Psicología social, cultura
y carácter nacional
El
ruido del silencio
por Alberto Farias
Gramegna
“Cuando sienta miedo del silencio, cuando cueste
mantenerse en pié” - Resistiré/Duo
Dinámico
s
|
e dice que el miedo puede hacernos gritar o dejarnos
mudos. Puede enfurecernos para controlarlo y someterlo o angustiarnos hasta la
negación de la realidad. El miedo es el argumento de la razón y la prisión del
corazón. La furia, su libertador cuando todo se da por perdido. El miedo es siempre
una respuesta a una amenaza real o imaginada (física, psicológica, social,
cultural, natural: enfermedad, inseguridad, exclusión, desempleo, anomia
cultural, desamparo afectivo, etc.). Es constitutivo de lo humano tanto como la
palabra, y por eso mismo ambos pueden ser, según las circunstancias, la mejor o
la peor respuesta ante la realidad externa e interna, es decir ante lo objetivo
y la subjetividad que su percepción conlleva.
En el animal humano el decir de la palabra es
conjura de soledades y garantía de trascendencia. El miedo, en cambio, siempre es
individual y resulta en un complejo de mixtura socio-bio-psicológica, expresión
de la condición de meras criaturas culturales, incompletas, falibles y vulnerables,
pero también de nuestra necesidad saludable de ser reconocidos y aceptados
socialmente.
Por eso mismo la locura y la delincuencia son finalmente efectos tardíos de ese miedo primal a la exclusión, mutado en repudio anómalo del sujeto a una adaptación activa y armónica a los patrones sociales consensuados.
Por eso mismo la locura y la delincuencia son finalmente efectos tardíos de ese miedo primal a la exclusión, mutado en repudio anómalo del sujeto a una adaptación activa y armónica a los patrones sociales consensuados.
En ninguno de los dos casos
la palabra trasciende a un tercero: el loco comunica deformando la realidad con
arreglo a su delirio; el delincuente, por su parte, actuando contra esa
realidad para someterla a sus necesidades sin el consenso social. Ambos comunican,
pero sin palabras de significación compartida. En cambio el coloquio es
naturalmente la antítesis del miedo, que aunque sea colectivo es siempre
individual. El contexto causal de estos repudios, las condiciones socioculturales
de vida, los valores ético-morales del endogrupo de origen y otras posibles
variables, son condición necesaria aunque no suficiente para explicar aquella
inadaptación social.
De
eso no se habla
El “hombre normal” (llamado “hombre de a pie”,
“hombre de la calle” o “paisano”) es expresión de la norma estadística. Si acaso
esa norma social -que tiene siempre implícitos efectos normativos: “donde
fueres haz lo que vieres”- muda en sus
valores morales, por ley de la psicología social, la mayoría de los sujetos de esa sociedad
tenderán a adaptarse acrítica y dramáticamente a esa nueva escala axiológica
para no quedar afuera del rebaño. Los sociólogos lo llaman “temor al desvío de
la media socio-grupal”; este cambio cultural, si se mantiene, pasa a imbricarse
con el perfil del “carácter nacional”. Pero, ese corrimiento a la mayoría es
silente, es decir de eso no se habla, pues es más fácil ir con la corriente que
contra ella, como nos muestra el clásico teatral “Un enemigo del pueblo” de Ibsen,
aunque con tiempo suficiente siempre se constate aquel irónico apotegma de Machado: “La verdad
es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”.
Así las cosas, el miedo como negación de la palabra
es en principio miedo a hablar del miedo a aceptar la realidad, cuando ésta no
coincide con nuestros deseos, y por tanto se instala en el sujeto como un socio
del silencio, posible efector potente de alienación social que puede llegar a
la deshumanización y la parálisis personal. En estos días, por ejemplo, se
debatía públicamente por los medios si “era o no conveniente políticamente”,
(sic) que el Gobierno diera a conocer el estado económico-institucional de la
República que había recibido de la gestión anterior, por miedo a que la gente
se “asustara” y perdiera motivación y entusiasmo para el cambio. Una prueba
cultural incontestable del pensamiento mágico centrado en la negación y el
culto al paternalismo ingenuo, e insensato que habita la lógica de gran parte
de gobernantes y gobernados.
