por
Alberto Farias Gramegna
“Si la
realidad no coincide con mis palabras, peor para la realidad” – ironía de John Locke
Necio
(lat. nescius, de nescire, ignorar) es el que ignora e ignora que ignora, por
lo que no puede escapar a su pre-juicio que se muestra absurdo y refractario a
la mirada de terceros que no tienen esa limitación perceptiva. Cuando la
cultura de una comunidad está atravesada por esa doble ignorancia, esa cultura
esta en problemas, porque -va de suyo- nada se puede conocer de alguna cosa
cuya existencia se ignora. Los necios son personas tozudas que desconocen la causalidad y la
contingencia. Su curiosa lógica procede de una mirada caprichosa y obcecada del
mundo. La necedad se parece bastante al ideologismo de cerril espíritu
despótico. Los necios se conjuran contra el sentido común más por omisión
defensiva que por acción intencionada: frente a la necesidad de sensatez, el
necio responde con el sentimiento de la fe que solo da el egotismo.
La sociedad de los necios
Las
sociedades que padecen el mal crónico de la “necedad cultural” manifiestan una
constelación de síntomas recurrentes: incapacidad para el trabajo colaborativo,
individualismo autodestructivo, prejuicios de lesa ignorancia, permanente
antinomia y discordia entre unos y
otros, dualidad amigo-enemigo con espíritu sectario, discrecionalidad, simulación
social, autoengaño, adolescente ideologización de todo, espíritu de facción
corporativa, obsecuencia rayana en el servilismo mental al líder de turno,
imprevisión crónica, pensamiento mágico
infantil de la espera del mesías salvador, dependencia mental de la acción del Estado,
abandono de la cultura del trabajo y elogio insensato de la misma necedad,
causante de aquellos males. Es
que nos parecemos al lugar donde vivimos y este se dibuja con arreglo a la manera
en que la gente ve el mundo.
Esas
lacras actitudinales sintomáticas, crecen en el comportamiento colectivo a la
sombra de una “sociedad de la pelea”, antinómica, antagónica, esencialmente
ambigua -cuando no perversa y anómica- en sus códigos morales y alentada por
diferentes escenarios históricos y desiguales discursos ideológicos, aunque
coincidentes en su formato de aplicación: el intento recurrente del control y
dominio del pensamiento del otro con fines oportunistas tanto económicos como
culturales.
En
este aspecto, “los daños que resultan de la violencia individual -nos advierte
A. Kloester- son insignificantes en relación con las orgías de destrucción
resultantes de la adhesión y el abandono a las ideologías colectivas que
trascienden al individuo”.
Elogio de la vida
En
su “Stultitiae Laus”, equívocamente llamado Elogio de la locura, Erasmo de
Roterdam desafía la rigidez de la oscura seriedad del
catolicismo medioeval para ensalzar la “locura” de la vida con pasión además de la mera razón, como una
especie de juego donde cada cual como un actor aparece en el escenario social
con su propia máscara representado el papel de personaje que en parte ha
elegido. Las posturas dogmáticas sin embargo, en lugar de tomar al hombre como
es, “loco”, finito, carente, potente, sugestionable, místico, racional,
amoroso, perverso, destructivo, solidario, contradictorio, diverso, creativo y en
fin lo que realmente importa, ¡perfectible! , se pretende que negando su
derecho y circunstancia “de ser tal como es” y obligándolo a ser diferente a sí
mismo,
-enfatizando
solo la “condición” que señalaba Malraux, pero ignorando la “naturaleza”
humana- para clonarse a un modelo presuntamente “perfecto” e irreal, producto
de un relato prototípico alucinado, se
obtendrá un androide obediente en una nueva sociedad idealmente atroz, como la
que describen magistralmente Aldous Huxley
en “Un mundo feliz” , George Orwell en “1984” o Ray Bradbury en “Farenheit 451”. Existir en cambio es
insistir en sostener al mundo percibido con la posibilidad de nombrarlo con las
propias palabras, tal como quería el existencialismo sartreano, y no con las
ajenas. Para Jean Paul Sartre la existencia humana
se concibe como existencia consciente.
El ser del hombre se distingue del no ser de la cosa porque el ser es consciente.
Entonces existir es salirse de las cosas para no ser una más y poder
dejar de ser objeto hablado desde el otro del discurso del poder para ser
sujeto parlante de conciencia propia. Ser “para sí” antes que “en si” adicto a
la masa o la secta.
Pienso, luego soy
La célebre expresión idealista cartesiana “ego cogito ergo sun” (pienso, luego soy) tenía por objeto romper
la lógica medieval donde imperaba la certeza del poder de la tradición y el
determinismo. Descartes no renunciaba a Dios, -a su manera retomaba difusa e
implícitamente el mito original del libre albedrío humano sujeto a la mirada
trascendente del Creador- pero invertía
la lógica de la razón feudal privilegiando la autoconciencia del sujeto sobre
la acción refleja de quien hasta entonces existía como siervo pensado desde el
poder del señor de la gleba y del púlpito eclesial. Y esto en el marco
histórico del advenimiento de la pujante burguesía industriosa , impulsora del
renacentismo iluminista que introducía la lógica de la objeción, la causalidad,
la pluralidad y la racionalidad alejada del dogma. Racionalidad crítica desafiante
de las personalidades de creencias dogmáticas en seudo-ideologías totalitarias,
que en nombre de “la causa” refuerzan su necesidad de control del pensamiento
ajeno y castigo a la trasgresión de la fe maniquea en la sagrada unanimidad de
voluntades.
Descartes, por lo contrario, proponía una idea revulsiva: de todo era
posible dudar... ¡menos del propio pensamiento que dudaba! Lo seguro era el
sujeto pensante y racional diferente a la certeza del orden existente vinculado
a la tierra y la religión. Se reposicionaba al individuo del burgo como centro
del universo humano abriendo las puertas al pensamiento relativista moderno: un elogio de la razón y la
libertad de la existencia en lugar del triste elogio cultural de la necedad.
http://afcrrhh.blogspot.com.es/
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