por Alberto Farías
Gramegna
"Las ofensas deben hacerse
todas de una vez, porque cuanto menos se repitan, menos hieren” - Maquiavelo
Diálogo
(dia-logos) significa alcanzar una verdad contingente a través de la palabra
compartida. Lo dialógico contempla y propicia el “debate”, antes que lo
“polémico” que es propio de la agonística. Así, la esencia de lo dialógico es “problemática”,
es decir aborda de manera “pluránime” (permítaseme el neologismo) un problema, mientras que lo polémico refuerza
lo “dilemático” que sólo concibe una opción valorativa que preexiste con
carácter excluyente.
“Polémica”
deriva del griego “polemos”: lucha, confrontación, combate dialéctico,
discusión encendida con un punto de hostilidad. La persona afecta a la polémica
recibe el nombre de “polemista”,
(“combatiente, guerrero”), alguien que persigue imponer una idea a través de
una lidia verbal.
Polemizo, luego soy
El
ejercicio racional del dialogo presupone poner sobre la mesa “el
problema”, describirlo, examinar sus características en el contexto actual,
investigar su historia y las condiciones de producción en las que surge la
“cosa problemática”. Desde luego que incluye pasión e interés, pero los actores
pactan sujetarse a reglas más o menos objetivas.
A partir
de aquí los interlocutores (lo dialogantes) con la información objetiva que
disponen deberán transformarla en “datos” compartidos (no polémicos), es decir consensuar
un “diagnóstico mínimo” que les permita -luego durante el dialogo- apartar “la
paja del trigo”, lo objetivo de las opiniones,
que por su
misma naturaleza, contienen subjetividad, deseo e ideología. También negociar
intereses personales.
La polémica
-por lo contrario- sigue un derrotero lógico diferente: se inicia por la mera
confrontación de opiniones (la opinión es siempre sesgada porque es
“interesada” y sensible al afecto personal) sin un acuerdo marco de inicio. La
polémica es hija dilecta del dilema, porque opone de arranque juicios de valor no racionales (es decir
pre-juicios) como punto de protagonismo y no como componente anexo. No se busca
compartir una descripción consensuada porque se teme que ésta afecte la
posición ideológica que se pretende imponer como verdadera.
Y he aquí
la cuestión nodal: la polémica implica el objetivo de triunfar sobre el otro
argumento y no de intercambiar evidencias para llegar a una posición tercera
que resulte de la transformación de los contenidos de lo uno y de lo otro. No
interesa al polemista exponer dudas sobre su posición, sino presentarlo como
verdadero, íntegro, total y no perfectible.
Está en
juego su identidad, y por eso el polemista defiende un sentimiento producto de
una creencia íntima que lo define, y/o de un interés pragmático que necesariamente
desconsidera los intereses o deseos del otro. Es en suma la prevalencia del
maquiavélico apotegma que reza: “el fin justifica los medios”.
El extremo
de esta lógica confrontativa irracional es la actitud encarnada por Pirro de
Epiro, aquel rey y general griego que logró ganar la batalla contra los romanos
al costo del exterminio casi total de su propio ejército. "Con otra
victoria como ésta, estaré perdido", habría exclamado al final de la
lucha. Aquí la relación costo-beneficio
aparece muy alejada del sentido común y de la razón de medianía.
Somos como somos…
Desde los
años cuarenta la cultura política argentina ha moldeado en el habitante medio
una “personalidad básica” orientada a la confrontación pírrica. Amasada históricamente
con el populismo discursivo, aquella cultura “progresista y combativa” resulta
una mezcla de eterna “lucha” obsesionada con los “poderes oligárquicos y
corporativos”-espejo paradójico de su propia esencia- , los fantasmas de las
conjuras del Imperio, el desprecio por las instituciones “burguesas y
liberales” de la República y la
nostalgia de los paternalismos demagógicos de bombo y balcón.
Autoritarismos,
convicciones dogmáticas excluyentes, y oportunismos poco responsables, todo lo
han dividido en diferencias supuestamente irreconciliables. “La grieta” no es
un invento nuevo: se podría reducir al basamento de esa cultura edificada sobre
la cosmovisión de un mundo dicotómico de antagonismos, antinomias y antónimos. Es
pues una cultura que adora el sectarismo gregario del “ellos o nosotros”, de lo
confrontativo y la especulación de lo oculto. Hay una doble lectura de cada
hecho hasta inventar un mundo inexistente en el que el otro diferente luce como
un ser conspirativo. Impera una fascinación por la cultura del club, la
bandería y el credo amigo-enemigo; empezando por las polémicas en el fútbol,
para continuar por la política, el sexo, la moda, los autos, el periodismo, todo
es discordante y hasta la ciencia muda en seudociencia militante de partido.
En los
tiempos que corren vemos a muchos políticos opositores acercarse más a la
filosofía del general griego que al discurso socrático mesurado, inquisidor y
reflexivo.
La
dramática incapacidad de dirigentes y dirigidos, de intelectuales fanatizados y
vecinos escépticos, para sintetizar diferencias reales y trabajar
colaborativamente en equipo, prescindiendo de la adolescente conducta ideologista
de formar clanes que desautorizan al otro, ha envilecido la autonomía crítica
del habitante medio, que en gran medida sigue aferrado a mitos que el dogma
preserva alejándolo de la condición de pleno ciudadano.
Al filo
del Bicentenario, sin embargo, se vislumbra una nueva oportunidad para que el conjunto
del país apunte a un desarrollo sociocultural, político e institucional profundo
y diferente, más allá de la economía. No depende solo de un hombre ni de un
partido de gobierno como creen algunos. Sin duda, es un enorme desafío a la
inteligencia socioemocional de todos para restaurar la capacidad racional de
corregir y superar el “como somos -al decir de Eladia Blázquez- o no seremos
nunca más”, y producir un cambio cultural de criterio y convivencia saludable. En
fin, un reto a la voluntad de diálogo, abandonando así la insalubre práctica de
seguir siendo la persistente sociedad de la neurótica y tóxica polémica.
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