El cambio y sus avatares
Costumbres de mi abuela
Por Alberto Farías Gramegna
“¡Como somos!..con tendencia al
melodrama y a enredarnos en la trama por vivir en la ficción (…) cargar a voz
en cuello y protestar bajito prefabricando mitos para poder vivir (…)”- Eladia Blázquez
“Cambia lo superficial, cambia también
lo profundo, cambia el
modo de pensar, cambia todo en
este mundo”- Julio Numhauser
Mi abuela solía decir que “el
hombre es un animal de costumbre”. Y razón tenía: nunca se le hubiese
ocurrido cambiar su rutina porque para ella era “natural”. A su manera la
disfrutaba, pensando que allí afuera el mundo se había hecho peligroso y
extraño a sus creencias, más aún a partir de su viudez. Aún cuando asomara la duda,
el enojo o la queja, esa noria conductual era funcional, el mal menor que
ocultaba su frustración y su miedo ante los deseos de una historia diferente a
la que no se animó. “Nunca pude ser yo
misma, siempre tratando de complacer a los demás, siempre haciendo lo mismo, ahora
me doy cuenta que yo quería otra vida, más libre, pero por miedo o por
ignorancia elegí la comodidad, la seguridad de la dependencia al riesgo de
probar…y no fui feliz”, se confesó una vez emocionada, desmintiendo otra de sus
resignadas frases: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Una síntesis
perfecta que reflejaba la peculiar visión del país de sus recuerdos, envuelto
en conservadurismo, prejuicios, mitos, comodidad dependiente y autoengaño
nostálgico.
La esencia paradojal del
cambio
La rutina alienada por opción u omisión, cuando es hija del miedo al
cambio, tiene el rostro de un “dejá vu” tedioso, que a veces nos agobia, por
sospechar que nunca encontraremos el camino de salida para discontinuar la
frustrante monotonía, como la del laberinto temporal del film “El día de la
marmota”. Y lo patético es que en momentos de lucidez nos descubrimos temerosos,
-como mi abuela- porque sospechamos que no queremos, no podemos o no sabemos
cómo mudar aquel círculo vicioso en virtuoso.
Según el psicólogo Arnold
Beisser, el cambio desde lo personal a lo social se produce cuando uno acepta
salir de la “zona de confort sufriente”, para ser “lo que verdaderamente es”
(aunque antes no lo sepa o lo niegue, y por eso la frustración crónica), pero no
ocurre cuando alguien trata de “seguir siendo lo que no es” (aunque crea saberlo
de tanto ver la máscara). “Una
vez más -dirá el escritor murciano Andrés López
Alcantud- se trata de la persona y el personaje como eterno tema de quiénes somos
o podamos ser, de cómo no ´auto-asesinarse´
y entender qué pueda ser eso de ´aceptarse uno mismo´ y lograr, al
menos, cierto sosiego en esta vida, que no en la otra...”.
Para Sigmund Freud, la
resistencia y el miedo a los cambios refleja una identidad rígida e insegura,
relacionada por una parte con los “beneficios secundarios” del síntoma, que es
disfuncional en un plano pero funcional en el otro: me quejo conscientemente,
pero “me conviene” inconscientemente. Pero lo que en el sujeto es neurosis en
las sociedades es hipocresía: conflictuadas con su identidad y conflictivas en
sus costumbres, parecen no aceptar ni los síntomas ni los remedios, y suelen
reiterar comportamientos irracionales, “compulsión de repetición” que el
psicoanálisis liga a la teoría
metapsicológica de la “pulsión de muerte”.
De la simulación a la
autenticidad
Así, algunos sujetos al
igual que las sociedades inmaduras parecieran que “fracasan si triunfan”, (sic)
y se justifican culpando a otros de su propia impotencia, como parte de una
“simulación” que José Ingenieros
describió en “La simulación en la lucha por la vida”.
Pero las sociedades no son
homogéneas, tienen luces y sombras, que el recordado economista Tomás Bulat sintetizó esta
característica del “ser nacional” en su libro “Estamos como somos”. No es que
estemos mal y quejosos por lo que nos pasa, sino que ese estar es una
consecuencia de nuestro ser social simulador: “Estoy cansado -dice- de vivir
en una sociedad frustrada, que se queja y se queja, que no logra consolidar un
proyecto de cambio de país en el mediano plazo más acorde con lo que somos, y
no con lo que creemos que somos (…). El problema es que la realidad que vivimos
no se condice con los mitos en los que siempre creímos”. Tal vez por eso un
sector de la comunidad hace años reitera las mismas creencias ajadas a la
espera de resultados diferentes. Es que la inercia del prejuicio hace que lo esencial
sea invisible a lo inmediato. Y de esta manera mágica y determinista se piensa
“condenada al éxito que se merece” o a la “desgracia que no se merece”. Lo
cierto es que una comunidad no está condenada a nada, ni al éxito ni al
fracaso. Como no lo estaba mi abuela. Uno u otro serán producto del esfuerzo e
inteligencia de cada uno para cambiar o de la dejadez, complicidad y torpeza
para repetir costumbres insalubres.
Es la dialéctica que
resulta del encuentro entre libertad y responsabilidad. La unión proba o
nefasta entre el yo (social en este caso) y su circunstancia (histórica y
sociocultural para la ocasión) como quería Ortega y Gasset.
La idea que se deriva del decir
del filósofo, transpuesta a lo sociológico, apunta a reconocer los límites y las
contradicciones que existen dentro de cada uno a partir de buscar una autenticidad
armónica e integradora entre la impotencia y la omnipotencia, más aquí o más
allá de las resistencias reaccionarias a cambiar propias de los miedos, las
ignorancias y los prejuicios humanos. Así, -agrego- lograr una potencia capaz de
hacer que cambiemos nuestra “cultura-con-lo-otros”, una cultura pluralista
incluyente -conjunción antes que disyunción- en su sentido léxico,
antropológico e institucional, hacia la convergencia de objetivos comunes, el
trabajo en equipo y el reencuentro colaborativo, superando los relatos
exegéticos de confrontaciones estériles y dilemas antinómicos amañados propios
del sectario pensar demagógico. Algo que finalmente una gran parte de nuestra sociedad
parece empezar a valorar. También mi abuela.
………….
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