por Alberto Farias Gramegna
“El Gobierno es una necesidad de civilización, porque es
instituido para dar a cada gobernado la seguridad de su vida y de su propiedad.
Esta seguridad se llama y es la libertad.”- JB
Alberdi
Juan Bautista Alberdi. Nació con la Revolución de
Mayo, en 1810 y murió en 1884, cuando una Argentina entusiasta de arrollador
espíritu sarmientino prometía ser una de
las naciones más importantes del mundo, no solo por sus recursos naturales y
humanos, sino por su cultura, sus ideas modernistas, sus nacientes
instituciones republicanas, -aunque a la sazón imperfectas respecto a una plena
democracia electiva que la complementara y que llegaría años más tarde entrado
el siglo XX- y creciendo con un impresionante progreso impulsado por la
“generación del 80”, tal vez, en mi opinión, nunca superada en su mirada
estratégica que concebía a la política y
el arte de gobernar como una función de estadistas de una República.
Concepto político-jurídico-institucional clave para que una democracia no se parezca a
la tiranía de mayorías contingentes, preservando la libertad de expresión,
opción y acción real del ciudadano -esencia de tal condición que lo diferencia
del mero habitante de un territorio- en el marco de la Ley que rige un Estado
de Derecho moderno. El paisano mayormente no pondera la diferencia entre
democracia “a secas” y “democracia republicana”, asimilando genéricamente la
una a la otra, sin entender que solo la última garantiza la efectiva división
de poderes y en este caso puntual, el sistema de administración federal que
consagra -al menos en la letra- la Constitución. Los populismos modernos de
postguerra, en cambio, enfatizan la legítima representatividad popular de
origen y desestiman los límites y controles republicanos, deslizándose con
frecuencia por acción u omisión a estilos autoritarios y demagógicos de
gobierno.
Según
pasan los años
“Figarillo”, seudónimo con el que Alberdi firmaba sus
artículos costumbristas durante su exilio trasandino, seguramente no hubiera
podido imaginar que su gran país, luego de Caseros, ilusionado como estaba en conciliar
los mejores ideales liberales de la revolución estadounidense con los valores filosóficos
de la revolución francesa: las “Rules of Law” junto al tríptico axiológico “Liberté, Fraternité, Egalité”, se
hallaría en los inicios del Tercer Milenio en una encrucijada histórica de características
socio-económicas políticas y culturales trascendentes a varias generaciones por
venir, expresada en la confrontación dilemática de dos trípticos incompatibles:
república-justicia-progreso vs. demagogia-impunidad-decadencia. Así, pues, un inmenso desafío generacional
espera a los que ahora son adolescentes y a sus hijos por venir, que de cara a
una cotidianeidad cultural, moral e institucionalmente herida, tendrán que
de-construir las hoy creencias básicas afines al facilismo, el oportunismo y la
lenidad moral, para re-construirlas pacientemente usando el reservorio cultural
que por fortuna existe, tributario perenne de las ideas alberdianas de apertura
al mundo y liderazgos de valores cívicos republicanos. Salvo por ceguera
ideológica, desinterés emocional o cinismo interesado, es ostensible para el saludable
y genérico sentido común del “hombre de la calle”, fatigado ciudadano de a pie,
que la argentina aparece ante sus ojos -después de casi 200 años de vida
independiente e infinitos claroscuros políticos- a nivel macro, pero con una
incidencia concreta en su día a día, como una sociedad de funcionalidad estatal
deficitaria o prácticamente ausente en la vida cotidiana respecto de sus
responsabilidades constitucionales básicas: en primer lugar el servicio
efectivo de justicia, y luego seguridad, educación y salud. Culturalmente sesgada
de manera transversal en un conjunto difuso de miedos colectivos subyacentes en
los usos y costumbres de la lengua, mitos persistentes, oquedades ideológicas
perimidas, mentiras conniventes toleradas, crímenes oscuros, felonías burdamente
festejadas, silencios complacientes y en los últimos años escepticismo
ciudadano extremo encarnado en la peligrosa vivencia de “no creer en nada ni a
nadie”. Solo la confianza del entorno inmediato de su comunidad de vecinos, la
habitualidad del barrio y la familia lo reconcilia apenas con la ilusión de un
tiempo mejor donde se dibujen deseables fortalezas institucionales, esperanzas
racionales y proyectos sustentables en políticas de Estado.
