La insoportable levedad de las ideologías
por Alberto Farías
"Intento comprender
la verdad, aunque esto comprometa mi ideología." –
Graham Greene
“Nada se parece más al
pensamiento mítico que la ideología política” –
Claude Lévi Strauss
F
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rancis Fukuyama anunció hace ya varios años el “fin de las
ideologías”, que disueltas en la globalización del postmodernismo -sostenía-
expresaban una metáfora: el fin de la Historia, la homogeneidad de los
pensamientos nacionales impulsada por fuerza de la integración mundial de los mercados,
la universalización productiva y en consecuencia la neutralización de sus
deformidades: los nacionalismos doctrinales. La creación de la CEE por aquellos
años parecía darle la razón.
Pero en lo fundamental se equivocó sin duda. Tal vez porque
no imaginó la crisis económico-financiera, institucional, social y política que
ha surgido en Europa (y con sus particularidades en otros países globalizados).
Para infortunio de nuestras sociedades las tendencias a la ideologización de
las culturas y el pensamiento ideológico como sistema localista cerrado no
parece dispuesto a desaparecer fácilmente porque forma parte de las
restricciones adaptativas de lo humano, -por lo menos en esta etapa evolutiva
de la especie- y sin dudas se exacerba (una vez más) ante las crisis como la
actual, poniendo en entredicho los valores que antes, en la bonanza, fueron
consensuados. El bautizado por Habermas “euroescepticismo”, es un ejemplo a la
vista. Los movimientos radicales de derechas nacionalistas y fascistoides o explícitamente
neonazis son otros alarmantes llamados de atención.
Esa cosa llamada “ideología”
En sentido amplio la ideología como sistema abierto está
naturalmente implicada en los procesos normales de pensamiento. Es parte de la
red de representaciones ideativas articuladas necesariamente con las emociones
y los sentimientos. Los pensamientos, las creencias y los afectos abastecidos
por la información del entorno, forman una unidad que podemos llamar
precisamente “ideológica”, y se suele expresar en lo que se conoce como
“opinión personal o de grupo”. Pero esta unidad -en principio- es dinámica y
plástica en las personalidades flexibles, cuando entra en contacto con otras
opiniones y es permeable a las contrastaciones racionales y las pruebas
verificables.
Por el contrario cuando hablamos de las “ideologías” en
sentido estricto, caracterizadas como sistemas cerrados y apoyados en creencias
fundamentales, mudan en una estructura autoalimentada que puede ser llamada
“ideologista”. Las personalidades más rígidas o inestables son afines a este
tipo de pensamiento. Por otro lado, la creencia muy extendida en el pensamiento
intelectual “progresista” en que “todo comportamiento humano es ideológico”
(sic), se inscribe en una ideología más: el “pan-ideologismo” doctrinal, un
lugar común que nunca es cuestionado. El pensamiento ideologista como sistema
cerrado puede aparecer en cualquier nivel de la actividad humana: política,
social, religiosa, cultural, filosófica o deportiva. Es un sistema consistente
y monolítico de creencias “a priori” que forman parte de un “núcleo duro”
incuestionable. Su cuestionamiento pondría en entredicho ciertas columnas donde
se asienta la identidad del sujeto.
Psicología del hombre ideológico
El “hombre ideológico”
-definido como de estructura ideologista y cualquiera sea su adhesión
normativa-doctrinal, va de suyo potenciada en casos de militancia política
partidaria- construye un filtro perceptivo con el que mira y piensa el mundo,
cuyo funcionamiento, en su íntima creencia, responde con precisión de relojería
a sus parámetros conceptuales. Los acontecimientos y los datos de la realidad
material objetiva (¡que aunque no parezca existen!) son así recortados con
arreglo al lecho de Procusto que gobierna su pensamiento.
El hombre ideológico es
dogmático por antonomasia. Sus dichos son frases del dogma que profesa. La
verdad no se encuentra con-el-otro y en la pertinencia de la duda, (que el
dogmático critica como una jactancia innecesaria) sino que existe como punto de
partida. La verdad del hombre ideológico está en la doctrina que lo funda como
ser corporativo, parte de una dimensión trascendente que lo incluye y lo
sostiene. Por eso el hombre ideológico no dialoga (“dia-logos” es alcanzar la
verdad por la palabra compartida), sino que monologa con el fin de refutar al
otro, porque él “sabe” que el otro está equivocado. No valora el decir del
prójimo por la calidad de la sustancia y el análisis de su justo contenido,
sino que vale solo por quien lo diga. La mentira o el disparate en boca del
secuaz revisten calidad de verdad solo por compartir la ideología. El más
brillante juicio en boca de un diferente, en cambio, es descalificado de
inmediato porque nada bueno puede venir desde fuera de mi sistema ideológico.
Creo, luego soy
Al contrario del “hombre
dialógico” que primero es, luego conoce y demuestra para creer y cree para
poder, el “hombre ideológico” necesita primero creer para poder ser. Su
percepción es ante todo discursiva y por tanto su ser se aliena en la doctrina.
Las cosas no son más o menos en sí mismas, sino que su verdad o falsedad se
relata desde los valores que proyecta sobre ellas la ideología a la que es
adicto. Por eso es afecto a los discursos sin fisuras, a las imágenes simples,
a los clichés, a las anécdotas contundentes y a los símbolos omnipotentes. Es
por esencia de su sistema pre-juicioso: no importa examinar los juicios, sino
afirmar los pre-juicios. Nada hay que demostrar porque ya todo está demostrado
en su fe ideológica. Es adicto a los remoquetes y las denominaciones
descalificatorias de los que profesan todo lo que él rechaza o ironiza. Son
caricaturas que alimentan su necesidad de etiquetar y dibujar personajes
inmutables. Las “categorías” definen el alcance de la aceptación del otro. El
hombre ideológico no pregunta qué cosa se dijo sino quien lo dijo. Su mundo
crítico se termina en los estrechos límites del territorio que marca su
ideología. No discute ideas del interlocutor ocasional para sopesar su
certidumbre y arriesgar las propias exponiéndolas al examen ante otras
realidades perceptuales, sino que piensa de antemano como refutarlas mejor. El
máximo logro contemporizador del ideólogo es aceptar que la existencia de otros
“puntos de vista” es una indeseable realidad. Al hombre ideológico no le agrada
la diversidad, las diferencias plurales -aunque lo disimule con eufemismos
políticamente correctos- , por eso siempre tiende a pensar uniformidades y
desearía unanimidad totalizante de creencias: ¿cómo es posible que los demás no
vean lo que para él es clarísimo?
La paradoja de la
ideología de sesgo ideologista -como sistema cerrado- es que no puede percibirse
a sí misma como tal: el único que desconoce vivir en el agua es el pez, porque
solo se puede conceptualizar tomando distancia de las apariencias, solo se
puede rondar el borde de la verdad desde la mirada del otro, que me saca de la
fascinación de mi imagen en el espejo. La madurez del ser y el desarrollo de la
razón desapasionada resultan, en cambio, valiosos antídotos ante los síntomas
de fundamentos acríticos. La ideología, -en su variante ideologista y tal como
la describimos aquí- , es hija de la intemperie del ser que vive angustiado
ante la incertidumbre, la angustia del no saber, la desnudez de la pregunta, la
omnipotencia del gregario, en fin la “insoportable levedad del ser”.
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