miércoles, 18 de noviembre de 2015

Ahora la República

Sociedad e institucionalidad                                                                                                               
Ahora la República

Por Alberto Farías Gramegna


“La tarea del héroe y del político es la misma que la del artista: la instalación de un orden ideal que niega y modifica el real”- José Ortega y Gasset

"Sigan a las  ideas y no a los hombres que las mentan” - Raul Alfonsín
El título del artículo amerita varias preguntas: ¿por qué “ahora” la  República?, ¿acaso todos estos años, desde la recuperación de la democracia en 1983, no estábamos en ella?...pero ¿qué es una “república” moderna?, ¿qué relación hay entre república y democracia”?, ¿por qué aparece hoy entre nosotros el “republicanismo” como un valor a recuperar?.

Permítame el lector el prejuicio de dudar acerca del conocimiento y la asertividad del habitante medio para responder correctamente estas preguntas, que parecieran vinculadas solo a un formalismo jurídico-institucional y sin embargo expresan temas centrales que impactan en la calidad de la vida cotidiana del hombre de la calle. Aluden a la diferencia entre “pueblo” y “ciudadano”, el uno como noción abstracta donde el sujeto desaparece indiferenciado, disuelto en masa; el otro como concepto concreto de la individualidad consciente del individuo, sujeto de derechos y deberes.
El “pueblo” puede incluirse en un régimen electivo democrático (demos: pueblo; kratos: poder) y suele ser objeto (nunca sujeto) de la demagogia de los populismos variopintos.
El “ciudadano”, en cambio, siempre es sujeto a y de derecho, con arreglo al sistema republicano de gobierno, cualquiera sea las variantes constitucionales específicas que regulen las características de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. La “república” (res: cosa o asunto; publico, populus) tal como la pensó Montesquieu en “El espíritu de la leyes” implica la división de poderes relativamente independientes que se controlan y regulan entre sí.
La Constitución que nos rige (con espíritu de origen “liberal”, bella y potente palabra injusta e torpemente bastardeada por ignorancia o maledicencia), -en todo compatible con la idea de progreso, tan cara al “progresismo” real- en su artículo primero afirma que “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal…”. Esto es que el pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes elegidos por el voto universal, secreto y obligatorio. Más modernamente se han incluido  instrumentos de consulta como “el plebiscito” y el “referendum”. La alusion a lo republicano define , reitero, la existencia de tres poderes, de los cuales solo dos son electivos. El judicial, por razones de obvia necesidad de independencia respecto de la opinion política del electorado, no podría serlo. Y finalmente organización federal implica autonomía política local, al tiempo que participación de los recursos de la renta nacional. Todo esto constituye el nodo institucional de una sociedad que los regímenes populistas surgidos del voto popular no respetan, destruyendolo lentamente de manera discrecional y perversa.

Dura lex, sed lex

“Dentro de la Ley todo, fuera de la Ley nada”. Impecable propuesta que pocos se atreverían a criticar. Aserto políticamente correcto, que sin embargo ha sido una y otra vez desestimado por la dirigencia populista  que nos ha tocado padecer e ignorado o poco valorado  por gran parte de nuestra sociedad, poco instruida cívicamente y en mucho encandilada con los liderazgos mesiánicos corporativos desde los inicios de la década del 30 del siglo pasado, que le prometían “pan y circo” y finamente solo circo y poco pan.
La frase fue instalado en el folklore político vernáculo -paradójicamente como parte del primigenio relato populista- por el controvertido Juan Perón, pero su origen se halla oculto y lejano, allá en la Italia dictatorial fascista y deriva metamorfoseada, casi irreconocible, de otra propositiva en  apariencia diferente: “Todo para el Estado, todo por el Estado, nada fuera del Estado”, vociferaba Benito Mussolini. Pero cuando la Ley sucumbe a los caprichos e intereses personales y el Estado se confunde con el gobernante, ambas frases se acercan en su significación última: demagogia autoritaria y paternalismo político. “L'État, c'est moi”, habría dicho Luis XIV. Lo cierto es que para el “Rey Sol” la Ley, el Estado y su persona, se confundían con frecuencia.

Poder y corrupción

La Historia –nos dece Vico- tiene casi siempre un “corsi e ricorsi”, y esa recurrencia enseña que cuando el arco de la Ley y la cancha de la Constitución se mueven según soplen los vientos a favor o en contra de la conveniencia del poder de turno y sus acólitos circunstanciales, nada bueno depara para la salud de la una república democrática.
El Estado de Derecho se debilita  siempre que el Poder intenta reemplazar la interacción reguladora y limitante de los poderes institucionales. Sin reglas no hay deporte y sin deporte no hay partido. Sin Ley no hay República y sin República no hay Democracia genuina. Existe una dialéctica de proporción inversa entre la delegación del poder y la instauración de la ley en el marco de una sociedad de derecho: cuanto más Poder Unilateral, menos vigencia de los “poderes” institucionales que provee y prevé la Constitución (lo común consensuado: co-instituir). Tal como nos recuerda Lord Acton, el poder absoluto corrompe absolutamente.
Al revés, cuanto más Ley (con  mayúscula) menos “seudo-leyes” amañadas al uso del Poder de turno y los intereses particulares. En este sentido la sociología maneja un concepto muy interesante para comprender la naturaleza del enroque entre poder, institucionalidad, legalidad e intereses personales, el de  “discrecionalidad”: esto es la potestad gubernativa en las funciones de su competencia que no están regladas. Es decir, hay una franja gris de posibilidades que dependen de mi moral y mi honestidad para acomodar o no las cosas, de tal suerte que en el primer caso, sin aparecer transgrediendo sin embargo transgredo con intencionalidad no confesada.
Es común que los hombres, más allá de sus convicciones y buenas ideas, terminen siendo prisioneros y esclavos de sus impulsos básicos, creencias y deseos narcisistas. De ahí la importancia de la conciencia ciudadana, que al iluminar estas debilidades, permite participar, discutir, coincidir, disentir, sumar, pero todo dentro de la Ley. Por eso, ahora la República.



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