sábado, 24 de enero de 2015

La Ley y los necios de la conjura

La ley y los necios de la conjura
por Alberto Farias Gramegna

“Nos parecemos al lugar donde vivimos y este se dibuja con arreglo a la manera en que la gente ve el mundo” - Xavier “Cazoleta” Orozco

Según cuenta su confidente y servidor, Artemio Gramajo, el general Julio A. Roca, amargado por las confrontaciones políticas de su tiempo y sus consecuencias, en la última década del siglo XIX, sentado en su despacho, pensativo y con los ojos nublados, de pronto exclama: “¡Qué país difícil es este!”. Hoy, más de cien años después podríamos decir lo mismo.

El escritor y pensador A. Kloester nos ayudará a ubicarnos en el tema: “Los daños que resultan de la violencia individual (…) son insignificantes en relación con las orgías de destrucción resultantes de la adhesión y el abandono a las ideologías colectivas que trascienden al individuo”. Y cuando esas ideologías en su búsqueda de equidad, creen pragmáticamente que “cuanto peor mejor” se corre el riesgo de reforzar un vacío institucional, que históricamente en el mundo siempre terminó alentando la tentación autoritaria, como una modalidad perversa de buscar orden sin ley.
Tanto el autoritarismo -y su naif, el populismo- como la anomia anárquica resultan verdugos de la democracia. Sin ley y sin orden (juntas como las caras de la moneda) no hay construcción democrática, ni república, porque no hay ciudadano. Y la Constitución es la institución legal consensuada que cimenta y da sentido a todas las demás leyes.
Estas  aseguran los procedimientos y las normativas que persiguen justicia. El orden -social y político (en cualquier sistema, más allá de su cultura e ideología predominante)- preserva las condiciones de pertinencia, pertenencia y seguridad en las que puede y debe actuar la ley.

Una pregunta inquietante

La ley y el orden, entonces, son inherentes a la presencia y acción del Estado. Cuando este se ausenta, se presenta débil, errático o se confunde con el partido de gobierno, crea las condiciones para la disolución de la eficacia institucional y facilita la emergencia de  la tribalidad sectaria y  la delincuencia organizada como “mafia”. Es el caos en reemplazo de la mediación de la norma y encarnado en la acción directa como forma subversiva de protesta extrema.
Pero ¿por qué ocurre esto, si la inmensa mayoría de los ciudadanos dicen querer vivir en paz, con orden y con seguridad jurídica? Intentaremos posibles respuestas a este interrogante.

Se dirá enseguida que el orden se altera porque existe injusticia y que la desigualdad es la primera de las injusticias (sic) y como “la gente” no confía en la justicia, el respeto a la Ley resultará así “disfuncional” a los intereses  directos de quienes demanden alguna reivindicación social o ejercicio de lo que considera legítimo y por tanto ven en el camino legal un esfuerzo estéril por inconducente.
Otro argumento es aquel que partiendo de una desconfianza visceral en el “sistema”, asume una actitud de “fundamentalismo ideologista contestatario”: son los convencidos de que por vías institucionales formales no se logran soluciones reales. Un corolario frecuente de ese argumento es la automática ocupación compulsiva del espacio público. En estos casos se observa la ecuación “Si A+B entonces C”: a) reclamo organizacional-institucional b) respuesta o solución diferida por burocratismo, negligencia, inoperancia o discrecionalidad institucional. Entonces c) exteriorización del conflicto a la esfera del espacio público.
La consecuencia de esta ecuación es como sigue: d) intervención mediática que potencia y resignifica el evento e) perturbación del orden público y a menudo trasgresión a las normativas de la convivencia por los efectos secundarios provocados por la acción directa.

La sociedad de la pelea

Cuando desde el Poder se piensa a la sociedad como un campo de batalla perpetua y a la política como el arte de vencer a un enemigo interno, se crean las condiciones para la beligerancia sociocultural anclada en el maniqueísmo y la lógica del  “ellos vs. nosotros”.
Así cualquier conflicto de origen estatal o privado deriva, antes que en una solución dialogada e institucional, en una confrontación de fuerza, planteada como un antagonismo antinómico y dilemático, cargado de descalificaciones que tiende a cronificarse hasta independizarse de las causas que originaron la pelea.

Harto, de esta realidad cotidiana, en medio de presiones y dificultades de todo tipo, escéptico y desconfiado uno o partidario creyente el otro, el ciudadano medio muda en “medio ciudadano”, incompleto en su identidad civil, y recala por defecto en un escepticismo político que lo llevará a descreer no de tal o cual ley, sino de la “Ley” en general, (que finalmente no relaciona con el orden)  lo que es lo mismo que decir que termina no creyendo en  la funcionalidad misma del Estado. Entonces -paradojalmente- pedirá “más acción directa para terminar con la acción directa” y será más permeable a los liderazgos oportunistas demagógicos. Un círculo vicioso patético y dramático.

La sociología política al estudiar los hechos históricos ha concluido que los cambios estables, serios y progresistas, nunca han devenido de la mera degradación “per se” del orden social, cultural y jurídico. Más bien fueron producto del debate paciente, esforzado e inteligente, donde se negociaron las perspectivas y los legítimos intereses sectoriales, en la mutua comprensión de que solo si se preserva el consenso basado en la idea del “bien común” se puede sobrevivir como sociedad plural, capaz de crecer y superarse a sí misma. “Conservar las formas para poder cambiar el fondo”, parece ser la aparente consigna paradojal de las exitosas negociaciones sociales.  Una “ley mala” se ha de cambiar con el instituto de otra ley que sea “buena”, y no con la desestima anómica de todas las leyes. Despreciar este principio republicano es la peor manera de defender a las  que se presumen buenas ideas, una actitud más parecida a una conjura autodestructiva muy propia de los necios.



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