por Alberto
Farías Gramegna
“Nada se parece más al
pensamiento mítico que la ideología política” – Claude Lévi Strauss
La manida
expresión irónica “¡Es la economía, estúpido!”, que tomó prestado el ex-presidente Clinton de uno de sus asesores
económicos, sirve una vez más para ensayar una paráfrasis que apunta con el
mismo énfasis crítico a la esencia psicológica de otra problemática: la
voluntad y la tolerancia en conocer la verdad de las cosas y los hechos.
Rüdiger
Safranski en su libro “¿Cuánta verdad necesita el hombre? Contra las grandes
verdades” sostiene que el hombre tiene conciencia de ser un “sujeto escindido”,
separado tanto de sí mismo
-a partir de
ser sujeto y objeto al mismo tiempo-,
como de la naturaleza, y luego
“necesita” de las creaciones de la
cultura como acción e ilusión para reconocerse a sí mismo e integrarse a la
vida con sus semejantes, que por paradoja son culturalmente diferentes.
Pero -y aquí viene la mala noticia - ese anhelo
metafísico de recuperar una imaginada “unidad perdida” consigo mismo, con el
otro y con el mundo natural de donde surgió la bestia humana, se expresa en la
búsqueda social pre-consciente de una “Gran Verdad”, trascendente hacia una
“verdadera vida”. Esta intención implícita afectaría las relaciones sociales
enturbiando el bien común y pervirtiendo los intereses diversos que expresa la
buena política. Pero es que nunca -agrego- dejamos totalmente de ser monos
bárbaros “condenados de cultura”.
Anclados a
nuestros perecederos y fatuos cuerpos hemos desarrollado fanatismos, creencias
místicas, ansias de dominio, corrupciones, perversiones, guerras, crímenes,
sadismo, opresión, etc. que finalmente se expresan políticamente en mesianismos
y totalitarismos. Poder sobre los otros, control sobre sus ideas, manipulación
de la libertad de sus vidas y “única verdad” son las bases ideológicas del
absolutismo, del autoritarismo y del totalitarismo político. Por eso coincido
con Safransky en que las “grandes
verdades”, sean políticas, filosóficas, ideológicas, religiosas, morales, etc.
son muy peligrosas y en el fondo siempre falsas, porque pretenden asimilar la parte del existente real
(imperfecta) a un todo mítico irreal que se presume perfecto: el “hombre
nuevo”, la “raza superior”, la “sociedad sin clases”, la “comunidad
organizada”, el “pensamiento nacional y popular”, el “heroísmo revolucionario”,
el “pensamiento progresista”, la “pureza de los pobres” , el “egoísmo de los
ricos” y otros lugares comunes por el estilo.
¡Matad al mensajero!
El
“maniqueísmo” es la tendencia dualista a
ordenar la realidad del mundo a partir lo enteramente bueno y lo enteramente
malo, sin matices. Su origen es la religión universalista fundada por el persa
Mani que se autotitulaba “ultimo profeta enviado por Dios a la Humanidad” y
pretendía invalidar todas las demás creencias. Tenemos aquí a la “Gran Verdad”
definitiva, el Relato fundacional y eterno que iría por todo. El legado maniqueo
sigue vivo dieciocho siglos después por una razón de peso que va de la mano con
una tendencia fuerte de la psicología humana: el horror a lo diferente, que
cuestiona la percepción de mí mismo. Es que el “otro diferente” desmiente mi
certeza de la “homogeneidad natural” de mis percepciones: si lo que veo no es
la “verdad total”, entonces solo veo una parte del todo y eso hace que me
desconozca parcialmente. Así, para estar seguro de quien soy, afirmo mi verdad
por sobre todas las demás, descalificando otras verdades posibles. Bienvenidos
al reino perverso del pensamiento único, declarado verdugo del diálogo, que es
por esencia el “logos regio”, en tanto escucho al alter-ego, es decir el otro
diverso. Por eso no quiero saber de ninguna noticia que no sea la que yo me
invento: ¡Matad pues al mensajero! Ignoro así la existencia del otro, ya que
existir es estar siendo “per se” como otro fuera mi mundo perceptual.
Finalmente, hay vida pensante más allá de uno mismo y eso es lo que el
totalitario maniqueo no comprende ni tolera.
Los muertos que vos matáis…
Como en la
pieza teatral “Le Menteur” (El
Mentiroso) de Corneille -inspirada en “La verdad sospechosa” de Alarcón- donde
el relato de aquel que dice haber dado muerte a quien de pronto aparece desde
el fondo de la escena desmiento con su buena salud la mentira, así también la
“Gran Verdad Ideológica” más temprano que tarde cae una y otra vez ante las
pequeñas y simples pero contundentes evidencias. Al igual que en abjuración de Galileo ante la
mitomanía obtusa del inquisidor: “E ppur si muove”.
Desde la
década del 40 -en que se instala progresivamente el mito del puñado de verdades
corporativas resumidas en una “gran verdad de masas” y asimilada ésta como “única” de la realidad
misma- hasta nuestros días, la sociedad argentina vive sumida en la ilusión de
la “gran pelea” maniquea, al estilo de guerra santa, entre buenos y malos,
pueblo y oligarquía, revolucionarios y reaccionarios. Una atmósfera de
antinomias “naturales” entre la Gran Verdad Popular (v.g “políticas demagógicas populistas”) y la
presunta eterna “conjura” de una élite de plutócratas apátridas (v.g “políticas
de derechas neoliberales”).
La
psicología social nos advierte que mientras este falso dilema subsista como
núcleo duro de creencia en el imaginario de una parte importante de la
población, no habrá futuro diferente, solo un presente continuo asfixiante y
alienado cuya realidad es un “dejá vú” sin solución de continuidad, en que los
hombres de a pie son hablados por el mito fanático de la ideología política
antes que por sus conciencias reflexivas en un estatus superior: el de
ciudadanos libres y no de pensamiento subsidiado por el poder de turno. Pero
esto solo será factible si la ficción nefasta de las grandes verdades da lugar
a la consideración pragmática y racional de las pequeñas verdades del mundo
real, tan saludables como, por ejemplo, reconocer que detrás de los intereses
legítimos de cada uno en el marco de la ley, de la cultura cotidiana, de las
leyes de la economía y del poder, está la psicología de la gente…y eso no es
nada estúpido.
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