Por
Alberto Farías Gramegna
“Es estúpido esperar resultados diferentes haciendo siempre
lo mismo” -
Albert Einstein
B
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orrón y cuenta nueva. Balance de
aciertos y fracasos. Año nuevo, vida nueva. Cambios, proyectos. Brindis y
fuegos de artificio. En fin, mucho ruido… ¿pocas nueces?
Los ritos consabidos, necesarios sin
dudas, nos persuade el sabio zorro de El Principito.
Buen fin y mejor principio. Próspero
año nuevo. Todos estos lugares comunes expresan deseos de volver a empezar
desde cero, de corregir errores, de olvidar lo malo y potenciar lo bueno. El
comienzo de un año es una buena oportunidad para imaginar otra vida haciendo lo
que nunca me animé o lo que me demanda mi fantasía. Es de laguna manera un
ritual circular pero con dotes de novedad: igual pero diferente. Los años
marcan hitos. Son mojones memoriosos en
la ruta de la vida, mirados desde el espejo retrovisor de la experiencia o la mera estupidez de la
rutina.
Los
unos, los otros y nosotros
Dejar de fumar, empezar gimnasia,
cambiar de casa, otro estilo de vida, un nuevo trabajo. Muchos de esos cambios
se cumplen porque son posibles y han sido preparados desde mucho antes. Otros,
en cambio, son expresiones de deseos que no llegan a concretarse o no se
mantienen en el tiempo.
La verdad es que ninguna vida cambia
en las horas que van desde el 31 de diciembre al 1 de enero.
Y con mucha frecuencia, el cabo de los
primeros meses, las circunstancias y la fuerza de la costumbre inclinan el
plano de los hechos a la inercial recurrencia de lo que se había pensado
abandonar.
A las sociedades les pasa lo mismo:
algunos quieren cambiar, otros no saben cómo, los más tienen miedo y a pesar de
las frustraciones prefieren por ignorancia,
prejuicio o comodidad, lo malo conocido…y por fin están los que no quieren
ningún cambio porque cuanto peor mejor para ellos.
En general, para cualquier persona de
a pie, la tendencia de sus actitudes cumple su papel determinante a la hora de
concretar nuevos proyectos, y así después de un “buen intento” se vuelve a la
comodidad de lo conocido, en gran medida por
imperio de un sistema de necesidades individuales y sociales que
presionan y fuerzan intereses. La desconfianza ante lo nuevo, los temores a no
poder manejar cosas que exigen mayor compromiso o más voluntad, y el
extraordinario papel resistencial que cumplen o que los psicólogos llaman
“beneficios secundarios” de una situación dada e instituida, se conjuran para
que en muchos casos todo siga como siempre.
El
“efecto gatopardo”
Otra vez: la llamada “resistencia al
cambio” surge de una configuración de actitudes típicas propias del
comportamiento humano, más allá de los
diferentes tipos y estilos de personalidades e incluso más allá de las
etiquetas ideologías explícitas: el mundo de los intelectuales autodenominados
progresistas o revolucionarios está lleno de conservadores enamorados de sus
dogmas de museo. La capacidad de revisar las creencias y desterrar prejuicios,
de entender que las ideas mutan con las configuraciones sociológicas y las
categorías que fueron útiles alguna vez, cien años después ya no los son, no
depende de la cognitividad inteligente del coeficiente intelectual, sino de la
inteligencia emocional y la elaboración exitosa de la propia identidad adulta,
sin necesidad de legitimarla con agregado corporativo alguno. Claro que también,
y por suerte, hay muchas personas proactivas más dispuestas que otras a encarar
cambios y lidiar con desafíos.
Sin embargo los cambios en general son
más resistidos cuando no se eligen, sino que acontecen allende nuestra
decisión. En otras oportunidades resulta que nos proponemos modificar algún
aspecto de nuestro mundo cotidiano aunque no estemos del todo preparados o nos asalten dudas, ya que deberemos
re-aprender rutinas desconocidas hasta ese momento. Es en ese punto donde puede
entrar en escena el “efecto gatopardo”, remedando con esta expresión la feliz
síntesis de la novela de Tomasi di Lampedusa, que muestra como a veces nos
engañamos pidiendo que “cambie algo para que nada cambie”. Porque una cosa es
cambiar pagando el precio de abandonar la “zona de confort” y las prebendas,
para hacernos cargo de nosotros mismos y otra es jugar a cambiar, pero
“animémonos y vayan…la mía no la toquen”.
Es decir, producimos un simulacro de
cambio, una mascarada que disimula nuestra negativa a buscar otras formas y
otras maneras de ser y estar con el otro, y así logramos quedarnos tranquilos
con nuestra conciencia por un tiempo, o quizá negociar con las demandas de los
otros hacia nuestra conducta. Por suerte, empero, hay también mucha gente que
con voluntad de acero y convicción genuina logra cambiar y sostener en el
tiempo un cambio verdadero, que trascienda la trivialidad mezquina de los
necios y los oportunismos de opereta. Son los que con orgullo y legitimidad,
pueden decir sin temor a desmentidos en plena copa en alto: ¡Año nuevo, vida
nueva!
(*) Publicado en La Capital de Mar del Plata, 2/1/2017
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