jueves, 15 de junio de 2023

HOMBRES DE GRIS

 Psicología laboral y organización

Hombres de gris

Por Alberto Farías Gramegna

textosconvergente@gmail.com

“Complicar para reinar…la fórmula perfecta del burócrata”- Albert Relmu                                                                                                                                                    


Etérmino “burocracia” proviene del francés "bureaucratie", donde “bureau”: oficina/escritorio, y “cratie”: gobierno/poder.

La palabra compuesta -con una connotación negativa- fue introducida por Jean-Claude Marie Vicent de Gournay, en escritos relacionados a las políticas de la monarquía absoluta.

Para Max Weber, padre de la sociología comprensiva el “sistema burocrático” tiene, en cambio, connotaciones diferentes: Resulta en una forma de organización y administración racional por oposición a los sistemas  "carismáticos" o "tradicionales". 

Weber definía a la burocracia como un sistema administrativo, “una forma de organización que exalta la precisión, la velocidad, la claridad, la regularidad, la exactitud y la eficiencia conseguida a través de la división prefijada de las tareas, de la supervisión jerárquica, y de detalladas reglas y regulaciones”

Partiendo de esta acepción, hace años he propuesto, sin embargo, llamar “burocratismo” a la distorsión o deformación del sistema burocrático hasta mutarlo en una pesadilla administrativa.

Para analizar el mecanismo burocratístico en la relación organización-sujeto (es decir la ecuación universalidad-particularidad y su producto resultante, la singularidad) he propuesto la existencia de tres resultados a partir de  la interacción entre las necesidades de la persona trabajando y los requerimientos que la organización hace al personaje que aquella encarna y el rol que desarrolla.

1) Automatismo: cuando el personaje anula a la persona 

2) Discrecionalismo: cuando la persona se aprovecha del personaje en exclusivo beneficio propio y ...

3) Funcionalismo: cuando persona y personaje de rol armonizan sin anularse ni empobrecerse y en acción direccionada a los objetivos de la tarea. 

La historia de un hombre de gris

No importa aquí su nombre. Su historia es la historia de los que -metamorfosis mediante- pueblan  los cuentos de Kafka y se corporizan cada día ante nuestra desazón de este lado del mostrador.

Nuestro personaje había aprendido -no sin esfuerzo aunque con vocación- que las cosas  conocidas que lo rodeaban le daban una extraña seguridad y una sensación  de  bienestar familiar. Con el curso de los días y las semanas  aprendió a decir que no, con  notable facilidad y sin culpa.

Aprendió a disfrutar del  sentimiento de ser  importante a la hora de poner un sello. Descubrió que detrás de ese insignificante puesto podía esconderse un  enorme poder, capaz de dar felicidad o amargura y aún de disponer de la vida de la gente. Supo como crear intrigas y encontrar un obstáculo en cada  renglón de un formulario. Se detuvo en la búsqueda de la palabra justa  con más saña que prolijidad. Abrazó con convicción la idea de que las formas deben privar por sobre el contenido y  comenzó a molestarle el sentido común que amenazaba su doctrina, ahora mezclada con sus intereses.

Se mostraba cada vez mas  imbuido del nosotros y  palabras como  formulario, expediente, legajo, usuario y  elevar solicitudes poblaban sin esfuerzo su lenguaje cotidiano hasta resultarle connatural a la especie humana.

Supo apelar sin  hesitar a fórmulas  infalibles como  la frase fulano “Ahora está reunido”, que  le aseguraba un mayor control  de intermediario. Los “arriba” y los “abajo”  pasaron a significar  otros universos más de acuerdo con los niveles dantescos que con la ubicuidad de los seres.

Casi sin darse cuenta, reemplazó el saludo por la interpelación “¿Qué necesita?” solo, después de simular no  haberse dado cuenta de la presencia del semejante detrás de un mostrador. Permanecía mirando para otro lado o hablando con su compañero como un ritual necesario que mostraba que él tenía el control del tiempo del otro. Se ocultaba  para dilatar la espera y  multiplicaba los requisitos aún mas allá de los que estipulaba el reglamento. Nunca  más se preocupó por  el argumento o la lógica de quien  necesitaba de su función. El encuentro solo tenía la rutina de una pulseada donde debía quedar claro que las cosas se hacían  a su manera  según  su estado de ánimo, pero siempre en nombre de la norma.

Aprendió -desconociéndose a sí mismo- a sentirse a salvo  de la muerte paladeando la angustia  impotente del otro y  se  solazó con la frustración  ajena que le daba la idea de ser omnipotente. Con un solo gesto, una palabra, lograba que el otro empalideciera o  suplicara  su piedad. Trabando lo fácil podía después sentirse magnánimo  dando excepciones “solo por esta vez”.

Disfrutó indolente del mate y del café detrás de bambalinas, a voces mientras las toses impacientes se retorcían buscándolo en cada “¿Quién atiende aquí?”

Supo  refugiarse en  la ilusión corporativa que le dio identidad a su desgracia. Fue alguien en la nada  de su historia, y pudo hacer menos cada vez  porque la escasez es un buen motivo de disculpa.

Se  obsesionó por las licencias y juntó certificados, militó en las sombras  del boicot, no importa quién saliera lesionado. Fue sindicalista  sin carné  en cada huelga repetida, anónimo beneficiario  de un trabajo siempre “mal remunerado” según decía  su evidencia.

Se acostumbró a trabajar siempre lo justo  y menos si pudiera, porque “esa tarea no me corresponde”. Fue “cafisio” de quien  algo tramitara. El otro de afuera, fuera usuario, cliente, contribuyente, solicitante siempre era el otario al que debía cargársele la cuenta y los gastos de sellado.

Con el correr de cada tarjeta marcada la rutina se ahuecó en su boca reseca y sus labios delgados construyeron una mueca  patética de sadomasoquismo, porque aprendió también que  dar dolor  destruye  también a quien lo aplica. Y las horas  transcurridas hicieron de su vida un expediente más o menos  instalado en las  auras  circulares del “acto administrativo”, paráfrasis emblemática del escudo  de pertenencia. Odió con fuerza los cambios que amenazaban su rutina, desconfío del humor de los trasgresores y exigió lealtad  indubitable a los bisoños que llegaban  en busca  de  la soñada ceremonia de ser parte del sistema.

Todo se fue dando sin su autorización pero con su silenciosa complacencia. No hacía mucho tiempo que se había incorporado y, sin embargo, era ya sin dudas parte de la casa. Un acabado y perfecto burócrata. 

Imagen: https://pm1.aminoapps.com/6218/0c3670738d6c56675ef1d2087045c2393f400793_hq.jpg

 

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