lunes, 17 de noviembre de 2014

El efecto pescadilla

Europa y su crisis: la insoportable levedad de las ideologías económicas 
                      
  El efecto pescadilla

Por Alberto Farías Gramegna


 “Nada se parece más al pensamiento mítico que la ideología política” - Claude Lévi Strauss

Francis Fukuyama anunció hace ya varios años el “fin de las ideologías”, que disueltas en la globalización del postmodernismo -sostenía-  expresaban una metáfora: el fin de la Historia, la homogeneidad de los pensamientos nacionales impulsada por fuerza de la integración mundial de los mercados, la universalización productiva y en consecuencia la neutralización de sus deformidades: los nacionalismos doctrinales. La creación de la CEE por aquellos años parecía darle la razón.



Pero en lo fundamental se equivocó sin duda. Tal vez porque no imaginó la crisis económico-financiera, institucional, social y política que ha surgido en Europa (y con sus particularidades en otros países globalizados). Para infortunio de nuestras sociedades las tendencias a la  ideologización de las culturas y el pensamiento ideológico como sistema localista cerrado no parece dispuesto a desaparecer fácilmente porque forma parte de las restricciones adaptativas de lo humano, -por lo menos en esta etapa evolutiva de la especie- y sin dudas se exacerba (una vez más) ante las crisis como la actual, poniendo en entredicho los valores que antes, en la bonanza, fueron consensuados. 
El bautizado por Habermas “euroescepticismo”, es un ejemplo a la vista. Los movimientos políticos radicales -cuantitativamente minoritarios pero con gran capacidad de impacto mediático-  surgidos en por estos tiempos en varios países de la eurozona son otros alarmantes llamados de atención. Pero la ideología no se limita a la reacción argumental de quienes se sienten afectados y víctimas de una economía política, que a partir de la divisa cambiaria única, parece haber confundido la bienvenida unidad legal-administrativa con homogeneidad cultural y productiva.

Y es que a partir de una contingencia favorable globalizada inicial, se creó la ilusión de un crecimiento ilimitado impulsado solo por un libre euro-mercado sin fronteras, con arreglo a una legislación comunitaria que todo podría preverlo y regularlo, dando lugar a una etapa de desarrollo general, que efectivamente tuvo lugar durante varios años, aunque de manera geográficamente desigual. Pero aquella confusión (para aplicar la presunción de inocencia) tuvo lamentablemente un costado indeseado y terminó arropando un oportunismo político-empresarial irresponsable, yendo desde la desmesura financiera con el efecto “burbuja” hasta la presunta corrupción en diferentes instancias privadas y estatales, que hoy por hoy es motivo de investigación judicial y estupefacción cotidiana de la opinión pública.

Lo cierto es que las recetas que ahora aparecen como solución a la crisis poniendo el énfasis sobre la austeridad y la depreciación salarial nominal y real, no están  -va de suyo- allende el  atravesamiento de los prejuicios ideológicos que presumen superar. La economía es la “ciencia” de la distribución de lo escaso. La política lo es de la negociación de los intereses particulares encontrados en aras de consensuar los comunes sociales. Ese intento deviene en el equilibrio entre la regulación legal de lo privado y lo estatal en la esfera pública. Y bien, de tal argumentación se sigue que finalmente toda economía, en este contexto que estamos considerando, es economía política. Por tanto ideológica en sentido amplio, pero también “sensu strictu”.
Así las cosas, ninguna receta de economía política para salir de la crisis puede considerarse factible de “neutralidad per se”, -allende del componente ideológico-, sin considerar los intereses que afectará y los costes a pagar por los diferentes actores sociales. Al cierre de la nota volveré sobre este punto.

Esa cosa llamada “ideología”

Aquí permítaseme un paréntesis necesario. En sentido amplio la ideología como sistema abierto está naturalmente implicada en los procesos normales de pensamiento. Es parte de la red de representaciones ideativas articuladas necesariamente con las emociones y los sentimientos. Los pensamientos, las creencias y los afectos abastecidos por la información del entorno, forman una unidad que podemos llamar precisamente “ideológica”, y se suele expresar en lo que se conoce como “opinión personal o de grupo”. Pero esta unidad -en principio- es dinámica y plástica en las personalidades flexibles, cuando entra en contacto con otras opiniones y es permeable a las contrastaciones racionales y las pruebas verificables.
Por el contrario cuando hablamos de las “ideologías” en sentido estricto, caracterizadas como sistemas cerrados y apoyados en creencias fundamentales, mudan en  una estructura autoalimentada que puede ser llamada “ideologista”.

Las personalidades más rígidas o inestables son afines a este tipo de pensamiento. Por otro lado, la creencia muy extendida en el pensamiento intelectual “progresista” en que todo comportamiento humano “es” ideológico, se inscribe en una ideología más: el “pan-ideologismo” doctrinal, un lugar común que nunca es cuestionado. Nobleza obliga, habría que decir que todo comportamiento humano es factible de “resultar” ideológico, una sutil pero importante diferencia.
El “pensamiento ideologista” como sistema cerrado puede aparecer en cualquier nivel de la actividad humana: política, social, religiosa, cultural, filosófica o deportiva. Es un sistema consistente y monolítico de creencias “a priori” que forman parte de un “núcleo duro” incuestionable. Su auto-cuestionamiento pondría en entredicho ciertas columnas donde se asienta la identidad del sujeto. Este parece ser el caso de muchos teóricos de la economía política, que pasan por ser “científicos economistas” y que ambiguamente el lenguaje popular llama “tecnócratas”, aunque en este caso no prevalece en ellos la pura técnica sino la creencia en el método. Una vez más lo ideológico.

El círculo vicioso de la pescadilla

No se necesita ser economista para intuir que el crecimiento productivo bruto de un país o región, no es necesariamente un equivalente automático a desarrollo socio-económico poblacional. Se verifica por experiencia que se puede crecer en los números macro sin ver el efecto a mediano plazo en la distribución interna de la renta sectorial: el efecto calle. Es decir verificar un aumento real en la calidad de vida de la población media, de la mano de un desarrollo integral que implique obra pública, infraestructura de servicios, aumento salarial, aumento de la demanda en el consumo, tanto de bienes básicos como suntuarios o secundarios, reactivación de la inversión privada, aumento de la oferta como respuesta a una creciente demanda, y en definitiva aumento significativo de la empleabilidad laboral, en parámetros que hagan viable una sociedad desarrollada “sustentable”, es decir, sin sostenimiento forzado por financiación y deuda vía artificial externa, aunque desde luego y necesariamente vinculada a la globalización de la economía planetaria. 
Esto es un “círculo virtuoso”. Por lo contrario la propuesta de seguir deprimiendo salarios y recortando cuanto servicio público exista, lleva a una mayor depresión del mercado, a una recesión generalizada por efecto de una cada vez menor demanda que hace que el excedente de rentabilidad empresaria no sea precisa y lógicamente reinvertido en la creación de nuevos puestos de trabajo, sino posiblemente re-direccionando el capital variable a la espera de oportunidades de especulación financiera de menor riesgo. Menos demanda menor oferta, menos inversión, más paro, mayor pobreza, más drama social. Un círculo vicioso, tan obvio como el refrán de mi abuela sobre el pez que se muerde la cola: el “efecto pescadilla”.

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