sábado, 16 de julio de 2016

Los simuladores

            
                                    Los simuladores
por Alberto Farías Gramegna


“(…) Somos una sombra que espera su turno tras el decorado, sólo para salir un breve momento a escena, decir nuestra parte y desaparecer... " - Shakespeare, en Macbeth

“Un persona inteligente se recupera pronto de una derrota. El mediocre, en cambio, nunca se recupera de una victoria”- José Ingenieros

El mundo es un escenario donde todos actuamos personajes encarnando nuestros roles, desde los familiares hasta los socio-laborales. Ellos nos definen, nos orientan, nos limitan y nos sujetan a las tareas prescriptas y esperadas: que el profesor en el aula enseñe, que el padre en la casa oriente, contenga y proteja, que el actor en las tablas simule el personaje con arreglo al parlamento que indica el guión de la obra, pero sin dejar de ser él mismo cuando termine de actuar. A esto se le llama “expectativa de rol”. El rol es una función operativa sostenido en el perfil de un personaje inherente y tiende a iniciar, mantener y concluir una tarea, una actividad cuya centralidad es interactiva, ya que todo rol implica por defecto un contra-rol: no se ejerce la paternidad sin hijo, no se ejerce de profesor sin estudiante, no se ejerce como médico sin paciente, no hay agente sin cliente.

Así en la vida como en el teatro

Las personas en sociedad asumen sus roles a través de personajes. Pero aquí debemos diferenciar al “personaje social” del “personaje teatral”, a la persona que actúa el personaje de sí mismo de la del actor que actúa los personajes de otras personas. Son dos formatos completamente diferentes en su dimensión biunívoca de realidad-ficción y su elemento diferenciador nodal es la variable “identidad”. El personaje social se articula con la persona que lo actúa sesgando y modelando su identidad, en tanto que el personaje del rol teatral es solo una simulación consensuada que no altera la identidad del actor, salvo que se obsesionara patológicamente con su personaje creyendo ser lo que solo es un disfraz artístico.  El rol del personaje social es muy diferente: Un profesor no lo es sólo por dar clase, sino porque su formación, su visión, su misión y su percepción inciden notablemente en la construcción de su ser: su hacer pedagógico condiciona al ser de identidad. En tanto el “hacer” del actor teatral es precisamente actuar simulando identidades ajenas, su ser no se modifica en dirección de esas identidades ficcionadas, sino que se consolida en torno a su identidad artística del que sabe representar terceridades. Actúa un “como si” del personaje, sin alterar su identidad como persona. Simula  ser un rey o un herrero, pero no es ninguna de ambas cosas, solo imposta “conductas guionadas” que aluden a esos comportamientos de rol.

Identidad y personaje de rol

¿Por qué insisto en este punto diferenciador entre el personaje socio-laboral y el personaje encarnado? Porque esta diferencia ilumina la clave de la teoría del rol, tal como yo la veo: una parte importante de la identidad personal está condicionada por el personaje que determina el rol. Y una parte central del comportamiento contingente de las personas debe entenderse en el contexto de las expectativas de rol de los demás y de las demandas de la organización que contiene y define los puestos que deberán ocupar las personas “actuando” roles propios de cada personaje: maestro, albañil, gerente, policía, vendedor, padre, tío o abuelo. ¿Pero...y entonces que lugar ocupa la personalidad en este modelo de interpretación del comportamiento situado?. La personalidad sesga y perfila una parte del rol, es decir lo hace más o menos flexible a las exigencias de la situación: se puede atender correctamente a un cliente siendo más o menos expresivo, más o menos simpático, más o menos operativo, etc.

Simulación y competencia

En “La simulación en la lucha por la vida”, José Ingenieros muestra las diferentes clases de simulación del hombre y los organismos para adaptarse a su medio. El proceso adaptativo implica “ser competentes para competir”, orientados a obtener una cada vez mejor performance de calidad. Competir -además de tener la necesaria “competencia de rol”- es cotejarse con otros actores sociales aceptando las reglas del juego que prescriben el rol de cada personaje y que le dan sentido a la convivencia en la diversidad de expresiones. Es exponerse profesional y humanamente a la valoración del otro, permitiendo  que ese otro pueda señalarme como el preferido o el postergado. Es entonces el respeto a la libertad soberana del otro ante la oferta de mi propia excelencia. Sin competencia no hay otro, no hay opción ni elector, ni posibilidad de valoración legítima. Ningún atleta será consagrado “el mejor” si corre solo. Ninguna sociedad crece en calidad y productividad sin competencia. Las experiencias históricas de los siniestros regímenes autoritarios que disolvieron la competencia, lograron también disolver la voluntad de superación del hombre y mataron la ambición de mejorar en medio de una masa amorfa de mediocres estatalizados. El miedo a exponer nuestras “competencias” personales y profesionales, por temor a mostrar nuestras posibles debilidades, hace que renunciemos también a mostrar nuestras importantes fortalezas. El temor a descubrir nuestros defectos (y poder superarlos) nos aleja de enorgullecernos por nuestras virtudes, que a veces ni siquiera conocemos. El miedo a competir es propio del hombre mediocre que lúcidamente describe Ingenieros. Es en suma el miedo a la libertad al que se refería Erich Frömm. En síntesis, el miedo a ganar o perder con lo mejor de nuestra capacidad, valores y esfuerzo vital, nos conduce otra vez a una de las problemáticas más apasionantes de la psicología individual y social: la inextricable y compleja relación entre sometimiento y libertad. La competencia implica el desafío de ganar o perder, oportunidades y también riesgos de fracaso. En el resbaladizo terreno de las neurosis y sociópatas, Sigmund Freud escribió un largo artículo ocupándose de la aparente paradoja de “los que fracasan al triunfar”. Como ha dicho acertadamente el periodista Jorge Lanata, lejos de cualquier ánimo teórico y más bien cerca de la intuición sensata de la vida cotidiana: “Mucha gente no tiene éxito porque no se anima a fracasar”. Secundamos con firmeza esa afirmación.

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