(la persona y sus personajes)
Por Alberto Farías Gramegna
“(…) Somos una sombra que espera su turno tras el decorado,
sólo para salir un breve momento a escena, decir nuestra parte y desaparecer...
" - Shakespeare, en Macbeth
El mundo es un escenario donde todos actuamos personajes encarnando nuestros roles,
desde los familiares hasta los socio-laborales. Ellos nos definen, nos orientan,
nos limitan y nos sujetan a las tareas prescriptas y esperadas: que el profesor
en el aula enseñe, que el padre en la casa oriente, contenga y proteja, que el
actor en las tablas simule el personaje con arreglo al parlamento que indica el
guión de la obra, pero sin dejar de ser él mismo cuando termine de actuar. A
esto se le llama “expectativa de rol”. El rol es una función operativa
sostenido en el perfil de un personaje inherente y tiende a iniciar, mantener y
concluir una tarea, una actividad cuya centralidad es interactiva, ya que todo
rol implica por defecto un contra-rol: no se ejerce la paternidad sin hijo, no
se ejerce de profesor sin estudiante, no se ejerce como médico sin paciente, no
hay agente sin cliente.
Así en la vida como en el teatro
Pero
aquí debemos diferenciar al “personaje social” del “personaje teatral”, a la
persona que actúa el personaje de sí mismo de la del actor que actúa los
personajes de otras personas. Son dos formatos completamente diferentes en su
dimensión biunívoca de realidad-ficción y su elemento diferenciador nodal es la
variable “identidad”. El personaje social se articula con la persona que lo
actúa sesgando y modelando su identidad, en tanto que el personaje del rol teatral
es solo una simulación consensuada que no altera la identidad del actor, salvo
que se obsesionara patológicamente con su personaje creyendo ser lo que solo es
un disfraz artístico. El rol del
personaje social es muy diferente: Un profesor no lo es sólo por dar clase,
sino porque su formación, su visión, su misión y su percepción inciden
notablemente en la construcción de su ser: su hacer pedagógico condiciona al
ser de identidad. En tanto el “hacer” del actor teatral es precisamente actuar
simulando identidades ajenas, su ser no se modifica en dirección de esas
identidades ficcionadas, sino que se consolida en torno a su identidad
artística del que sabe representar terceridades. Actúa un “como si” del
personaje, sin alterar su identidad como persona. Simula ser un rey o un herrero, pero no es ninguna de
ambas cosas, solo imposta “conductas guionadas” que aluden a esos
comportamientos de rol.
Identidad
y personaje de rol
¿Por qué insisto en este punto diferenciador entre el
personaje socio-laboral y el personaje encarnado? Porque esta diferencia
ilumina la clave de la teoría del rol, tal como yo la veo: una parte importante
de la identidad personal está condicionada por el personaje que determina el
rol. Y una parte central del comportamiento contingente de las personas debe
entenderse en el contexto de las expectativas de rol de los demás y de las
demandas de la organización que contiene y define los puestos que deberán
ocupar las personas “actuando” roles propios de cada personaje: maestro,
albañil, gerente, policía, vendedor, padre, tío o abuelo. ¿Pero...y entonces
que lugar ocupa la personalidad en este modelo de interpretación del
comportamiento situado?. La personalidad sesga
y perfila una parte del rol, es decir lo hace más o menos flexible a las
exigencias de la situación: se puede atender correctamente a un cliente siendo más
o menos expresivo, más o menos simpático, más o menos operativo, etc.
Simulación y competencia
En
“La simulación en la lucha por la vida”, José Ingenieros muestra las diferentes
clases de “simulación” del hombre y los organismos para adaptarse a su medio.
El proceso adaptativo implica “ser competentes para competir”, orientados a
obtener una cada vez mejor performance de calidad. Competir -además de tener la
necesaria “competencia de rol”- es cotejarse con otros actores sociales
aceptando las reglas del juego que prescriben el rol de cada personaje y que le
dan sentido a la convivencia en la diversidad de expresiones. Es exponerse profesional
y humanamente a la valoración del otro, permitiendo que ese otro pueda señalarme como el preferido
o el postergado. Es entonces el respeto a la libertad soberana del otro ante la
oferta de mi propia excelencia. Sin competencia no hay otro, no hay opción ni
elector, ni posibilidad de valoración legítima. Ningún atleta será consagrado
“el mejor” si corre solo. Ninguna sociedad crece en calidad y productividad sin
competencia. Las experiencias históricas de los siniestros regímenes autoritarios
que disolvieron la competencia, lograron también disolver la voluntad de
superación del hombre y mataron la ambición de mejorar en medio de una masa
amorfa de mediocres estatalizados. El miedo a exponer nuestras “competencias” personales y
profesionales, por temor a mostrar nuestras posibles debilidades, hace que
renunciemos también a mostrar nuestras importantes fortalezas. El temor a
descubrir nuestros defectos (y poder superarlos) nos aleja de enorgullecernos
por nuestras virtudes, que a veces ni siquiera conocemos. El miedo a competir
es propio del hombre mediocre que lúcidamente describe Ingenieros. Es en suma el
miedo a la libertad al que se refería Erich Frömm. En síntesis, el miedo a
ganar o perder con lo mejor de nuestra capacidad, valores y esfuerzo vital, nos
conduce otra vez a una de las problemáticas más apasionantes de la psicología
individual y social: la inextricable y compleja relación entre sometimiento y
libertad. La competencia implica el desafío de ganar o perder, oportunidades y
también riesgos de fracaso. En el resbaladizo terreno de las neurosis y sociópatas,
Sigmund Freud escribió un largo artículo ocupándose de la aparente paradoja de
“los que fracasan al triunfar”. Como ha dicho acertadamente el periodista Jorge
Lanata, lejos de cualquier ánimo teórico y más bien cerca de la intuición sensata
de la vida cotidiana: “Mucha gente no tiene éxito porque no se anima a
fracasar”. Secundamos con firmeza esa afirmación.
(c) by afc 2015
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