Psicología Social
Me encanta la Humanidad, lástima la gente
(a confesión de parte…)
Por Alberto Farías Gramegna
“Sería el más feliz de los mortales si pudiera hacer que los hombres se curaran de sus prejuicios” - Montesquieu
El Infierno en la Tierra
(C) by AFG 2020 - Actualizado al 2022
Para Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu, había tres sentimientos o vivencias ante sendos sistemas políticos y cada uno de ellos coadyuva a una cierta estabilidad de aquellos: la virtud, vinculada con la república ; el “honor” sería el sostén de la monarquía, pero el propio autor aclara que es un “falso honor”, ya que consiste en el respeto que cada quien debe a su propio rango; y finalmente, el miedo, que refiere a la esencia del mantenimiento de los despotismos.
En un ensayo sobre aquel autor Raymond Aron enfatiza que “la virtud de la República no es una virtud moral, sino propiamente política. Es el respeto a las leyes y la consagración del individuo a la colectividad.” (Las etapas del pensamiento sociológico).En relación al miedo, Montesquieu, -a diferencia de la mirada un tanto pesimista de Hobbes que pensaba que el temor servía como punto de arranque para la comprensión de la existencia del Estado (recuerden su Leviatán y aquello de “el hombre lobo del hombre”) -lo ve con ojos críticos y una convicción teleológica: los regímenes fundados en el miedo del dirigido están corrompidos en sus nudos más profundos y condenados por eso a colapsar, en tanto son la negación de la política, porque el despotismo es el mal político absoluto. “Los sujetos que solo obedecen por temor apenas si pueden ser considerados hombres”, nos dice Aron, al examinar el pensamiento del escritor francés del siglo XVIII. Y concluye: así como “en la República la igualdad es la igualdad ante la virtud y en la participación general en el poder soberano, la igualdad despótica es la igualdad en el temor”.
Para no irnos muy lejos, viajando al siglo XX pensemos en Hitler, Stalin, Mao, Mussolini, Franco, Salazar, Pol Pot, Idi Amin Dada, Pinochet, Hussein, Gaddafi, Batista y su sucesor, Castro…y así podríamos seguir citando a los líderes de los regímenes totalitarios de las autodenominadas “democracias populares” y tantos otros déspotas dictatoriales de en nuestros días en regímenes totalitarios o populistas de cualquier signo (para muestra basta un Putin), en al menos cuatro de los cinco continentes (no recuerdo ahora mismo a ninguno en Oceanía).
Pero esos terribles sujetos, capaces de segar la vida y destruir la hacienda de millones en nombre de una presunta Causa Sagrada Trascendente sin sentir culpa alguna, -ya que la psicopatía sociopolítica es su rasgo primordial, al que suelen agregar la corrupción y la mentira sistemática que recomendaba el nazi Goebbels- envueltos en un manto de ideologías delirantes cuasi-religiosas, reiterando que “el fin justifica los medios”, nada podrían hacer si no estuvieran rodeados de los círculos concéntricos de “poder centrífugo decreciente” (cuanto más lejos del Conductor menos poder global se tiene) y del terror a la delación.
Entornos felones de esbirros y acólitos expertos en la infamia y la ignominia de la mentira, para apartar a quienes pueden amenazar su poder o simplemente por el miedo a ser ellos acusados de traición. Hay en la profusa red de sometimiento cruzado de los despotismos otro poder pequeño y fragmentario por ser acotado y parcial pero muy eficaz, que he dado en llamar “el poder del encargado”: es la miserable esfera del intermediario, el que controla la puerta, el que maneja una cuota “local”, casi invisible, de poder a su servicio y que suma su arbitrio burocratizado a otras miles de zonas controladas a la sombra del Régimen.
Ellos son finalmente la esencia del Gran Hermano Omnipresente, que vigila y persigue cada gesto de la “vida de los otros”. El sueño eterno de los despotismos totalitarios (todo despotismo por defecto busca controlar la totalidad de la esfera política) de derechas e izquierdas, ateos o religiosos, es la uniformidad del discurso, el control de cuerpos y mentes de los dirigidos, la utopía de lograr un territorio de pensamiento unificado, ante el que cualquier desvío es castigado con el destierro, la cárcel y hasta con la muerte.
Creer o reventar
En su extraordinario libro “El verdadero creyente”, Eric Hoffer refiere que todo movimiento mesiánico de masas se desarrolla en tres momentos crecientes que requieren sendos “tipos” de personas diferentes. Lo sintetizo: primero los “hombres de palabra” (los ideólogos que seducen) que a partir de un discurso con forma de “relato religioso” inician las críticas antisistema definiendo un “enemigo necesario” y prometen el Paraíso en la Tierra, habitado por el “Hombre Nuevo”, la “Raza Superior”, camaradas, compañeros, hermanos del dogma, etc.
Una vez el discurso arraiga en los nichos lumpen-sociales predispuestos, es el turno de los “militantes fanáticos” (convencidos que hacen el trabajo sucio pasando a la acción para “cambiarlo todo, yendo por todo”). En esta etapa “instituyente” son ellos los verdaderos creyentes, los anónimos que han sido definidos críticamente como “idiotas útiles”, lo que refuerza su identidad combativa al ser descalificados por “el enemigo”. Vacías sus vidas de la saludable individualidad -que no debe confundirse con individualismo- de un proyecto de autotrascendencia personal, ven en “la causa finalista de todos” la única promesa de ser alguien-con-los-otros-pares-desangelados. Su mundo alucinado de uniformidad es un antagonismo irreductible plagado de odio y doctrina: “ellos o nosotros”.
Llega finalmente, -si el movimiento ha triunfado- la necesaria e imprescindible estabilidad, -que el recordado Ricardo Malfé, define como etapa “instituida”- y con ella la emergencia de los burócratas, los “hombres de escritorio” cuya característica ya no es ser creyentes en la Utopía, sino conservar y reproducir el sistema consagrado, de manera acrítica, obediente y reaccionaria a todo cambio. Es la etapa del cinismo, la hipocresía, la crueldad y la necedad política que sostiene y es sostenida por la corrupción de mentes, cuerpos y haciendas. El final es siempre el mismo: la tragedia. Como dijo C P Snow “En la larga y truculenta historia de la Humanidad veremos que se han cometido muchas más atrocidades en nombre de la obediencia que en nombre de la rebelión”. Y así lo confirmo, porque lo he visto una y otra vez. A confesión de parte…
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