Ritos
por Alberto
Farías Gramegna
“-Los ritos son necesarios…
-¿Qué es un rito? -inquirió el
principito.
-Es también algo demasiado olvidado -dijo el
zorro-. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea
diferente a otra” - Antoine de Saint Exupery (Le petit prince).
Hace un año escribía para este diario: “El año que viene a la misma hora diré
que espero una mejor vida, que las cosas encuentren caminos ideales, que el que
pasó fue un año complicado, que tengo muchos proyectos en carpeta. Y pensaré en
todos los destinos que me esperan, en
los libros que no abrí y en los que pienso escribir, en las propuestas
que me impulsan, en fin, en la fiesta de la vida”. Los ritos son necesarios, nos dice sabiamente el zorro en su
maravilloso diálogo con el pequeño príncipe, a los que la pluma del poeta aviador
otorga párrafos inmortales. Aunque a veces nos incomoden o pierdan su color
original, los rituales del nacimiento del año nuevo conservan el sentido
profundo de un “volver a empezar”, un “mezclar y dar de nuevo”, un dejar atrás
lo malo para ilusionarse con lo bueno que vendrá. Por tanto tienen mucho de
magia, porque la vida y los estilos de ser de la gente son continuidades
difíciles de cambiar con un deseo expresado al momento de la copa en alto.
Del círculo
virtuoso
El “eterno
retorno” es una mítica concepción filosófica del tiempo que la
corriente del estoicismo dio impulso sistemático al plantear una
repetición del mundo en donde éste se extingue para luego volver a crearse y
así “ad aeternum”. Luego Mircea Eliade en su El mito del eterno retorno, hace una lectura crítica de lo que
sería una creencia religiosa universal: la regresión a una mítica edad de
oro, un momento originario en estado de gracia. El mito y los ritos son pues la
“vía reggia” para mantener esta ilusión. Dado que la naturaleza es cíclica en sus
fases, lo que implica discontinuidad y recurrencia (orbitas celestes,
alternancia día-noche, ritmo circadiano, estaciones anuales, el clima etc.), el
hombre le dio un sentido trascendente a esta circularidad, porque tenían una
enorme incidencia en su supervivencia: la luz del sol, la primavera, la lluvia
y la sequía, etc. se relacionaban primero con la recolección y la caza, durante
el nomadismo y muy luego con el formidable salto a la agricultura y la
ganadería, lo que permitió el sedentarismo y la noción de territorialidad. Desde la psicología social estos ritos tienen
un enorme interés para entender la relación entre las intenciones y los hechos
consecuentes. En su Carta a los Romanos, San
Pablo dice: “El querer está a mi alcance, el hacer el bien, no. De hecho no
hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”. Por eso cada año, hacemos un
balance del bien que hicimos y del mal que no evitamos, por acción u omisión,
por ensayo y error, porque se sabe que “errare humanum est”.
Al
círculo vicioso
Aprender de los errores para
corregirlos y no repetirlos, reiniciando ciclos virtuosos parece ser entonces
el deseo explícito de los brindis de fin de año, pero como dice Woody Allen en
su última película Café Society: “Uno hace planes, y después la vida tiene los
suyos propios”. El
problema aparece cuando se cumple el adagio atribuido a don Albert Einstein:
“Es estúpido esperar resultados diferentes haciendo siempre lo mismo”. Entonces
no habrá ritual que sirva, porque se habrá instalado un círculo vicioso. Y a
muchos individuos como a otros tantos pueblos les pasa que insisten en tropezar
con la misma piedra, una y otra vez, año tras año. Una suerte de cultura de la
necedad sostenida en el prejuicio. Freud lo sabía: analizando la insistencia de
los neuróticos en volver a más de lo mismo para poder quejarse de la “mala
suerte” que les tocaba, construyó la teoría de la “pulsión de muerte”, que se
expresa en lo que llamó “compulsión a la repetición”, una suerte de obsesión
laberíntica de repetir para no recordar, que curiosamente oculta el amor a los
síntomas que se padecen. Es la identidad de los que “fracasan al triunfar”, por
eso se empeñan en no querer cambiar. Los sociólogos y los psicólogos sociales
lo llaman “resistencia a los cambios”, o miedo a dejar la “zona de confort”, donde
uno puede sentirse seguro aunque sufriendo las frustraciones.
Mañana digo basta
Al igual que los histéricos,
nuestra sociedad, “padece de reminiscencias” diría el psiquiatra vienés. Entre
brindis y petardos, pide repetir las recetas populistas que la llevaron durante
casi 80 años al estado terminal en la que está: corrupción, mafias, extravíos
ideológicos, educación desquiciada, falta de justicia, quebrantos
generacionales, inflación, ignorancia cívica, desocupación, pobreza extrema,
odios sociales y grietas varias. Es lo que se supo conseguir como en Il
Gattopardo, la novela de Lampeduzza: “Que algo cambie para que nada cambie”.
Esta suerte de “masoquismo ideológico” de una parte de la sociedad, se
manifiesta ahora en una oposición cerril a todo intento de cambio de la cultura
del prejuicio, el desencuentro y la demagogia, por la cultura del trabajo, la
sinergia y la institucionalidad republicana. Cierro con una frase de película:
en el soliloquio de Solos en la Madrugada, José Sacristán, desde el rol de
conductor radial, sentenciaba: “No podemos pasarnos los próximos cuarenta años
hablando de los últimos cuarenta años”.
Por eso, el 31 antes de las
doce campanadas, las uvas, la canción del adiós, y los fuegos de artificio,
debiéramos prometernos seriamente mañana decir basta y cambiar el perverso chip
de la lógica amigo-enemigo, el oportunismo, la queja eterna, la búsqueda de la
prebenda y el pedido interminable del maná del cielo estatal, por la arenga
apasionada del gran Ortega y Gasset: “¡Argentinos a las cosas!”...y sólo
después a los ritos.
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