(el miedo y la
palabra)
por Alberto Farias Gramegna
Publicado en el diario La Capital de Mar del Plata , el 17/06/2015
“Cuando sienta miedo del silencio, cuando cueste
mantenerse en pié” - Resistiré/Duo Dinámico
El miedo puede hacernos gritar o dejarnos mudos. Enfurecernos
para controlarlo y someterlo o angustiarnos hasta la negación de la realidad. El
miedo es el argumento de la razón pero también la prisión del corazón. La furia, su
libertador cuando todo se da por perdido. El miedo es siempre una respuesta a
una amenaza real o imaginada (física, psicológica, social: enfermedad,
inseguridad, exclusión, desempleo, anomia cultural, desamparo afectivo, etc.). Es
constitutivo de lo humano tanto como la palabra, y por eso mismo uno y otra pueden ser, según las circunstancias, la mejor
o la peor respuesta ante la realidad externa e interna, es decir ante lo
objetivo y la subjetividad que su percepción conlleva.
En el animal humano el decir de la palabra es
conjura de soledades y garantía de trascendencia. El miedo, en cambio, siempre es
individual y resulta en un complejo de mixtura socio-bio-psicológica, expresión
de la condición de criaturas culturales, incompletas, falibles y vulnerables,
pero también de nuestra necesidad saludable de ser reconocidos y aceptados
socialmente.
El
hombre normal
El “hombre normal” es expresión de la norma
estadística. Si acaso esa norma social
-que tiene siempre implícitos efectos normativos- muda en sus valores morales,
por ley la mayoría de los sujetos de esa sociedad tenderán a adaptarse acrítica
y dramáticamente a esa nueva escala axiológica para no quedar afuera del
rebaño. Los sociólogos lo llaman “temor al desvío de la media sociogrupal”. Ese
corrimiento hacia la mayoría es silente, es decir “de eso no se habla”, pues es
más fácil ir con la corriente que contra ella, como nos muestra “Un enemigo del
pueblo” el clásico de Ibsen, aunque al final prevalece el apotegma machadiano:
“La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”. Así las cosas, el
miedo como negación de la palabra es en principio miedo a hablar de los miedos (a
perder las prebendas, a la incertidumbre, etc.) y por tanto se instala en el
sujeto como un socio del silencio, efector potente de alienación social, que si
concurren contextos socio-políticos facilitadores puede llegar a la deshumanización,
a la indiferencia necia hacia el semejante y a la parálisis personal. El
psicólogo social Phillips Zimbardo analizando
el poder de las situaciones, nos recuerda que en nombre del miedo cuando domina
una ideología totalitaria -a la que se
puede adherir también por miedo- se llega a obedecer órdenes indignas, vender
el alma y denigrar o torturar a un semejante
sin siquiera conocerlo, porque a veces la razón provoca más miedo que la
irracional ilusión.
Nacemos desnudos y libres, pero carentes, física y
emocionalmente dependientes, y luego al socializarnos la misma libertad nos da
miedo, tal como demostró Erik Fromm en “El miedo a la libertad”. Es
la lucha del hombre por ser él mismo, con su identidad libérrima por sobre los
temores adocenados, las mediocridades de una sociedad oportunista y necia como
la nuestra que presume de “políticamente
correcta” mientras aplaude las identidades corporativas, los fanatismos y los
populismos que buscan el dominio sobre la vida de los otros. Las ingenierías sociales de control y uniformidad de
pensamiento único al estilo de la “Naranja Mecánica” terminan siempre de manera
atroz. Libertad, diversidad, razón y
salud mental son inseparables e incompatibles con los dogmas.
Una
sociedad amordazada
La argentina es hoy una sociedad triplemente
amordazada: por anónima, (el habitante no se asume como ciudadano), por anémica (el colapso de la institucionalidad) y
por anómica (la crisis de normas y
valores morales positivos). Por décadas construida (o mejor dicho destruida) sobre
un conjunto de facilismos demagógicos perversos, miedos colectivos, mitos
persistentes, oquedades ideológicas, mentiras cotidianas, crímenes oscuros y
silencios complacientes, carece hoy de fortaleza institucional republicana y esperanzas
racionales a partir de proyectos políticos sustentables y duraderos. Inmadura y
poco afecta al respeto a la Ley, siempre ha elegido fascinarse con mitos
edificados sobre estilos autoritarios, paternalistas y hoy parece enamorada del
populismo circense. En todas las épocas hubo, hay y habrá quienes son adictos a
“seudo-verdades” ilusorias, cuyas palabras vacías solo denotan consignas emocionales,
pero no connotan esencias verosímiles
perdurables: son los ideólogos “a la violeta”, hipócritas conversos por
miserables conveniencias o analfabetos políticos vergonzantes. Luego están los
fanáticos violentos, imberbes neuronales, que pretenden imponer aquellas
consignas yendo por todo y por todos, elevándolas a la categoría de cruzada
universal de los justos, como si los gobernados fueran todos zombies de
obediencia debida. Aunque en ocasiones parecen serlo, más por omisión
interesada cercana a la laxitud moral cómplice que por acción doctrinal convincente.
Es que aquellos y estos, gobernantes y gobernados, parlantes y silentes, forman
parte de un todo patético y perverso, cuyo denominador común es el pragmatismo
moral, el oportunismo a ultranza. La Ley ha sido reemplazada por un “toma y
daca” donde todo vale si satisface una necesidad inmediata. La consecuencia es
la actual anomia social generalizada, donde las palabras son “seudo-palabras”, porque -como decía Humpty Dumpty-
significan cualquier cosa que quiera el
que manda desafiando la idea misma de realidad desplazada por un imaginario relato. Al naturalizar lo absurdo contingente
se instala un “realismo mágico” que como prejuicio impide pensar la posibilidad
de cambiar por algo diferente, de reinventarse culturalmente, de construir una
Política digna de ese nombre, porque aquella creencia de imposibilidad de ser
diferentes, finalmente resulta funcional
a lo no dicho: resistencia al cambio y temor al desafío de salir de la “zona de
confort mediocre y masoquista”, -por el “beneficio” derivado que se obtiene,
pero también por la inercia mental de mantenerse allí- lo que una y otra vez hace que algo cambie para que nada cambie. ¿En
las próximas elecciones generales las mayorías vencerán aquellos prejuicios
deterministas, o una vez más seguirán pagando
el precio exigido por el miedo al cambio, ese persistente y siniestro socio del
silencio?
(c) by afcRRHH 2015
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