jueves, 12 de febrero de 2015

El día que Alberdi lloró...

El día que Alberdi lloro
(versión ampliada para el blog)
por Alberto Farias Gramegna


“Nos encontramos tantas veces en complicados cruces que nos llevan a otros cruces, siempre a laberintos más fantásticos. De alguna manera tenemos que escoger un camino.”-  Luis Buñuel


“El Gobierno es una necesidad de civilización, porque es instituido para dar a cada gobernado la seguridad de su vida y de su propiedad. Esta seguridad se llama y es la libertad.”- JB Alberdi

Juan Bautista Alberdi nació  con la Revolución de Mayo, en 1810 y murió en 1884, cuando una joven Argentina entusiasta, de arrollador espíritu moderno y progresista prometía ser una de las naciones más importantes del mundo, no solo por sus recursos naturales y humanos, sino por la cultura de sus dirigentes, sus ideales humanistas, sus nacientes instituciones republicanas, aunque a la sazón imperfectas respecto a la extensión plena de una democracia electiva que llegaría unos años más tarde entrado el siglo XX con el voto secreto y universal que alcanzó su clímax con el derecho al sufragio de la mujer, iniciados los años 40, con la llegada al poder de las ideas “movimientistas” de masas. 

Aquel país de fines del siglo XIX, era contemporáneo de un mundo occidental inquieto con la Comuna de París y los escritos de Marx junto a los de Adams Smith, al tiempo que las caravanas de colonos marchaban con la cruz y el Winchester a fundar los pueblos del oeste estadounidense y en estas pampas ralas del sur se verificaba el avance de los fortines más allá del río Colorado confrontando entre Remington y lanzas, con las naciones silvestres originarias. Aquel país del ferrocarril cuyos rieles arborescentes se dirigían a los más remotos confines con la velocidad del agua derramada desde lo que Martínez Estrada llamaría “la cabeza de Goliat”, era también el país de la educación pública masiva con la que Sarmiento buscaba educar al soberano para hacerlo un pueblo culto, industrioso y libre, que superara la barbarie no comiéndose al caníbal sino cambiándole la dieta. Ese país desatado de potencia seminal fecundadora que de tan lejos y hace tiempo, hoy se nos aparece ubicado en un deseo cercano y por delante de los ojos devastados por la ruina del presente, lo soñamos como reminescencia del futuro porque lo supimos creciendo por aquel entonces con un impresionante entusiasmo impulsado por la “generación del 80”, en mi opinión nunca superada ni antes ni despúes en su mirada estratégica que concebía a la política y el gobierno como una función de estadistas de una República que buscaba al cabo de un siglo alcanzar la meta de ser nación “avant la lettre”, punto de llegada al  integrar a todos los hombres de buena voluntad que desearan habitar el suelo argentino, sin distinción de “razas”, credos, banderías y con los deberes y derechos que otorga la Constitución. “Figarillo”, seudónimo con el que Alberdi firmaba sus artículos durante su exilio trasandino, seguramente no hubiera podido imaginar que aquel país, el suyo, convulsionado y guerrero en batallas con propios y ajenos, pero a la vez ilusionado en superar los desencuentros fratricidas y en conciliar los mejores ideales liberales de las “Rules of Law” de la revolución estadounidense con los valores filosóficos de la revolución francesa expresados en el tríptico “Liberté, Fraternité, Egalité”, se hallaría nuevamente en los inicios del Tercer Milenio en una encrucijada histórica de características socio-económicas, políticas y culturales trascendentes a varias generaciones por venir: la confrontación dilemática simbolizada por la antinomia entre valores y antivalores: “república-justicia-progreso” vs. “demagogia-impunidad-decadencia”.

El hombre de la calle 

Es que salvo por ceguera ideológica o cinismo interesado, resulta ostensible para el sentido común del “hombre de la calle” que en su día a día concreto la argentina aparece hoy como una sociedad de desempeño estatal deficitario o ineficaz en la vida cotidiana respecto de sus responsabilidades constitucionales centrales: en primer lugar el servicio efectivo de justicia, y luego seguridad, educación y salud. Tributario del “es lo que hay” por acción u omisión, aquel hombre en el llano, ora ciudadano comicial ora cliente subsidiado, expresa hoy -generalizo por fuerza- una cultura sesgada transversalmente por un conjunto difuso de miedos colectivos camuflados en los giros de la lengua coloquial del café, del mercadito o de la fugaz charla en la cola del banco: nos habla de mitos persistentes, oquedades ideológicas perimidas, mentiras conniventes toleradas, oscuros crímenes sospechados, felonías burdamente festejadas, necios silencios complacientes y últimamente escepticismo ciudadano extremo encarnado en la delicada vivencia de “no creer en nada ni a nadie”.  Finalmente víctima heredera de una inercia mental trans-generacional nuestro hombre del “yo argentino” terminó naturalizando lo abyecto en un innegable oportunismo moral que caracterizó durante décadas a una conducta social signada por la noria del algo que cambiaba para que nada cambie, reiterando el facilismo y la lenidad pragmática de principios. Como bien observa Alberto Moravia: “Curiosamente, los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado”.

