por Alberto
Farias Gramegna
“Nos parecemos
al lugar donde vivimos y este se dibuja con arreglo a la manera en que la gente
ve el mundo” - Xavier “Cazoleta” Orozco
Según cuenta su confidente
y servidor, Artemio Gramajo, el general Julio A. Roca, amargado por las
confrontaciones políticas de su tiempo y sus consecuencias, en la última década
del siglo XIX, sentado en su despacho, pensativo y con los ojos nublados, de
pronto exclama: “¡Qué país difícil es este!”. Hoy, más de cien años después
podríamos decir lo mismo.
El escritor y pensador A.
Kloester nos ayudará a ubicarnos en el tema: “Los daños que resultan de la
violencia individual (…) son insignificantes en relación con las orgías de
destrucción resultantes de la adhesión y el abandono a las ideologías
colectivas que trascienden al individuo”. Y cuando esas ideologías en su
búsqueda de equidad, creen pragmáticamente que “cuanto peor mejor” se corre el
riesgo de reforzar un vacío institucional, que históricamente en el mundo siempre
terminó alentando la tentación autoritaria, como una modalidad perversa de
buscar orden sin ley.
Tanto el autoritarismo -y
su naif, el populismo- como la anomia anárquica resultan verdugos de la
democracia. Sin ley y sin orden (juntas como las caras de la moneda) no hay
construcción democrática, ni república, porque no hay ciudadano. Y la
Constitución es la institución legal consensuada que cimenta y da sentido a
todas las demás leyes.
Estas aseguran los procedimientos y las normativas
que persiguen justicia. El orden -social y político (en cualquier sistema, más
allá de su cultura e ideología predominante)- preserva las condiciones de
pertinencia, pertenencia y seguridad en las que puede y debe actuar la ley.
Una
pregunta inquietante
La ley y el orden, entonces,
son inherentes a la presencia y acción del Estado. Cuando este se ausenta, se
presenta débil, errático o se confunde con el partido de gobierno, crea las
condiciones para la disolución de la eficacia institucional y facilita la
emergencia de la tribalidad sectaria
y la delincuencia organizada como
“mafia”. Es el caos en reemplazo de la mediación de la norma y encarnado en la
acción directa como forma subversiva de protesta extrema.
Pero ¿por qué ocurre esto,
si la inmensa mayoría de los ciudadanos dicen querer vivir en paz, con orden y
con seguridad jurídica? Intentaremos posibles respuestas a este interrogante.
Se dirá enseguida que el
orden se altera porque existe injusticia y que la desigualdad es la primera de
las injusticias (sic) y como “la gente” no confía en la justicia, el respeto a la Ley resultará así
“disfuncional” a los intereses directos de
quienes demanden alguna reivindicación social o ejercicio de lo que considera
legítimo y por tanto ven en el camino legal un esfuerzo estéril por
inconducente.
Otro argumento es aquel
que partiendo de una desconfianza visceral en el “sistema”, asume una actitud
de “fundamentalismo ideologista contestatario”: son los convencidos de que por
vías institucionales formales no se logran soluciones reales. Un corolario
frecuente de ese argumento es la automática ocupación compulsiva del espacio
público. En estos casos se observa la ecuación “Si A+B entonces C”: a) reclamo
organizacional-institucional b) respuesta o solución diferida por burocratismo,
negligencia, inoperancia o discrecionalidad institucional. Entonces c)
exteriorización del conflicto a la esfera del espacio público.
La consecuencia de esta
ecuación es como sigue: d) intervención mediática que potencia y resignifica el
evento e) perturbación del orden público y a menudo trasgresión a las
normativas de la convivencia por los efectos secundarios provocados por la
acción directa.
La
sociedad de la pelea
Cuando desde el Poder se
piensa a la sociedad como un campo de batalla perpetua y a la política como el
arte de vencer a un enemigo interno, se crean las condiciones para la
beligerancia sociocultural anclada en el maniqueísmo y la lógica del “ellos vs. nosotros”.
Así cualquier conflicto
de origen estatal o privado deriva, antes que en una solución dialogada e
institucional, en una confrontación de fuerza, planteada como un antagonismo antinómico
y dilemático, cargado de descalificaciones que tiende a cronificarse hasta
independizarse de las causas que originaron la pelea.
Harto, de esta realidad
cotidiana, en medio de presiones y dificultades de todo tipo, escéptico y
desconfiado uno o partidario creyente el otro, el ciudadano medio muda en
“medio ciudadano”, incompleto en su identidad civil, y recala por defecto en un
escepticismo político que lo llevará a descreer no de tal o cual ley, sino de
la “Ley” en general, (que finalmente no relaciona con el orden) lo que es lo mismo que decir que termina no
creyendo en la funcionalidad misma del
Estado. Entonces -paradojalmente- pedirá “más acción directa para terminar con
la acción directa” y será más permeable a los liderazgos oportunistas
demagógicos. Un círculo vicioso patético y dramático.
La sociología política al
estudiar los hechos históricos ha concluido que los cambios estables, serios y
progresistas, nunca han devenido de la mera degradación “per se” del orden social,
cultural y jurídico. Más bien fueron producto del debate paciente, esforzado e inteligente,
donde se negociaron las perspectivas y los legítimos intereses sectoriales, en
la mutua comprensión de que solo si se preserva el consenso basado en la idea del
“bien común” se puede sobrevivir como sociedad plural, capaz de crecer y superarse
a sí misma. “Conservar las formas para poder cambiar el fondo”, parece ser la
aparente consigna paradojal de las exitosas negociaciones sociales. Una “ley mala” se ha de cambiar con el
instituto de otra ley que sea “buena”, y no con la desestima anómica de todas
las leyes. Despreciar este principio republicano es la peor manera de defender a
las que se presumen buenas ideas, una
actitud más parecida a una conjura autodestructiva muy propia de los necios.
imagen: El público ríe (1733), de William Hogarth.
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