sábado, 18 de octubre de 2014

La soberbia ignorancia...

Comportamiento y sociedad

La soberbia ignorancia

Por Alberto Farías Gramegna
  

“Donde hay soberbia, allí habrá ignorancia,  mas donde hay humildad, habrá sabiduría."-  Salomón.
“La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió”-  Francisco de Quevedo

Para una mirada religiosa del mundo la soberbia es un pecado. Luego hacer que el soberbio mude en humilde es cuestión de milagro. No soy religioso, pero coincido plenamente tanto en la valoración negativa de la soberbia como en la noción de “pecado”, en sentido amplio y secular.
El diccionario de la RAE, en su segunda y tercera acepción, dice: “Cosa que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido. Exceso o defecto en cualquier línea”. Alude entonces a la transgresión de los límites morales que me impone la existencia del otro como prójimo, el semejante cercano, o como el “otro generalizado”, es decir, el semejante lejano.

Para un ateo el pecado será la desmesura de su narcisismo, la desestima y la negación del otro en nombre de sus impulsos egoístas, que -por inmanencia de su naturaleza pre-socializada- son en el perfecto sentido del vocablo, amorales.
De modo que para la llamada  “conciencia moral”,  será pecado ceder ante el impulso de desestimar y despreciar al otro, en tanto entidad existente capaz de activar mi identificación con sus afectos, los de él que son semejantes a los míos. Ya en el terreno extremo de la psicopatología, tomemos como ejemplo el psicópata que, por su parte, peca de la más absoluta  insolidaridad para con sus “víctimas”, ya que son objetos manipulables y con las que nunca se identificará sintiendo culpa. No hay pues empatía en el psicópata: “El mal es la falta de empatía con el otro”, le dice el capitán Gustave Gilbert, (Matt Craven) al fiscal general Jackson  (Alex Baldwin), acusador en el juicio de los crímenes nazis.  El diálogo se desarrolla en un clima de enorme emocionalidad, en un pasaje del film Nüremberg.


Taxonomía de la soberbia

Pecar de soberbia es no saber escuchar. Desestimar la palabra del otro enarbolando la propia por sobre todos  y  todo, alardeando de mis certezas con un  chabacano “yo te canto la justa”.
La soberbia es un retoño compulsivo de la omnipotencia propia del adolescente, o del narcisista ególatra  (que en definitiva no es más que un adolescente tardío).  El soberbio no cree que tenga cosas que aprender, nunca duda de lo que dice. Siempre dando lecciones a sus ocasionales interlocutores, no dialoga, pontifica y está convencido de saberlo todo de todo. Su visión de los hechos y las cosas “es” el reflejo fiel de la realidad que él ve con claridad indiscutible, por lo que discutir es ocioso.

Desde una perspectiva  epistémica  vemos que la persona soberbia aplica una misma lógica universal de diagnóstico y conocimiento a todas las cosas del mundo, que él está convencido de conocer en su profunda “esencia”.  Así  nos cuenta  de primera mano “como son las cosas en realidad” (sic)  y en su  insensata  construcción perceptiva reduce la complejidad polícroma del mundo hasta llegar a un simplismo burdo e ingenuo. 
El soberbio se reitera en su personaje social enfatizando una suerte de “marca de agua” que, casi sin conciencia, confirma la certeza de su percepción. Hay aquí una egocéntrica  inmutabilidad  en su diagnóstico de esto y aquello,  que se realimenta con entusiasmo en el acto redundante de una clásica enunciación: “como yo siempre digo”. En el fondo de su egolatría el soberbio es un ignorante, pero lo extraordinario es que él no sabe que no sabe. Y por eso siempre cree estar en lo correcto. Si los que lo rodean no lo advierten o aplauden sus errores, el resultado será más soberbia y más ensimismamiento. Traigo un ejemplo de la sociología política: en la Italia fascista de Benito Mussolini, los seguidores fanáticos ante cualquier juicio disparatado del “Duce” solían repetir con ciega necedad: “Mussolini nunca se equivoca”… ¡Y vaya si se equivocó!

La docta ignorancia

El hombre sabio, “el erudito” es la antítesis del soberbio. La persona erudita no puede caer en una actitud soberbia, pues por defecto su límite a la desmesura es la certeza de un saber paradojal: sabe que no sabe, o mejor que sabe parcialmente, y eso mismo lo hace consciente  más de su carencia que de su potencia,  asume la condición productiva de su docta ignorancia.
El hombre sabio “siente”  que siempre tiene algo más por aprender y  cuanto más aprende, más sospecha lo poco que sabe, lo mucho que le resta por saber, que finalmente es siempre “un todo” infinito. Por eso su divisa es la relatividad de las certezas, y también por eso  intenta llegar al conocimiento parcial de las cosas a través de la duda.

A diferencia del  patético soberbio, el sabio erudito es sencillo, sin impostación, humilde y sabe escuchar  porque ama aprender. Tiene al otro  -a la sazón interlocutor-  por fuente de información y conocimiento, la fuente que su pasión por saber necesita. El erudito es por fuerza curioso y deviene en sabio con el curso de su vida. Experimenta  -y como decía Machado- tal es capaz de mudar  de opinión si el otro o la vida misma  lo convence de su error, o le muestra que una verdad del pasado puede ser una mentira del presente. El erudito dialoga, (logos compartido) escuchando más que hablando. Sin embargo importa  reconocer que hay también personas que sin ser  puntualmente “eruditas” son espontáneamente sabias: ellas también saben que no saben y por eso escuchan con humildad y talento, porque si son inteligentes, luego construirán sus propios criterios de erudición. 
Muy lejos de esta deseable actitud el soberbio al “no saber que no sabe”  -parafraseando a Borges-  ignora su propia ignorancia,  reincidiendo una y otra vez en la torpeza y el error, lo que es un nuevo pecado de necedad agregado al de soberbia original. Y ya se sabe que entenderse con un necio es un verdadero milagro. 



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