jueves, 18 de junio de 2015

El socio del silencio

El socio del silencio
(el miedo y la palabra)
por Alberto Farias Gramegna

Publicado en el diario La Capital de Mar del Plata , el  17/06/2015
“Cuando sienta miedo del silencio, cuando cueste mantenerse en pié” - Resistiré/Duo Dinámico

El miedo puede hacernos gritar o dejarnos mudos. Enfurecernos para controlarlo y someterlo o angustiarnos hasta la negación de la realidad. El miedo es el argumento de la razón pero también  la prisión del corazón. La furia, su libertador cuando todo se da por perdido. El miedo es siempre una respuesta a una amenaza real o imaginada (física, psicológica, social: enfermedad, inseguridad, exclusión, desempleo, anomia cultural, desamparo afectivo, etc.). Es constitutivo de lo humano tanto como la palabra, y por eso mismo uno y otra  pueden ser, según las circunstancias, la mejor o la peor respuesta ante la realidad externa e interna, es decir ante lo objetivo y la subjetividad que su percepción conlleva.
En el animal humano el decir de la palabra es conjura de soledades y garantía de trascendencia. El miedo, en cambio, siempre es individual y resulta en un complejo de mixtura socio-bio-psicológica, expresión de la condición de criaturas culturales, incompletas, falibles y vulnerables, pero también de nuestra necesidad saludable de ser reconocidos y aceptados socialmente.

El hombre normal

El “hombre normal” es expresión de la norma estadística.  Si acaso esa norma social -que tiene siempre implícitos efectos normativos- muda en sus valores morales, por ley la mayoría de los sujetos de esa sociedad tenderán a adaptarse acrítica y dramáticamente a esa nueva escala axiológica para no quedar afuera del rebaño. Los sociólogos lo llaman “temor al desvío de la media sociogrupal”. Ese corrimiento hacia la mayoría es silente, es decir “de eso no se habla”, pues es más fácil ir con la corriente que contra ella, como nos muestra “Un enemigo del pueblo” el clásico de Ibsen, aunque al final prevalece el apotegma machadiano: “La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”. Así las cosas, el miedo como negación de la palabra es en principio miedo a hablar de los miedos (a perder las prebendas, a la incertidumbre, etc.) y por tanto se instala en el sujeto como un socio del silencio, efector potente de alienación social, que si concurren contextos socio-políticos facilitadores puede llegar a la deshumanización, a la indiferencia necia hacia el semejante y a la parálisis personal. El psicólogo social  Phillips Zimbardo analizando el poder de las situaciones, nos recuerda que en nombre del miedo cuando domina una ideología totalitaria  -a la que se puede adherir también  por miedo-  se llega a obedecer órdenes indignas, vender el alma y  denigrar o torturar a un semejante sin siquiera conocerlo, porque a veces la razón provoca más miedo que la irracional ilusión.
Nacemos desnudos y libres, pero carentes, física y emocionalmente dependientes, y luego al socializarnos la misma libertad nos da miedo, tal como demostró Erik Fromm en “El miedo a la libertad”. Es la lucha del hombre por ser él mismo, con su identidad libérrima por sobre los temores adocenados, las mediocridades de una sociedad oportunista y necia como la nuestra que presume de  “políticamente correcta” mientras aplaude las identidades corporativas, los fanatismos y los populismos que buscan el dominio sobre la vida de los otros. Las ingenierías  sociales de control y uniformidad de pensamiento único al estilo de la “Naranja Mecánica” terminan siempre de manera atroz.  Libertad, diversidad, razón y salud mental son inseparables e incompatibles con los dogmas.

Una sociedad amordazada

La argentina es hoy una sociedad triplemente amordazada: por anónima, (el habitante no se asume como ciudadano), por  anémica (el colapso de la institucionalidad) y  por anómica (la crisis de normas y valores morales positivos). Por décadas construida (o mejor dicho destruida) sobre un conjunto de facilismos demagógicos perversos, miedos colectivos, mitos persistentes, oquedades ideológicas, mentiras cotidianas, crímenes oscuros y silencios complacientes, carece hoy de fortaleza institucional republicana y esperanzas racionales a partir de proyectos políticos sustentables y duraderos. Inmadura y poco afecta al respeto a la Ley, siempre ha elegido fascinarse con mitos edificados sobre estilos autoritarios, paternalistas y hoy parece enamorada del populismo circense. En todas las épocas hubo, hay y habrá quienes son adictos a “seudo-verdades” ilusorias, cuyas palabras vacías solo denotan consignas emocionales, pero no connotan  esencias verosímiles perdurables: son los ideólogos “a la violeta”, hipócritas conversos por miserables conveniencias o analfabetos políticos vergonzantes. Luego están los fanáticos violentos, imberbes neuronales, que pretenden imponer aquellas consignas yendo por todo y por todos, elevándolas a la categoría de cruzada universal de los justos, como si los gobernados fueran todos zombies de obediencia debida. Aunque en ocasiones parecen serlo, más por omisión interesada cercana a la laxitud moral cómplice que por acción doctrinal convincente. Es que aquellos y estos, gobernantes y gobernados, parlantes y silentes, forman parte de un todo patético y perverso, cuyo denominador común es el pragmatismo moral, el oportunismo a ultranza. La Ley ha sido reemplazada por un “toma y daca” donde todo vale si satisface una necesidad inmediata. La consecuencia es la actual anomia social generalizada, donde las palabras son “seudo-palabras”,  porque  -como decía Humpty Dumpty- significan  cualquier cosa que quiera el que manda desafiando la idea misma de realidad desplazada por un imaginario  relato. Al naturalizar lo absurdo contingente se instala un “realismo mágico” que como prejuicio impide pensar la posibilidad de cambiar por algo diferente, de reinventarse culturalmente, de construir una Política digna de ese nombre, porque aquella creencia de imposibilidad de ser diferentes, finalmente  resulta funcional a lo no dicho: resistencia al cambio y temor al desafío de salir de la “zona de confort mediocre y masoquista”, -por el “beneficio” derivado que se obtiene, pero también por la inercia mental de mantenerse allí- lo  que una y otra vez  hace que algo cambie para que nada cambie. ¿En las próximas elecciones generales las mayorías vencerán aquellos prejuicios deterministas, o una vez más seguirán  pagando el precio exigido por el miedo al cambio, ese persistente y siniestro socio del silencio?

(c) by afcRRHH 2015


   


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