Relatos de familia
Pietro, un hombre bueno
(Aquellos fueron los días)
Por Alberto Farías Gramegna
Nacido en el Piamonte, Pietro salió de Génova una fría y brumosa tarde del 6 de setiembre de 1919, dejando atrás un muelle repleto de madres y esposas empapadas en pañuelos de algodón, simples y modestos como sus vidas de mujeres dedicadas a servir a sus maridos y criar a sus hijos con la hosquedad propia del amor proletario.
“Principessa Mafalda” se llamaba
el barco. Pietro Graciano Inocencio, -que ese era su nombre completo- tenía
entonces 17 años recién estrenados y un sueño de aventura americana por
cumplir. Tengo sus dibujos a plumín con diseños de guardas grecorromanas, que
ensayaba sobre cartulina en el estrecho rincón de su litera en el humilde
camarote compartido con cinco paisanos más. Durante las mañanas pagaba por
cuotas su pasaje trabajando en el torno del taller de reparaciones del barco,
en las profundas catacumbas debajo de la línea de flotación.
Los
preparativos del viaje a Sudamérica incluían la idea de una “Colt 38” al estilo
western -que final y felizmente nunca
compró-, ya que creía desembarcar en medio de polvorientas diligencias,
sheriffs y “saloones”.  Al llegar a Buenos
Aires, la ciudad lo defraudó por un instante cuando al mostrarle su rostro
moderno de ciudad cosmopolita europea surcada por tranvías y Ford T, adoquinada
a la sombra de edificios complejos de mil balcones como los que había conocido
acompañando a su padre en aquella visita inolvidable a Milán. “Pobrecita la
mía mamma que lloraba en el puerto”, le dijo Pietro emocionado a su tía que
lo esperaba a su llegada a la ciudad.
Pero el
tiempo todo lo puede y en pocos meses superó la nostalgia apañada en noches
tristes de faroles mortecinos mirados por la hendija de la pieza que su tía
materna le había preparado en el descampado y fangoso suburbio de Banfield.
Vinieron después los primeros trabajos en talleres, los amigos y las chicas de
estas tierras, como Ángela, aquella simpática “pizcueta” adolescente que flechó
al “tanito” buen mozo que lucía polainas relucientes, bombín de terciopelo y
cuello cerrado al corbatín. Todo un dandy.
La foto con “el Broya” -camarada en las buenas y en las malas- los muestra
saliendo de una función en el Colón. La ópera era una de sus pasiones y
Caballería Rusticana su favorita. Por suerte en su vida no hubo un Alfio y
Santuzza lo amó con el nombre de Angelita. 
 Los domingos
Pietro tomaba el Ferrocarril del Pacífico para visitar a su novia en el
suburbio de manzanas descampadas, calles de tierra y chacras familiares. Aún no
sabía que ese barrio conurbano sería el escenario elegido para construir su
mundo de sueños y trabajo, su amada familia, su modesto taller que mudó después
en pequeña pero orgullosa fábrica de bombeadores de agua.
Los domingos
Pietro tomaba el Ferrocarril del Pacífico para visitar a su novia en el
suburbio de manzanas descampadas, calles de tierra y chacras familiares. Aún no
sabía que ese barrio conurbano sería el escenario elegido para construir su
mundo de sueños y trabajo, su amada familia, su modesto taller que mudó después
en pequeña pero orgullosa fábrica de bombeadores de agua.
Lo recuerdo artesano, con su guardapolvo gris, embadurnado de grasa y enseñándoles codo a codo a los bisoños operarios los trucos del manejo de la fresa y el torno revólver.
A veces pienso que Pietro inventó el “coaching” laboral, la acción de entrenar y capacitar al trabajador. En su pequeña empresa de no más de veinte operarios, él los conocía a todos hasta en los más mínimos detalles: sus virtudes, sus defectos, sus estilos de ser y hacer, sus experiencias, sus dudas, sus debilidades y sus fortalezas. Como dije, vestido con su infaltable guardapolvo gris y su boina negra, los acompañaba siempre en el puesto de trabajo, conversando con ellos acerca de las tareas y de sus estados de ánimo, supervisando los procedimientos, estaba abierto a las sugerencias y modificaciones. Los consultaba sobre cómo solucionar un problema y los alentaba en sus aciertos. Cuando aparecía un inconveniente en algún punto del proceso productivo, él los convocaba para discutir el tema y entre todos encontrar una solución. Entrenaba competencias laborales, aunque no utilizara estos modernos términos. El tercer viernes de cada mes suspendían las tareas dos horas antes y se reunían en el fondo del galpón en torno a una mesa improvisada (incluido el contador de la empresa), con mate y facturas, para hablar de cómo andaba todo en el trabajo. De tanto en tanto alguien hablaba de su familia, de algún pedido de licencia, o de cualquier otro tema que tuviera repercusión en el grupo, y ahí mismo se evaluaba y después de escucharse la opinión de todos, Pietro lo resolvía. Era, a su manera, un líder empresarial y un “coach” al mismo tiempo, porque guiaba la estrategia de la empresa y además -tal como hace un “manager”- entrenaba roles y personas, para mejorar el desempeño. Claro que yo no tenía ni idea de todas esas palabras que hoy usamos tan a menudo. Cuando veía un conflicto o una dificultad en el desarrollo de la tarea de algún obrero, Pietro lo convocaba a su escritorio y charlaban con franqueza. Asesoraba y motivaba delegando, pero sin abandonar su responsabilidad en la gestión. Con los nuevos era un instructor y con los viejos un delegador responsable de tareas, es decir que utilizaba intuitivamente la técnica de la conducción situacional operativa.
 Por esa época
mi entusiasmo y energía infantil me izaba a los techos de chapa del galpón
lindero al taller de Pietro y desde allí miraba fascinado las nubes
multiformes, el achatado horizonte del barrio dormido y más cerca el hermoso
Buick azul eléctrico con el que Pietro me enseñó a manejar a mis trece años.
Por esa época
mi entusiasmo y energía infantil me izaba a los techos de chapa del galpón
lindero al taller de Pietro y desde allí miraba fascinado las nubes
multiformes, el achatado horizonte del barrio dormido y más cerca el hermoso
Buick azul eléctrico con el que Pietro me enseñó a manejar a mis trece años. 
Recuerdo también los años anteriores, aquellos días en que él me leía los “chistes” de la sexta La razón y Don Fulgencio, Apolinario Mamerto, el cimarrón Lindor Covas, Chapaleo, el dulce hogar de Dadwood, Cristóbal, Ramona, me acompañaban en mis travesuras de rodillas lastimadas. Entusiasta lo evoco, compinche alentando mi pasión por los aviones. Iniciando juntos fatigadas excursiones en sus queridas sierras cordobesas, (que quizá lo transportaran a su infancia italiana montañesa) curiosos nuestros ojos de niños desiguales creciendo en la complicidad de la aventura.
Así lo recuerdo a Pietro, inmigrante, tolerante, compañero, a mi abuelo, “el nonno”, simplemente un hombre bueno.
*  *  *



 
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