sábado, 5 de marzo de 2016

El ruido del silencio

Psicología social, cultura y carácter nacional                                                                                                    

El ruido del silencio

por Alberto Farias Gramegna


“Cuando sienta miedo del silencio, cuando cueste mantenerse en pié” - Resistiré/Duo Dinámico

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e dice que el miedo puede hacernos gritar o dejarnos mudos. Puede enfurecernos para controlarlo y someterlo o angustiarnos hasta la negación de la realidad. El miedo es el argumento de la razón y la prisión del corazón. La furia, su libertador cuando todo se da por perdido. El miedo es siempre una respuesta a una amenaza real o imaginada (física, psicológica, social, cultural, natural: enfermedad, inseguridad, exclusión, desempleo, anomia cultural, desamparo afectivo, etc.). Es constitutivo de lo humano tanto como la palabra, y por eso mismo ambos pueden ser, según las circunstancias, la mejor o la peor respuesta ante la realidad externa e interna, es decir ante lo objetivo y la subjetividad que su percepción conlleva.

En el animal humano el decir de la palabra es conjura de soledades y garantía de trascendencia. El miedo, en cambio, siempre es individual y resulta en un complejo de mixtura socio-bio-psicológica, expresión de la condición de meras criaturas culturales, incompletas, falibles y vulnerables, pero también de nuestra necesidad saludable de ser reconocidos y aceptados socialmente. 
Por eso mismo la locura y la delincuencia son finalmente efectos tardíos de ese miedo primal a la exclusión,  mutado en  repudio anómalo del sujeto a una adaptación activa y armónica a los patrones sociales consensuados. 
En ninguno de los dos casos la palabra trasciende a un tercero: el loco comunica deformando la realidad con arreglo a su delirio; el delincuente, por su parte, actuando contra esa realidad para someterla a sus necesidades sin el consenso social. Ambos comunican, pero sin palabras de significación compartida. En cambio el coloquio es naturalmente la antítesis del miedo, que aunque sea colectivo es siempre individual. El contexto causal de estos repudios, las condiciones socioculturales de vida, los valores ético-morales del endogrupo de origen y otras posibles variables, son condición necesaria aunque no suficiente para explicar aquella inadaptación social.

De eso no se habla

El “hombre normal” (llamado “hombre de a pie”, “hombre de la calle” o “paisano”) es expresión de la norma estadística. Si acaso esa norma social -que tiene siempre implícitos efectos normativos: “donde fueres haz lo que vieres”-  muda en sus valores morales, por ley de la psicología social,  la mayoría de los sujetos de esa sociedad tenderán a adaptarse acrítica y dramáticamente a esa nueva escala axiológica para no quedar afuera del rebaño. Los sociólogos lo llaman “temor al desvío de la media socio-grupal”; este cambio cultural, si se mantiene, pasa a imbricarse con el perfil del “carácter nacional”. Pero, ese corrimiento a la mayoría es silente, es decir de eso no se habla, pues es más fácil ir con la corriente que contra ella, como nos muestra el clásico teatral “Un enemigo del pueblo” de Ibsen, aunque con tiempo suficiente siempre se constate  aquel irónico apotegma de Machado: “La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”.

Así las cosas, el miedo como negación de la palabra es en principio miedo a hablar del miedo a aceptar la realidad, cuando ésta no coincide con nuestros deseos, y por tanto se instala en el sujeto como un socio del silencio, posible efector potente de alienación social que puede llegar a la deshumanización y la parálisis personal. En estos días, por ejemplo, se debatía públicamente por los medios si “era o no conveniente políticamente”, (sic) que el Gobierno diera a conocer el estado económico-institucional de la República que había recibido de la gestión anterior, por miedo a que la gente se “asustara” y perdiera motivación y entusiasmo para el cambio. Una prueba cultural incontestable del pensamiento mágico centrado en la negación y el culto al paternalismo ingenuo, e insensato que habita la lógica de gran parte de gobernantes y gobernados.

