sábado, 13 de diciembre de 2014

Serlo y parecerlo... (ética y estética del discurso moral)

 
Serlo y parecerlo
(ética y estética en el discurso moral)
Por Alberto Farías Gramegna




“Estos son mis principios, pero si no les gusta tengo otros” - Groucho Marx.

La palabra “ética” proviene del griego “ethos” cuyo significado es "costumbre" o "comportamiento" , se la define como “la teoría del comportamiento moral”. Con la moral y la acción humana como objetos, elabora doctrinas que toman posición ante afirmaciones, juicios y actitudes. Su estudio se remonta a los orígenes de la filosofía moral en Grecia. 

Siendo la moral el conjunto de creencias y normas de una persona o grupo social que oficia de guía para el obrar, orientando acerca del bien o el mal, la función de la ética será mostrar la congruencia o incoherencia entre aquellas creencias y los comportamientos cotidianos concretos que habrán de confirmarlas o contradecirlas. 
La coherencia o incoherencia entre el decir moral del ser y el hacer consecuente es la estética de la ética. Si una persona -por ejemplo- aboga por la independencia de criterios y la importancia de la discreción, y sin embargo presiona institucionalmente para  conculcar un pensamiento o lograr un rédito que perjudica a otros, no estará observando un comportamiento coherente con su presunta moral enunciada, es decir su conducta no será ética.
De tal suerte para juzgar si un comportamiento es o no ético, debemos previamente conocer los valores de su moral, que para la cultura que nos contiene puede ser aceptable o repudiable. Es decir que aquellos valores serán definidos como moralmente “buenos” (morales), “malos” (inmorales) o “ausentes” (amorales). Esta última posibilidad emparentada con personalidades perversas y psicopáticas implica una paradoja: la ética del vale todo por ausencia de normas morales internalizadas. El poder en general y poder de la política en particular atraen con frecuencia a estos perfiles personales.

Del ser moral al hacer ético

La ética en el campo del hacer profesional -cualquiera sea su contenido temático- supone una moral del trabajo, una escala de valores que ordene gestos, vínculos, consignas y expectativas, hacia arriba y hacia debajo de los niveles de decisión y hacia la horizontalidad de los pares. Y entre esta moral y su ética consecuente se instalará el “honor” que las mantiene unidas.
Mas lo que resulta ético para unos puede no serlo para otros y esto es así porque no hay una sola moral. Por ejemplo, un profesor grita a un estudiante porque realizo deficientemente una tarea encomendada. Su comportamiento ético es reflejo de sus creencias sobre el efecto que el miedo a la autoridad tiene sobre el desempeño educativo: piensa que el estudiante se esmerará si se lo trata con dureza. Sin embargo su actitud será vista como desconsiderada, despótica y negativa por quienes piensen que solo en un clima de tutoría discipular, tolerancia, comprensión y respeto personal se puede aprender y mejorar la calidad del proceso educativo. Dos creencias diferentes.
Mientras alguien se percibe ético consigo mismo (coherente con su axiomática), otro lo podría ver falto de ética, y es que esta “falta” corresponde a un comportamiento rechazado por una distinta moral. Entonces, ser ético es ser coherente con la propia moral, independientemente de cuan amorosa o vil sea ésta. Lo que genera ruidos en la comunicación y conflictos de interpretación, son los comportamientos éticos antagónicos, producto de morales diferentes: la ética del autoritario, déspota y soberbio, es diferente de la del tolerante, modesto y demócrata.

El espíritu de la ética

En su obra clásica “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, Max Weber definía aquel espíritu como hábitos e ideas que favorecen el comportamiento racional para alcanzar el éxito económico. Sin embargo Weber estaba convencido de que no era el materialismo mercantil el mecanismo social más importante, sino que la cosmovisión, las creencias y el sistema de ideas, resultaban los principios fundamentales que regían la vida de las personas y los grupos. Así el trabajo se convertía en una actividad noble en su esencia, más allá de la prosperidad personal. El sacrificio, la superación y el triunfo económico no buscaban necesariamente solo una recompensa en la ostentación de bienes, sino que mostraban a un ser predestinado por “divina gratia”, una existencia amarrada a una ética propiamente derivada de la moral socio-religiosa del colectivo y el contexto epocal.
En nuestros días teñidos de hipocresía y anomia , de tendencias ultra-economicistas dominantes, de crisis de las morales personales, muchas veces sacrificadas en el altar pragmático de la ecuación monetaria coste-beneficio disfrazado de relato épico, pareciera que la noción de “lo ético” se arrodilla ante una “moral flexible”. Se observa un pragmatismo incongruente entre los que se “debe ser” (moral) y lo que “hay que hacer” (ética), generando una estética deslucida y dudosa.
Hoy es común en el mundo del trabajo y en el de las políticas sociales, abundar en una seudo-ética o ética pragmática “light”. Se busca que produzca resultados económicos favorables inmediatos, que disimule conflictos y que aumente la productividad a cualquier precio. Esta “ética de los resultados más allá de la moral” es rechazada tanto por humanistas racionales que buscan la armonía entre capital y trabajo como por fundamentalistas de la “plusvalía” que predican la confrontación perpetua y “natural” entre empleador-empleado.
Allende los ideologismos sucede que el trabajo es al empleo lo que el valor es al precio. Todo empleo genera una cierta enajenación respecto a la autoestima y a la toma de decisiones, en orden inversamente proporcional a la ausencia de una ética del protagonismo (empoderamiento de los procesos) y del llamado “trabajo decente” (compensación y condiciones y medio ambiente de trabajo). La ética en el empleo es la forma que nos habla de un contenido moral, bueno o malo, según que conlleve más o menos felicidad y calidad de vida laboral.
Por lo que el empleo de la ética será el reaseguro de coherencia de toda gestión -particular o pública- con la moral que a la sazón se predique, sino se quiere recaer en la abominable y tan frecuente impostura vernácula de la hipocresía.


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