“Cuando nuestra identidad social con el grupo es fuerte, aparece el tribalismo. En esta situación, generamos un comportamiento tribal a partir de nuestra pertenencia a uno u otro grupo, que se manifiesta de diversos modos protegiendo nuestra pertenencia.” -Guadalupe Nogues
Lo hemos dicho en el
título de este libro: entre el árbol y el bosque, dos caras de una misma
moneda, hay una relación compleja de condicionamiento mutuo, una dialéctica
inextricable, que se suele ignorar cuando una de las dimensiones intenta explicar la “innecesaria” presencia de la otra. Los prejuicios personales
vinculados con situaciones contingentes, intereses inmediatos y de autoestima,
suelen impedir una lectura amplia de la complejidad del bosque, que tiende a
ser multicausal y relativa, casi nunca absoluta. En cambio, cuando el prejuicio
deviene de las creencias generales acerca de “cómo es el mundo” y de “cómo
debiera ser” (sic), se instala en el sujeto una lógica maniquea, donde el
bosque ideológico disuelve la materialidad concreta e inmediata del árbol
cotidiano de mis necesidades y prejuicios y derechos de libertad como persona
indivisa.
El ejemplo paradigmático de la estructura lógica del dogma es el pensamiento “místico-religioso”, y en particular sus variantes fundamentalistas extremas, que involucran a la totalidad de la vida privada del sujeto. Todo el comportamiento público y privado queda regulado por los estrictos rituales del dogma que regulan cada gesto, costumbre y pensamiento íntimo del creyente.
Similar proceso se
observa en los fanatismos derivados de los credos ideológicos dogmáticos en sus
expresiones sociopolíticas y culturales. Discursos de moralidad normativa sobre
sociedad, ecología, sexualidad, género, política, educación, nacionalismo,
moral y conducta, etc. Así la Idea del Todo y de la Comunidad que envuelve la
identidad individual, anula la realidad de la parte y del individuo real, único
centro posible de la dignidad de libre consciencia del ser y el existir.
Sigmund Freud, en su
clásico “Psicología de las masas y análisis del Yo”, había desarrollado un
esbozo del mecanismo grupal de identidad de pertenencia. Esta mirada teórica
con arreglo a las categorías conceptuales del psicoanálisis sostiene que el
sujeto transfiere parte de su Yo a un Ideal que lo trasciende (un líder, una
idea) y unifica con los otros “fans” y así se iguala con su semejante de tribu
de pertenencia. Lo vemos claramente en los seguidores de un club deportivo, un
partido político, etc.
Volviendo al pensamiento
dogmático, en política por ejemplo, suele ceder a la tentación de sumarse a
colectivos imaginarios, en los que prevalece un reduccionismo conceptual
inmediatista, y en los que la cercanía agobiante de la interpretación unicausal
de los hechos hace que el bosque del discurso ideológico tape la complejidad
del árbol personal, tal como por ejemplo en los relatos de populismos de
izquierdas y derechas, que predican consignas mesiánicas y demagógicas sobre
las personas y las cosas en nombre de premisas supuestamente altruistas de
justicia y/o de orden, que lucen bien a los nobles ideales o a las buenas
intenciones de quienes andan por la vida buscando una causa que les ayude a
encontrarse a sí mismos a partir de una identidad ideológica, y más allá de la
legitimidad ético-moral de algunos ideales.
Fruto de insomnios
extemporáneos, aquellas consignas suelen terminar a menudo en siniestras noches
de lamentables pesadillas sociales. Sin embargo, un segmento de muchas
sociedades -y la nuestra no escapa a ello- parece no querer enterarse de
aquello y resulta protagonista recurrente de una curiosa y dramática
contradicción: es a la vez dogmática-populista y escéptica-agnóstica, sin que
parezca notar ese extraño sincretismo que por definición debiera ser
incompatible, ya que el dogmático es por fuerza, un creyente en la letra,
mientras que el escéptico duda y desconfía de los textos formales y las recetas
morales. El uno es rígido, el otro flexible; el primero absoluto, el segundo
relativo.
Pero en los colectivos
de opinión señalados convergen en simultáneo estas dos actitudes ante una
diversidad de temas sociales y políticos, aunque hilvanados siempre por la
creencia implícita en un fuerte asistencialismo omnipresente.
La esencia resultante
de esa curiosa porción sociocultural es un oportunismo de matriz populista y humor social inestable, ambiguo y rara vez
éticamente asertivo. Tal es esa singular variante mágica que constituye lo que
se conoce en psicosociología como un sesgo del “carácter nacional”, fruto de la
historia de reemplazar la cruda realidad adulta, en donde todo tiene su precio
en trabajo productivo y esfuerzo personal, por la fantasía de la eterna
gratuidad estatal propia de un naturalismo edénico.
Al igual que el
ciudadano de la antigua Roma, -Tito Livio dixit- el de nuestro ejemplo no puede
soportar “los vicios que critica, ni sus remedios” cuando alguien
sensato por fin pretende aplicarlos. Es
que tal vez solo al tomar debida distancia a veces del omnipresente árbol
narcisista de la “opinión personal” (sic) y otras del agobiante y discursivo
bosque ideológico, pueda percibir la complejidad variopinta de una realidad
compleja a veces complementaria y otras veces excluyente.
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