El realismo mágico del ser y el no ser
La virtualidad parece ser un sello de identidad nacional. Bajo la escenografía del conflicto perpetuo donde como en una fantástica cuarta dimensión todo resulta ser y no ser a la vez, en esta urdida presunta “sociedad de la grieta”, parecen haber tocado fondo los creyentes de la gran verdad de Zeus que de tanto excomulgar a los denostados réprobos prometeicos, ya nadie sabe como se vuelve a cerrar la pavorosa ánfora de Pandora. Así  los unos y los otros, todos y todo en definitiva aparecen hoy envueltos en un mal sueño a la manera de “Alicia en el país de los espejos”, donde nada resulta lo que parece ser. Como quería Humpty Dumpty, las palabras dicen lo que el que manda en cada momento quiere que digan, para disolverse al rato y mutar de significado nuevamente. Es el peligroso resultado del hermenéutico mester de editar la realidad, que por paradoja lleva a la indeseada vivencia de una inquietante irrealidad material de las cosas y los hechos, un “como si”  propio  del despertar confuso de una duermevela. La República, otra vez desorientada y confundida se alucina de duendes y fantasmas que le recuerdan tiempos de pesadilla en que una y otra vez estuvo perdida. Es que durante gran parte del siglo XX por aquí primaron nefastas simpatías fascio-cesaristas que prometían redención mesiánica para los pueblos, siempre acompañadas de liderazgos de estilos paternalistas con tentaciones autoritarias, cuyo rezo laico pedía creencia, obediencia, lealtad, admiración y temor, por sobre reflexión, estima, respeto y libertad de pensamiento.
Nunca más

El formato institucional republicano es clave para que una democracia no se parezca a la tiranía de mayorías circunstanciales, preservando en el marco de un Estado de Derecho, la libertad de expresión, de opción y de acción real del ciudadano, diferenciándose así del mero habitante de un territorio. Es frecuente que el paisano no pondere la diferencia entre democracia “a secas” y “democracia republicana”, asimilando genéricamente la una a la otra, sin entender que solo la última garantiza la efectiva división de poderes y en este caso puntual, el sistema de administración federal que consagra la Constitución. Los modernos populismos tercermundistas surgidos en las últimas cinco décadas, en cambio, enfatizan solo la legítima representatividad popular de origen, pero desestiman y rechazan las formas, los límites y los controles republicanos, deslizándose con frecuencia por acción u omisión a estilos autoritarios y demagógicos de gobierno que abren la puerta a la discrecionalidad, la desmesura y la corrupción.

Pensar una cultura diferente

Por acción u omisión hoy todos, lo reconozcan o no, se han precipitado en la grieta perceptiva de un paripé cotidiano. Convencidos o simuladores, crédulos o resignados, unos y otros se desconfían, se necesitan y se temen mutuamente, ya que por extraño que parezca los unos expresan una porción importante de la manera de ver el mundo de los otros, el mundo de los espejos de Alicia. Quizá -como quería Borges- no los une el amor sino el espanto. Pero de esto no se habla y de lo que no se habla se enferma. Por eso la reacción de expresiva catarsis que estamos observando en una parte de la población ante la reciente enigmática y conmocionante muerte del fiscal Nisman tiene un sentido psicológico positivo, aunque  aún insuficiente, -además de la repercusión sociopolítica por defecto- porque si bien busca trascender el estupor del trauma y el miedo difuso que lo siniestro inesperado produce, no garantiza “per se” la adecuada elaboración de un duelo, si no se lo acompaña de la simbolización que otorgue un sentido trascendente a la inmediatez del sinsentido. La irrupción catastrófica de la muerte condiciona la emocionalidad de lo percibido al precipitar las palabras que sostenían el discurso racional primigenio y explicar es proveer de razones externas a las intuiciones internas, como en la desnudez del rey cabalgante. En ese largo y contradictorio proceso que va del shock emocional al duelo racional que consuela y reorganiza, la palabra de los nuevos referentes políticos no debiera negar la angustia y la incertidumbre social con promesas facilistas de cambios asombrosos post-electorales, sino delimitar contextos autocríticos de elaboración de lo perdido para mudarlos en proyectos sociales vitales y realistas de esfuerzos consensuados, capaces de romper el enloquecedor “deja vú” pétreo del encadenado Prometeo, consensos responsables que contengan el pasado común pero sublimado en futuro y sin la neurótica queja de un puro presente recurrente. Sería un merecido tributo a la memoria de quienes soñaron un país diferente y por los que un día, un aciago día, Alberdi lloró.


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