La
magia del ser y no ser al mismo tiempo
La virtualidad parece ser un sello de identidad
nacional: sostenida sobre una escenografía donde todo parece ser y no ser a la
vez, la sociedad argentina en sus manifestaciones formales (instituciones,
organizaciones, discursos y hechos) se envuelve en la magia de la cuarta
dimensión o de los “agujeros de gusano” donde a la manera de “Alicia en el país
de los espejos” nada resulta lo que parece y donde se ha logrado el milagro de editar
la realidad para acomodarla relatada con arreglo a los deseos e intereses del poder
sectorial del momento. Resulta así, un país único de maravillas, en donde -como
quería Humpty Dumpty- las palabras dicen lo que el que manda en cada momento
quiere que digan, para disolverse al rato y mutar en otro significado. Esa
lógica de la superposición de mundo fáctico y fantasía alucinatoria, en una
suerte de permanente “realitá romancesca”, lleva paradójicamente al receptor
del mensaje a la vivencia opuesta: una siniestra irrealidad material de las
cosas y los hechos, un “como si” propio
del despertar confuso de una pesadilla, la duermevela de sobremesa del
ogro o la ensoñación de la adolescente histérica en pos del mítico príncipe
dorado. Ingenua, desmesurada e incomprensible para el resto del mundo moderno y
civilizado, la actual es heredera de aquella sociedad que se decía “crisol de
razas”, -como horriblemente la cultura corporativa decimonónica denominaba a la
pluralidad multiétnica-, en la que nuestros padres y abuelos inmigrantes, más
de una vez de buena fe, eligieron fascinarse con mitos edificados sobre vociferantes
discursos que glorificaban relatos de presuntas “grandes verdaderas”
filosóficas que traerían redención mesiánica, siempre acompañada de liderazgos grotescos
de estilos paternalistas con tentaciones y prácticas autoritarias, cuyo rezo
laico pedía creencia, obediencia, lealtad, admiración y temor, por sobre reflexión,
estima, respeto y libertad de pensamiento. Es que durante gran parte del siglo
XX primaron por aquí nefastas simpatías fascio-cesaristas con recelos hacia las
libertades individuales del modernismo, consideradas vicios libertinos
burgueses.
Alicia,
el rey y la rebelión de Prometeo
No hay peor miedo para una sociedad abierta que el miedo
de hablar de sus miedos: a cambiar sus defectos, a salir de la zona de confort “masoquista”,
de fracasar al triunfar, como señalaba Freud, de probar el camino más largo pero más seguro,
del esfuerzo responsable y del respeto inquebrantable a la Ley. La inercia
mental ciudadana del patético “es lo que hay”, la naturalización de lo abyecto,
la negación cotidiana de lo feo, el cómodo pensamiento subsidiado, implica un
innegable oportunismo moral que caracterizó durante décadas a una gran parte de
la cultura vernácula signada por la noria del algo que cambia para que nada
cambie, como la pescadilla mordiéndose la cola sin saber que es la suya propia.
Como observa Alberto Moravia: “Curiosamente, los votantes
no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado”. Por acción u omisión hoy todos, lo reconozcan
o no, se han precipitado en la grieta perceptiva de un paripé cotidiano.
Convencidos o simuladores, crédulos o resignados, unos y otros se desconfían,
se necesitan y se temen mutuamente, ya que por extraño que parezca los unos
expresan una porción importante de la manera de ver el mundo de los otros, el
mundo del espejo de Alicia. Quizá -como quería Borges- no los une el amor sino
el espanto. Pero de esto no se habla y de lo que no se habla se enferma. La
reacción de expresiva catarsis que estamos observando en una parte de la
población ante la reciente enigmática y conmocionante muerte del fiscal Nisman
tiene un sentido psicológico positivo, aunque
aún insuficiente, -además de la repercusión sociopolítica por defecto-
porque si bien busca trascender el estupor del trauma y el miedo difuso que lo
inesperado de esencia siniestra produce, no garantiza “per se” la adecuada
elaboración de un duelo, si no se lo acompaña de la simbolización que otorgue
un sentido trascendente a la inmediatez del sinsentido. Porque la irrupción
catastrófica de la muerte condiciona la emocionalidad de lo percibido al
precipitar las palabras que sostenían el discurso racional primigenio y
explicar es proveer de razones externas a las intuiciones internas, como en la
desnudez del rey cabalgante. En ese
largo y contradictorio proceso que va del shock emocional al duelo racional que
consuela y reorganiza, la palabra de los nuevos referentes políticos no debiera
negar la angustia y la incertidumbre social con promesas maníacas de
maravillosos futuros cambios mágicos, sino delimitar contextos autocríticos de
elaboración de lo perdido para mudarlos en proyectos sociales vitales y
realistas de esfuerzos consensuados, capaces de romper el enloquecedor “deja
vú” pétreo del condenado Prometeo, consensos que contengan el pasado común pero
sublimado en futuro y sin la neurótica queja de un puro presente. Sería un
merecido y liberador tributo a la memoria de quienes soñaron un país diferente y
desafiaron a Zeus en su búsqueda incansable en pos de recuperar la dignidad del
fuego.
© by afc 2015
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