Comportamiento y sociedad
La soberbia ignorancia
Por Alberto Farías Gramegna
“Donde hay soberbia, allí habrá ignorancia, mas
donde hay humildad, habrá sabiduría."-
Salomón.
“La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de
donde subió”- Francisco de Quevedo
Para una
mirada religiosa del mundo la soberbia es un pecado. Luego hacer que el
soberbio mude en humilde es cuestión de milagro. No soy religioso, pero
coincido plenamente tanto en la valoración negativa de la soberbia como en la
noción de “pecado”, en sentido amplio y secular.
El diccionario de la RAE, en su
segunda y tercera acepción, dice: “Cosa
que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido. Exceso o defecto en
cualquier línea”. Alude entonces a la transgresión de los límites
morales que me impone la existencia del otro como prójimo, el semejante cercano,
o como el “otro generalizado”, es decir, el semejante lejano.
De modo que para la llamada “conciencia moral”, será pecado ceder ante el impulso de desestimar y despreciar al otro, en tanto entidad existente capaz de activar mi identificación con sus afectos, los de él que son semejantes a los míos. Ya en el terreno extremo de la psicopatología, tomemos como ejemplo el psicópata que, por su parte, peca de la más absoluta insolidaridad para con sus “víctimas”, ya que son objetos manipulables y con las que nunca se identificará sintiendo culpa. No hay pues empatía en el psicópata: “El mal es la falta de empatía con el otro”, le dice el capitán Gustave Gilbert, (Matt Craven) al fiscal general Jackson (Alex Baldwin), acusador en el juicio de los crímenes nazis. El diálogo se desarrolla en un clima de enorme emocionalidad, en un pasaje del film Nüremberg.
Taxonomía de la soberbia
Pecar de soberbia es no saber
escuchar. Desestimar la palabra del otro enarbolando la propia por sobre todos y todo,
alardeando de mis certezas con un chabacano
“yo te canto la justa”.
La soberbia es un retoño
compulsivo de la omnipotencia propia del adolescente, o del narcisista ególatra
(que en definitiva no es más que un
adolescente tardío). El soberbio no cree
que tenga cosas que aprender, nunca duda de lo que dice. Siempre dando
lecciones a sus ocasionales interlocutores, no dialoga, pontifica y está convencido
de saberlo todo de todo. Su visión de los hechos y las cosas “es” el reflejo
fiel de la realidad que él ve con claridad indiscutible, por lo que discutir es
ocioso.
Desde una perspectiva epistémica
vemos que la persona soberbia aplica una misma lógica universal de
diagnóstico y conocimiento a todas las cosas del mundo, que él está convencido
de conocer en su profunda “esencia”. Así nos
cuenta de primera mano “como son las
cosas en realidad” (sic) y en su insensata
construcción perceptiva reduce la complejidad polícroma del mundo hasta
llegar a un simplismo burdo e ingenuo.
El soberbio se reitera en su personaje
social enfatizando una suerte de “marca de agua” que, casi sin conciencia,
confirma la certeza de su percepción. Hay aquí una egocéntrica inmutabilidad en su diagnóstico de esto y aquello, que se realimenta con entusiasmo en el acto
redundante de una clásica enunciación: “como yo siempre digo”. En el fondo de
su egolatría el soberbio es un ignorante, pero lo extraordinario es que él no
sabe que no sabe. Y por eso siempre cree estar en lo correcto. Si los que lo
rodean no lo advierten o aplauden sus errores, el resultado será más soberbia y
más ensimismamiento. Traigo un ejemplo de la sociología política: en la Italia fascista de Benito
Mussolini, los seguidores fanáticos ante cualquier juicio disparatado del
“Duce” solían repetir con ciega necedad: “Mussolini nunca se equivoca”… ¡Y vaya
si se equivocó!
La docta ignorancia
El hombre sabio, “el erudito” es
la antítesis del soberbio. La persona erudita no puede caer en una actitud
soberbia, pues por defecto su límite a la desmesura es la certeza de un saber
paradojal: sabe que no sabe, o mejor que sabe parcialmente, y eso mismo lo hace
consciente más de su carencia que de su
potencia, asume la condición productiva de
su docta ignorancia.
El hombre sabio “siente” que siempre tiene algo más por aprender y cuanto más aprende, más sospecha lo poco que
sabe, lo mucho que le resta por saber, que finalmente es siempre “un todo”
infinito. Por eso su divisa es la relatividad de las certezas, y también por
eso intenta llegar al conocimiento
parcial de las cosas a través de la duda.
A diferencia del patético soberbio, el sabio erudito es
sencillo, sin impostación, humilde y sabe escuchar porque ama aprender. Tiene al otro -a la sazón interlocutor- por fuente de información y conocimiento, la
fuente que su pasión por saber necesita. El erudito es por fuerza curioso y
deviene en sabio con el curso de su vida. Experimenta -y como decía Machado- tal es capaz de mudar de opinión si el otro o la vida misma lo convence de su error, o le muestra que una
verdad del pasado puede ser una mentira del presente. El erudito dialoga, (logos
compartido) escuchando más que hablando. Sin embargo importa reconocer que hay también personas que sin
ser puntualmente “eruditas” son espontáneamente
sabias: ellas también saben que no saben y por eso escuchan con humildad y
talento, porque si son inteligentes, luego construirán sus propios criterios de
erudición.
Muy lejos de esta deseable
actitud el soberbio al “no saber que no sabe” -parafraseando a Borges- ignora su propia ignorancia, reincidiendo una y otra vez en la torpeza y el
error, lo que es un nuevo pecado de necedad agregado al de soberbia original. Y
ya se sabe que entenderse con un necio es un verdadero milagro.
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