miércoles, 30 de septiembre de 2015

Contra el elogio de la necedad

Contra el elogio de la necedad
por Alberto Farias Gramegna



Si la realidad no coincide con mis palabras, peor para la realidad” – ironía  de John Locke

Necio (lat. nescius, de nescire, ignorar) es el que ignora e ignora que ignora, por lo que no puede escapar a su pre-juicio que se muestra absurdo y refractario a la mirada de terceros que no tienen esa limitación perceptiva. Cuando la cultura de una comunidad está atravesada por esa doble ignorancia, esa cultura esta en problemas, porque -va de suyo- nada se puede conocer de alguna cosa cuya existencia se ignora. Los necios son personas tozudas  que desconocen la causalidad y la contingencia. Su curiosa lógica procede de una mirada caprichosa y obcecada del mundo. La necedad se parece bastante al ideologismo de cerril espíritu despótico. Los necios se conjuran contra el sentido común más por omisión defensiva que por acción intencionada: frente a la necesidad de sensatez, el necio responde con el sentimiento de la fe que solo da el egotismo.

La sociedad de los necios

Las sociedades que padecen el mal crónico de la “necedad cultural” manifiestan una constelación de síntomas recurrentes: incapacidad para el trabajo colaborativo, individualismo autodestructivo, prejuicios de lesa ignorancia, permanente antinomia y discordia  entre unos y otros, dualidad amigo-enemigo con espíritu sectario, discrecionalidad, simulación social, autoengaño, adolescente ideologización de todo, espíritu de facción corporativa, obsecuencia rayana en el servilismo mental al líder de turno, imprevisión crónica,  pensamiento mágico infantil de la espera del mesías salvador, dependencia mental de la acción del Estado, abandono de la cultura del trabajo y elogio insensato de la misma necedad, causante de aquellos males. Es que nos parecemos al lugar donde vivimos y este se dibuja con arreglo a la manera en que la gente ve el mundo.
Esas lacras actitudinales sintomáticas, crecen en el comportamiento colectivo a la sombra de una “sociedad de la pelea”, antinómica, antagónica, esencialmente ambigua -cuando no perversa y anómica- en sus códigos morales y alentada por diferentes escenarios históricos y desiguales discursos ideológicos, aunque coincidentes en su formato de aplicación: el intento recurrente del control y dominio del pensamiento del otro con fines oportunistas tanto económicos como culturales.
En este aspecto, “los daños que resultan de la violencia individual -nos advierte A. Kloester- son insignificantes en relación con las orgías de destrucción resultantes de la adhesión y el abandono a las ideologías colectivas que trascienden al individuo”.

Elogio de la vida

En su “Stultitiae Laus”, equívocamente llamado Elogio de la locura, Erasmo de Roterdam  desafía  la rigidez de la oscura seriedad del catolicismo medioeval para ensalzar la “locura” de la vida  con pasión además de la mera razón, como una especie de juego donde cada cual como un actor aparece en el escenario social con su propia máscara representado el papel de personaje que en parte ha elegido. Las posturas dogmáticas sin embargo, en lugar de tomar al hombre como es, “loco”, finito, carente, potente, sugestionable, místico, racional, amoroso, perverso, destructivo, solidario, contradictorio, diverso, creativo y en fin lo que realmente importa, ¡perfectible! , se pretende que negando su derecho y circunstancia “de ser tal como es” y obligándolo a ser diferente a sí mismo,  
-enfatizando solo la “condición” que señalaba Malraux, pero ignorando la “naturaleza” humana- para clonarse a un modelo presuntamente “perfecto” e irreal, producto de un  relato prototípico alucinado, se obtendrá un androide obediente en una nueva sociedad idealmente atroz, como la que describen magistralmente  Aldous Huxley en “Un mundo feliz” , George Orwell en “1984” o Ray Bradbury en  “Farenheit 451”. Existir en cambio es insistir en sostener al mundo percibido con la posibilidad de nombrarlo con las propias palabras, tal como quería el existencialismo sartreano, y no con las ajenas. Para Jean Paul Sartre  la existencia humana se concibe como existencia consciente. El ser del hombre se distingue del no ser de la cosa porque el ser es consciente. Entonces existir es salirse de las cosas para no ser una más y poder dejar de ser objeto hablado desde el otro del discurso del poder para ser sujeto parlante de conciencia propia. Ser “para sí” antes que “en si” adicto a la masa o la secta.

Pienso, luego soy

La célebre expresión idealista cartesiana “ego cogito ergo sun”  (pienso, luego soy) tenía por objeto romper la lógica medieval donde imperaba la certeza del poder de la tradición y el determinismo. Descartes no renunciaba a Dios, -a su manera retomaba difusa e implícitamente el mito original del libre albedrío humano sujeto a la mirada trascendente del Creador-  pero invertía la lógica de la razón feudal privilegiando la autoconciencia del sujeto sobre la acción refleja de quien hasta entonces existía como siervo pensado desde el poder del señor de la gleba y del púlpito eclesial. Y esto en el marco histórico del advenimiento de la pujante burguesía industriosa , impulsora del renacentismo iluminista que introducía la lógica de la objeción, la causalidad, la pluralidad y la racionalidad alejada del dogma. Racionalidad crítica desafiante de las personalidades de creencias dogmáticas en seudo-ideologías totalitarias, que en nombre de “la causa” refuerzan su necesidad de control del pensamiento ajeno y castigo a la trasgresión de la fe maniquea en la sagrada unanimidad de voluntades.
Descartes, por lo contrario, proponía una idea revulsiva: de todo era posible dudar... ¡menos del propio pensamiento que dudaba! Lo seguro era el sujeto pensante y racional diferente a la certeza del orden existente vinculado a la tierra y la religión. Se reposicionaba al individuo del burgo como centro del universo humano abriendo las puertas al pensamiento relativista  moderno: un elogio de la razón y la libertad de la existencia en lugar del triste elogio cultural de la necedad.

http://afcrrhh.blogspot.com.es/



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