miércoles, 11 de noviembre de 2015

Costumbres de mi abuela

El cambio y sus avatares

         Costumbres de mi abuela

Por Alberto Farías Gramegna

“¡Como somos!..con tendencia al melodrama y a enredarnos en la trama por vivir en la ficción (…) cargar a voz en cuello y protestar bajito prefabricando mitos para poder vivir (…)”- Eladia Blázquez

Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo”- Julio Numhauser

Mi abuela solía decir que “el hombre es un animal de costumbre”. Y razón tenía: nunca se le hubiese ocurrido cambiar su rutina porque para ella era “natural”. A su manera la disfrutaba, pensando que allí afuera el mundo se había hecho peligroso y extraño a sus creencias, más aún a partir de su viudez. Aún cuando asomara la duda, el enojo o la queja, esa noria conductual era funcional, el mal menor que ocultaba su frustración y su miedo ante los deseos de una historia diferente a la que no se animó. “Nunca pude ser yo misma, siempre tratando de complacer a los demás, siempre haciendo lo mismo, ahora me doy cuenta que yo quería otra vida, más libre, pero por miedo o por ignorancia elegí la comodidad, la seguridad de la dependencia al riesgo de probar…y no fui feliz”, se confesó una vez emocionada, desmintiendo otra de sus resignadas frases: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Una síntesis perfecta que reflejaba la peculiar visión del país de sus recuerdos, envuelto en conservadurismo, prejuicios, mitos, comodidad dependiente y autoengaño nostálgico.

La esencia paradojal del cambio

La rutina alienada por opción u omisión, cuando es hija del miedo al cambio, tiene el rostro de un “dejá vu” tedioso, que a veces nos agobia, por sospechar que nunca encontraremos el camino de salida para discontinuar la frustrante monotonía, como la del laberinto temporal del film “El día de la marmota”. Y lo patético es que en momentos de lucidez nos descubrimos temerosos, -como mi abuela- porque sospechamos que no queremos, no podemos o no sabemos cómo mudar aquel círculo vicioso en virtuoso.
Según el psicólogo Arnold Beisser, el cambio desde lo personal a lo social se produce cuando uno acepta salir de la “zona de confort sufriente”, para ser “lo que verdaderamente es” (aunque antes no lo sepa o lo niegue, y por eso la frustración crónica), pero no ocurre cuando alguien trata de “seguir siendo lo que no es” (aunque crea saberlo de tanto ver la máscara). “Una vez más -dirá el escritor murciano Andrés López Alcantud-  se trata de la persona y el personaje como eterno tema de quiénes somos o podamos ser, de cómo no ´auto-asesinarse´  y entender qué pueda ser eso de ´aceptarse uno mismo´ y lograr, al menos, cierto sosiego en esta vida, que no en la otra...”.
Para Sigmund Freud, la resistencia y el miedo a los cambios refleja una identidad rígida e insegura, relacionada por una parte con los “beneficios secundarios” del síntoma, que es disfuncional en un plano pero funcional en el otro: me quejo conscientemente, pero “me conviene” inconscientemente. Pero lo que en el sujeto es neurosis en las sociedades es hipocresía: conflictuadas con su identidad y conflictivas en sus costumbres, parecen no aceptar ni los síntomas ni los remedios, y suelen reiterar comportamientos irracionales, “compulsión de repetición” que el psicoanálisis  liga a la teoría metapsicológica de la “pulsión de muerte”.

De la simulación a la autenticidad

Así, algunos sujetos al igual que las sociedades inmaduras parecieran que “fracasan si triunfan”, (sic) y se justifican culpando a otros de su propia impotencia, como parte de una “simulación” que José Ingenieros  describió en “La simulación en la lucha por la vida”. Pero las sociedades no son homogéneas, tienen luces y sombras, que el recordado economista Tomás Bulat sintetizó esta característica del “ser nacional” en su libro “Estamos como somos”. No es que estemos mal y quejosos por lo que nos pasa, sino que ese estar es una consecuencia de nuestro ser social simulador: “Estoy cansado -dice- de vivir en una sociedad frustrada, que se queja y se queja, que no logra consolidar un proyecto de cambio de país en el mediano plazo más acorde con lo que somos, y no con lo que creemos que somos (…). El problema es que la realidad que vivimos no se condice con los mitos en los que siempre creímos”. Tal vez por eso un sector de la comunidad hace años reitera las mismas creencias ajadas a la espera de resultados diferentes. Es que la inercia del prejuicio hace que lo esencial sea invisible a lo inmediato. Y de esta manera mágica y determinista se piensa “condenada al éxito que se merece” o a la “desgracia que no se merece”. Lo cierto es que una comunidad no está condenada a nada, ni al éxito ni al fracaso. Como no lo estaba mi abuela. Uno u otro serán producto del esfuerzo e inteligencia de cada uno para cambiar o de la dejadez, complicidad y torpeza para repetir costumbres insalubres.
Es la dialéctica que resulta del encuentro entre libertad y responsabilidad. La unión proba o nefasta entre el yo (social en este caso) y su circunstancia (histórica y sociocultural para la ocasión) como quería Ortega y Gasset. La idea que se deriva del decir del filósofo, transpuesta a lo sociológico, apunta a reconocer los límites y las contradicciones que existen dentro de cada uno a partir de buscar una autenticidad armónica e integradora entre la impotencia y la omnipotencia, más aquí o más allá de las resistencias reaccionarias a cambiar propias de los miedos, las ignorancias y los prejuicios humanos. Así, -agrego- lograr una potencia capaz de hacer que cambiemos nuestra “cultura-con-lo-otros”, una cultura pluralista incluyente -conjunción antes que disyunción- en su sentido léxico, antropológico e institucional, hacia la convergencia de objetivos comunes, el trabajo en equipo y el reencuentro colaborativo, superando los relatos exegéticos de confrontaciones estériles y dilemas antinómicos amañados propios del sectario pensar demagógico. Algo que finalmente una gran parte de nuestra sociedad parece empezar a valorar. También mi abuela.

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