos de esta deseable actitud, la
soberbia de la necia ideología -parafraseando a Borges- ignora su propia
ignorancia reincidiendo una y otra vez en la torpeza y el error, lo que es una
nueva recaída en la necedad. Y ya se sabe que entenderse con la necedad es un
desafío de lesa contradicción, es decir una paradoja más.
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