viernes, 30 de diciembre de 2016

Ritos...

Ritos


por Alberto Farías Gramegna

“-Los ritos son necesarios…
-¿Qué es un rito? -inquirió el principito.
 -Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra” - Antoine de Saint Exupery (Le petit prince).
         

Hace un año escribía para este diario: “El año que viene a la misma hora diré que espero una mejor vida, que las cosas encuentren caminos ideales, que el que pasó fue un año complicado, que tengo muchos proyectos en carpeta. Y pensaré en todos los destinos que me esperan, en  los libros que no abrí y en los que pienso escribir, en las propuestas que me impulsan, en fin, en la fiesta de la vida”. Los ritos son necesarios, nos dice sabiamente el zorro en su maravilloso diálogo con el pequeño príncipe, a los que la pluma del poeta aviador otorga párrafos inmortales. Aunque a veces nos incomoden o pierdan su color original, los rituales del nacimiento del año nuevo conservan el sentido profundo de un “volver a empezar”, un “mezclar y dar de nuevo”, un dejar atrás lo malo para ilusionarse con lo bueno que vendrá. Por tanto tienen mucho de magia, porque la vida y los estilos de ser de la gente son continuidades difíciles de cambiar con un deseo expresado al momento de la copa en alto.

Del círculo virtuoso

El “eterno retorno” es una mítica concepción filosófica del tiempo que la corriente del estoicismo dio impulso sistemático al plantear una repetición del mundo en donde éste se extingue para luego volver a crearse y así “ad aeternum”. Luego Mircea Eliade en su El mito del eterno retorno, hace una lectura crítica de lo que sería una creencia religiosa universal: la regresión a una mítica edad de oro, un momento originario en estado de gracia. El mito y los ritos son pues la “vía reggia” para mantener esta ilusión.  Dado que la naturaleza es cíclica en sus fases, lo que implica discontinuidad y recurrencia (orbitas celestes, alternancia día-noche, ritmo circadiano, estaciones anuales, el clima etc.), el hombre le dio un sentido trascendente a esta circularidad, porque tenían una enorme incidencia en su supervivencia: la luz del sol, la primavera, la lluvia y la sequía, etc. se relacionaban primero con la recolección y la caza, durante el nomadismo y muy luego con el formidable salto a la agricultura y la ganadería, lo que permitió el sedentarismo y la noción de territorialidad.  Desde la psicología social estos ritos tienen un enorme interés para entender la relación entre las intenciones y los hechos consecuentes. En su Carta a los Romanos, San Pablo dice: “El querer está a mi alcance, el hacer el bien, no. De hecho no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”. Por eso cada año, hacemos un balance del bien que hicimos y del mal que no evitamos, por acción u omisión, por ensayo y error, porque se sabe que “errare humanum est”.

Al círculo vicioso

Aprender de los errores para corregirlos y no repetirlos, reiniciando ciclos virtuosos parece ser entonces el deseo explícito de los brindis de fin de año, pero como dice Woody Allen en su última película Café Society: “Uno hace planes, y después la vida tiene los suyos propios”. El problema aparece cuando se cumple el adagio atribuido a don Albert Einstein: “Es estúpido esperar resultados diferentes haciendo siempre lo mismo”. Entonces no habrá ritual que sirva, porque se habrá instalado un círculo vicioso. Y a muchos individuos como a otros tantos pueblos les pasa que insisten en tropezar con la misma piedra, una y otra vez, año tras año. Una suerte de cultura de la necedad sostenida en el prejuicio. Freud lo sabía: analizando la insistencia de los neuróticos en volver a más de lo mismo para poder quejarse de la “mala suerte” que les tocaba, construyó la teoría de la “pulsión de muerte”, que se expresa en lo que llamó “compulsión a la repetición”, una suerte de obsesión laberíntica de repetir para no recordar, que curiosamente oculta el amor a los síntomas que se padecen. Es la identidad de los que “fracasan al triunfar”, por eso se empeñan en no querer cambiar. Los sociólogos y los psicólogos sociales lo llaman “resistencia a los cambios”, o miedo a dejar la “zona de confort”, donde uno puede sentirse seguro aunque sufriendo las frustraciones.

Mañana digo basta

Al igual que los histéricos, nuestra sociedad, “padece de reminiscencias” diría el psiquiatra vienés. Entre brindis y petardos, pide repetir las recetas populistas que la llevaron durante casi 80 años al estado terminal en la que está: corrupción, mafias, extravíos ideológicos, educación desquiciada, falta de justicia, quebrantos generacionales, inflación, ignorancia cívica, desocupación, pobreza extrema, odios sociales y grietas varias. Es lo que se supo conseguir como en Il Gattopardo, la novela de Lampeduzza: “Que algo cambie para que nada cambie”. Esta suerte de “masoquismo ideológico” de una parte de la sociedad, se manifiesta ahora en una oposición cerril a todo intento de cambio de la cultura del prejuicio, el desencuentro y la demagogia, por la cultura del trabajo, la sinergia y la institucionalidad republicana. Cierro con una frase de película: en el soliloquio de Solos en la Madrugada, José Sacristán, desde el rol de conductor radial, sentenciaba: “No podemos pasarnos los próximos cuarenta años hablando de los últimos cuarenta años”.

Por eso, el 31 antes de las doce campanadas, las uvas, la canción del adiós, y los fuegos de artificio, debiéramos prometernos seriamente mañana decir basta y cambiar el perverso chip de la lógica amigo-enemigo, el oportunismo, la queja eterna, la búsqueda de la prebenda y el pedido interminable del maná del cielo estatal, por la arenga apasionada del gran Ortega y Gasset: “¡Argentinos a las cosas!”...y sólo después a los ritos.




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