Zimbardo  nos recuerda que en nombre del miedo se pueden obedecer órdenes indignas, se puede vender el alma y se puede denigrar o torturar a un semejante sin siquiera conocerlo, como en el impactante experimento de obediencia a la autoridad de Milgram, o en nombre del discurso dominante de una ideología fanática, a la que se puede adherir también por miedo al vacío existencial que da el agnosticismo secular de la postmodernidad anómica, porque a veces la razón provoca más miedo que la irracional ilusión.
Es que nacemos desnudos y libres, pero también carentes, física y psicológicamente dependientes, y luego al socializarnos la misma libertad nos da miedo, tal como demostró Fromm en su  “El miedo a la libertad”, un clásico sobre la lucha del hombre por ser él mismo, con su identidad libérrima por sobre los temores adocenados, las mediocridades de la sociedad “políticamente correcta”,  las identidades corporativas, las demagogias populistas, los fanatismos y las ideologías de dominio sobre la vida de los otros, las ideas delirantes sobre las ingenierías sociales al estilo de la “Naranja Mecánica” , porque libertad, razón  y crecimiento son solidarios y enemigos del dogma.

Los unos y los otros

La Argentina es hoy una sociedad “construida” (mejor dicho “destruida”) sobre un conjunto de mentiras políticas, mitos sociales persistentes y miedos colectivos a la libertad de iniciativa,  a la que habrá  -con tiempo y sin apresuramientos- que “de-construir” primero para “re-construir” luego en sus valores cívicos republicanos. Intoxicada por oquedades ideológicas de cuño nacional-populista, crímenes oscuros irresueltos y silencios complacientes de matriz corporativa, antes que de fortalezas institucionales, esperanzas  racionales y proyectos sustentables con arreglo a la Ley, esta sociedad, aún inmadura, es paradojalmente al mismo tiempo, escéptica y creyente.

Durante décadas, al momento de elegir, siempre ha preferido fascinarse con estilos autoritarios de conducción social, que resultaron luego seudo-liderazgos cuyo rezo laico era: “No necesito que me quieran, ni que piensen, solo que me teman”. En todas las épocas hubo, hay y habrá quienes son adictos a su verdad dogmática más que otros y cuyas palabras vacías solo denotan consignas, pero no connotan  esencias verosímiles perdurables: son los ideólogos y fanáticos que pretenden imponerla yendo por todo y por todos, elevándola a la categoría de cruzada universal.

Los unos y los otros, los silentes contemplativos y los parlantes doctrinales, se desconfían y se temen mutuamente, porque los unos son los otros de los otros, verdugos de la palabra ajena considerada  “seudopalabra”,  porque pone en tela de juicio la propia y con ella la idea misma de realidad como relato excluyente del “es lo que hay”, la lógica del sobresalto recurrente, por lo que se dice que “en este país nadie puede aburrirse”. Esta lógica de naturalizar lo contingente, de creer en un destino de fracasos recurrentes (a pesar de aquel voluntarismo demagógico al insistir que “estamos condenados al éxito”) lleva a otro voluntarismo, esta vez fatalista: el pensar en la imposibilidad de cambiar, de reinventarse culturalmente. Esta creencia resulta funcional a lo no dicho: resistencia al cambio y temor a la incomodidad de salir de la “zona de confort masoquista”, por el beneficio secundario que se obtiene, pero también por el desgaste que supone mantenerse allí. “Este país no cambia más”; “O lo cambiamos entre todos o no cambia”, son frases que parecen expresar en el fondo incredulidad, dudas y temores  frente al cambio. Esta inercia mental implica un innegable oportunismo moral que una y otra vez  hace que algo cambie para que nada cambie. ¿Esta vez será por fin diferente...o pagaremos otra vez el alto precio del ruido del silencio?
  


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