domingo, 8 de febrero de 2015

Alberdi y la rebelión de Prometeo

Alberdi y la rebelión de Prometeo
por Alberto Farias Gramegna


“El Gobierno es una necesidad de civilización, porque es instituido para dar a cada gobernado la seguridad de su vida y de su propiedad. Esta seguridad se llama y es la libertad.”- JB Alberdi

Juan Bautista Alberdi. Nació con la Revolución de Mayo, en 1810 y murió en 1884, cuando una Argentina entusiasta de arrollador espíritu sarmientino  prometía ser una de las naciones más importantes del mundo, no solo por sus recursos naturales y humanos, sino por su cultura, sus ideas modernistas, sus nacientes instituciones republicanas, -aunque a la sazón imperfectas respecto a una plena democracia electiva que la complementara y que llegaría años más tarde entrado el siglo XX- y creciendo con un impresionante progreso impulsado por la “generación del 80”, tal vez, en mi opinión, nunca superada en su mirada estratégica que concebía a la  política y el arte de gobernar como una función de estadistas de una República. 

Concepto político-jurídico-institucional clave para que una democracia no se parezca a la tiranía de mayorías contingentes, preservando la libertad de expresión, opción y acción real del ciudadano -esencia de tal condición que lo diferencia del mero habitante de un territorio- en el marco de la Ley que rige un Estado de Derecho moderno. El paisano mayormente no pondera la diferencia entre democracia “a secas” y “democracia republicana”, asimilando genéricamente la una a la otra, sin entender que solo la última garantiza la efectiva división de poderes y en este caso puntual, el sistema de administración federal que consagra -al menos en la letra- la Constitución. Los populismos modernos de postguerra, en cambio, enfatizan la legítima representatividad popular de origen y desestiman los límites y controles republicanos, deslizándose con frecuencia por acción u omisión a estilos autoritarios y demagógicos de gobierno.

Según pasan los años

“Figarillo”, seudónimo con el que Alberdi firmaba sus artículos costumbristas durante su exilio trasandino, seguramente no hubiera podido imaginar que su gran país, luego de Caseros, ilusionado como estaba en conciliar los mejores ideales liberales de la revolución estadounidense con los valores filosóficos de la revolución francesa: las “Rules of Law” junto al tríptico axiológico “Liberté, Fraternité, Egalité”, se hallaría en los inicios del Tercer Milenio en una encrucijada histórica de características socio-económicas políticas y culturales trascendentes a varias generaciones por venir, expresada en la confrontación dilemática de dos trípticos incompatibles: república-justicia-progreso vs. demagogia-impunidad-decadencia.  Así, pues, un inmenso desafío generacional espera a los que ahora son adolescentes y a sus hijos por venir, que de cara a una cotidianeidad cultural, moral e institucionalmente herida, tendrán que de-construir las hoy creencias básicas afines al facilismo, el oportunismo y la lenidad moral, para re-construirlas pacientemente usando el reservorio cultural que por fortuna existe, tributario perenne de las ideas alberdianas de apertura al mundo y liderazgos de valores cívicos republicanos. Salvo por ceguera ideológica, desinterés emocional o cinismo interesado, es ostensible para el saludable y genérico sentido común del “hombre de la calle”, fatigado ciudadano de a pie, que la argentina aparece ante sus ojos -después de casi 200 años de vida independiente e infinitos claroscuros políticos- a nivel macro, pero con una incidencia concreta en su día a día, como una sociedad de funcionalidad estatal deficitaria o prácticamente ausente en la vida cotidiana respecto de sus responsabilidades constitucionales básicas: en primer lugar el servicio efectivo de justicia, y luego seguridad, educación y salud. Culturalmente sesgada de manera transversal en un conjunto difuso de miedos colectivos subyacentes en los usos y costumbres de la lengua, mitos persistentes, oquedades ideológicas perimidas, mentiras conniventes toleradas, crímenes oscuros, felonías burdamente festejadas, silencios complacientes y en los últimos años escepticismo ciudadano extremo encarnado en la peligrosa vivencia de “no creer en nada ni a nadie”. Solo la confianza del entorno inmediato de su comunidad de vecinos, la habitualidad del barrio y la familia lo reconcilia apenas con la ilusión de un tiempo mejor donde se dibujen deseables fortalezas institucionales, esperanzas racionales y proyectos sustentables en políticas de Estado.

