viernes, 3 de octubre de 2014

El autócrata...


El autócrata y el falso dilema 
de la demagogia
Por Alberto Farías Gramegna


“No importa que me odien, lo importante es que me teman”- Calígula

U
n dilema plantea la lógica de una elección contradictoria que excluye totalmente a uno de los términos. Cuando un dilema resulta falso presenta como disyuntiva lo que es naturalmente conjunción y complemento. Y este es precisamente el caso del político autócrata que en nombre de la Democracia desestime  a la República. Una de las formas posibles de la autocracia es la demagogia (del griego, demos, pueblo y ago, conducir), que cuando está ligada a la acción política asume el ropaje de populismo. 

El “demagogo” era un gran orador  y  tenía habilidades para conseguir  éxito en sus propuestas, pero el término ha perdido esa connotación positiva y hoy se  vincula al engaño. Al igual que el sofista, parafraseando a Arthur Koestler, dice creer todo lo que puede demostrar, pero en verdad intentará vanamente demostrar todo aquello que cree.
Así el autócrata populista presentará discrecionalmente sus transgresiones a la institucionalidad republicana como legitimados por representar la voluntad de una mayoría o de una primera minoría, pero omitirá decir que el equilibrio de poder implica tener en cuenta las otras minorías, que en algunos casos sumadas pueden ser la verdadera mayoría que no lo eligió. Pero no es esta la cuestión fundamental: al no respetar las normas de la institucionalidad constitucional, lo que se afecta es la esencia de la voluntad de los votantes (ajenos y propios), ya que el voto no habilita al gobernante elegido a hacer y deshacer como más le parezca.

Solo en un marco político en el que las reglas son fijadas por las leyes y no por voluntades y ambiciones personales, puede prosperar la convivencia. En los sistemas democráticos, que efectivizan el poder soberano de la figura del “pueblo”, las formas institucionales son el fondo que concreta el espíritu de aquel poder. La alteración de las formas afecta directamente el funcionamiento genuino de las normativas republicanas, y el discrecionalismo atenta no solo contra el espíritu de las leyes sino que subvierte el poder que el ciudadano ejerce al momento de manifestar su voluntad a través del voto.

La voluntad sospechosa

Pero todo esto al autócrata no le interesa para nada. En su certeza de que su voluntad coincide con la verdad y de que sus intereses son universales, asimila la totalidad a la parcialidad y construye un enemigo externo contra el que hay que lidiar envuelto en la aureola demagógica de la epopeya. Son los objetivos los que definen su lógica. En este sentido dice acertadamente Armando Ribas: “Dado que la racionalidad depende del objetivo, la demagogia es un comportamiento racional en busca de poder político. Por ello, no existe la posibilidad de determinar a priori la racionalidad si previamente no conocemos el objetivo de la misma, que como dijera Hume es una pasión y tal es la voluntad de poder”.

El autócrata demagogo es un gran simulador: Aboga por un ideal  mientras trabaja para demoler los cimientos en los que ese ideal se edifica. Así en nombre de la libertad conculca las fuerzas que la garantizan. En nombre de la Ley se erige como juez y parte de los conflictos que él mismo precipita. El autócrata acomodará  los tiempos y las formas al fondo de sus intereses. No se limita porque cree en inutilidad del consenso. No dialoga, monologa altisonante. No consulta, ni comparte, sino que ordena, premiando o castigando lealtades y rebeldías. Se rodea de adulones y obsecuentes, porque no soporta que lo contradigan. Busca obsesivamente permanecer en el poder porque confunde Estado con Gobierno y continuidad institucional con continuismo del régimen. Por último, el autócrata es la antítesis del estadista. Se aferra a una visión ideologizada del mundo, porque reviste su permanencia en el poder como un hecho predestinado, que su propia creencia mesiánica autoconfirma.
El autócrata es un hombre condenado. Como en el teatro mitológico  la tragedia que protagoniza no admite finales abiertos. Lo dramático es que arrastra con él al vasto elenco ciudadano que lo acompaña en las tablas de la vida cotidiana, y eso no es puro teatro.

Publicado en La Capital de( Mar del Plata el 2/10/14
C) by afg 2014


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