Zimbardo nos
recuerda que en nombre del miedo se pueden obedecer órdenes indignas, se puede
vender el alma y se puede denigrar o torturar a un semejante sin siquiera
conocerlo, como en el impactante experimento de obediencia a la autoridad de
Milgram, o en nombre del discurso dominante de una ideología fanática, a la que
se puede adherir también por miedo al vacío existencial que da el agnosticismo
secular de la postmodernidad anómica, porque a veces la razón provoca más miedo
que la irracional ilusión.
Es que nacemos desnudos y libres, pero también
carentes, física y psicológicamente dependientes, y luego al socializarnos la misma
libertad nos da miedo, tal como demostró Fromm en su “El miedo a la libertad”, un clásico sobre la
lucha del hombre por ser él mismo, con su identidad libérrima por sobre los
temores adocenados, las mediocridades de la sociedad “políticamente correcta”, las identidades corporativas, las demagogias
populistas, los fanatismos y las ideologías de dominio sobre la vida de los
otros, las ideas delirantes sobre las ingenierías sociales al estilo de la
“Naranja Mecánica” , porque libertad, razón y crecimiento son solidarios y enemigos del
dogma.
Los
unos y los otros
La Argentina es hoy una sociedad “construida” (mejor
dicho “destruida”) sobre un conjunto de mentiras políticas, mitos sociales
persistentes y miedos colectivos a la libertad de iniciativa, a la que habrá -con tiempo y sin apresuramientos- que “de-construir”
primero para “re-construir” luego en sus valores cívicos republicanos. Intoxicada
por oquedades ideológicas de cuño nacional-populista, crímenes oscuros
irresueltos y silencios complacientes de matriz corporativa, antes que de fortalezas
institucionales, esperanzas racionales y
proyectos sustentables con arreglo a la Ley, esta sociedad, aún inmadura, es paradojalmente
al mismo tiempo, escéptica y creyente.
Durante décadas, al momento de elegir, siempre ha
preferido fascinarse con estilos autoritarios de conducción social, que resultaron
luego seudo-liderazgos cuyo rezo laico era: “No
necesito que me quieran, ni que piensen, solo que me teman”. En todas las
épocas hubo, hay y habrá quienes son adictos a su verdad dogmática más que
otros y cuyas palabras vacías solo denotan consignas, pero no connotan esencias verosímiles perdurables: son los
ideólogos y fanáticos que pretenden imponerla yendo por todo y por todos,
elevándola a la categoría de cruzada universal.
Los unos y los otros, los silentes contemplativos y
los parlantes doctrinales, se desconfían y se temen mutuamente, porque los unos
son los otros de los otros, verdugos de la palabra ajena considerada “seudopalabra”, porque pone en tela de juicio la propia y con
ella la idea misma de realidad como relato excluyente del “es lo que hay”, la lógica
del sobresalto recurrente, por lo que se dice que “en este país nadie puede
aburrirse”. Esta lógica de naturalizar lo contingente, de creer en un destino
de fracasos recurrentes (a pesar de aquel voluntarismo demagógico al insistir
que “estamos condenados al éxito”) lleva a otro voluntarismo, esta vez
fatalista: el pensar en la imposibilidad de cambiar, de reinventarse culturalmente.
Esta creencia resulta funcional a lo no dicho: resistencia al cambio y temor a
la incomodidad de salir de la “zona de confort masoquista”, por el beneficio
secundario que se obtiene, pero también por el desgaste que supone mantenerse allí.
“Este país no cambia más”; “O lo cambiamos entre todos o no cambia”, son frases
que parecen expresar en el fondo incredulidad, dudas y temores frente al cambio. Esta inercia mental implica
un innegable oportunismo moral que una y otra vez hace que algo cambie para que nada cambie. ¿Esta
vez será por fin diferente...o pagaremos otra vez el alto precio del ruido del
silencio?
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