La magia del ser y no ser al mismo tiempo
La virtualidad parece ser un sello de identidad nacional: sostenida sobre una escenografía donde todo parece ser y no ser a la vez, la sociedad argentina en sus manifestaciones formales (instituciones, organizaciones, discursos y hechos) se envuelve en la magia de la cuarta dimensión o de los “agujeros de gusano” donde a la manera de “Alicia en el país de los espejos” nada resulta lo que parece y donde se ha logrado el milagro de editar la realidad para acomodarla relatada con arreglo a los deseos e intereses del poder sectorial del momento. Resulta así, un país único de maravillas, en donde -como quería Humpty Dumpty- las palabras dicen lo que el que manda en cada momento quiere que digan, para disolverse al rato y mutar en otro significado. Esa lógica de la superposición de mundo fáctico y fantasía alucinatoria, en una suerte de permanente “realitá romancesca”, lleva paradójicamente al receptor del mensaje a la vivencia opuesta: una siniestra irrealidad material de las cosas y los hechos, un “como si” propio  del despertar confuso de una pesadilla, la duermevela de sobremesa del ogro o la ensoñación de la adolescente histérica en pos del mítico príncipe dorado. Ingenua, desmesurada e incomprensible para el resto del mundo moderno y civilizado, la actual es heredera de aquella sociedad que se decía “crisol de razas”, -como horriblemente la cultura corporativa decimonónica denominaba a la pluralidad multiétnica-, en la que nuestros padres y abuelos inmigrantes, más de una vez de buena fe, eligieron fascinarse con mitos edificados sobre vociferantes discursos que glorificaban relatos de presuntas “grandes verdaderas” filosóficas que traerían redención mesiánica, siempre acompañada de liderazgos grotescos de estilos paternalistas con tentaciones y prácticas autoritarias, cuyo rezo laico pedía creencia, obediencia, lealtad, admiración y temor, por sobre reflexión, estima, respeto y libertad de pensamiento. Es que durante gran parte del siglo XX primaron por aquí nefastas simpatías fascio-cesaristas con recelos hacia las libertades individuales del modernismo, consideradas vicios libertinos burgueses.
Alicia, el rey y la rebelión de Prometeo
No hay peor miedo para una sociedad abierta que el miedo de hablar de sus miedos: a cambiar sus defectos, a salir de la zona de confort “masoquista”, de fracasar al triunfar, como señalaba Freud,  de probar el camino más largo pero más seguro, del esfuerzo responsable y del respeto inquebrantable a la Ley. La inercia mental ciudadana del patético “es lo que hay”, la naturalización de lo abyecto, la negación cotidiana de lo feo, el cómodo pensamiento subsidiado, implica un innegable oportunismo moral que caracterizó durante décadas a una gran parte de la cultura vernácula signada por la noria del algo que cambia para que nada cambie, como la pescadilla mordiéndose la cola sin saber que es la suya propia. Como observa Alberto Moravia: “Curiosamente, los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado”. Por acción u omisión hoy todos, lo reconozcan o no, se han precipitado en la grieta perceptiva de un paripé cotidiano. Convencidos o simuladores, crédulos o resignados, unos y otros se desconfían, se necesitan y se temen mutuamente, ya que por extraño que parezca los unos expresan una porción importante de la manera de ver el mundo de los otros, el mundo del espejo de Alicia. Quizá -como quería Borges- no los une el amor sino el espanto. Pero de esto no se habla y de lo que no se habla se enferma. La reacción de expresiva catarsis que estamos observando en una parte de la población ante la reciente enigmática y conmocionante muerte del fiscal Nisman tiene un sentido psicológico positivo, aunque  aún insuficiente, -además de la repercusión sociopolítica por defecto- porque si bien busca trascender el estupor del trauma y el miedo difuso que lo inesperado de esencia siniestra produce, no garantiza “per se” la adecuada elaboración de un duelo, si no se lo acompaña de la simbolización que otorgue un sentido trascendente a la inmediatez del sinsentido. Porque la irrupción catastrófica de la muerte condiciona la emocionalidad de lo percibido al precipitar las palabras que sostenían el discurso racional primigenio y explicar es proveer de razones externas a las intuiciones internas, como en la desnudez del rey cabalgante.  En ese largo y contradictorio proceso que va del shock emocional al duelo racional que consuela y reorganiza, la palabra de los nuevos referentes políticos no debiera negar la angustia y la incertidumbre social con promesas maníacas de maravillosos futuros cambios mágicos, sino delimitar contextos autocríticos de elaboración de lo perdido para mudarlos en proyectos sociales vitales y realistas de esfuerzos consensuados, capaces de romper el enloquecedor “deja vú” pétreo del condenado Prometeo, consensos que contengan el pasado común pero sublimado en futuro y sin la neurótica queja de un puro presente. Sería un merecido y liberador tributo a la memoria de quienes soñaron un país diferente y desafiaron a Zeus en su búsqueda incansable en pos de recuperar la dignidad del fuego.

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