El hombre de un solo libro
(acerca de la “identidad sectaria”)
Por Alberto Farías Gramegna
“Temo al hombre de un solo libro” -Tomás de Aquino
E |
n “El hombre de un solo libro, creo, luego existo” (Ed. Martín, 2021) se intenta una aproximación descriptiva a la vez que conceptual, de lo que se identifica como “pensamiento ideológico” -para diferenciarlo del que precisamente no es- desde la perspectiva de la Psicología Social y de la Personalidad.
Identidad y pertenencia
La identidad de una persona puede ser definida como lo que permanece idéntico a lo largo de sus años de crecimiento y consecuentes cambios evolutivos psicofísicos y cultural-experienciales. Es decir, lo que subsiste luego de atravesar todos esos los cambios. Estos presuponen conservar un “nicho” básico de representaciones de uno mismo y del lugar que ocupamos en el mundo, un punto de referencia que precisamente permite reconocer (re-conocer es al mismo tiempo re-conocer-se) que uno es quien es siendo sin embargo distinto al que era. Estamos diciendo que mantener una identidad normal es cambiar. El adulto normal conserva algo de su adolescencia para reconocerse crecido. No hay cambio sin conservación. Es una ley de la dialéctica. Al decir de Einstein “es de sabio cambiar de opinión cuando las cosas cambian a nuestro alrededor”. Pero ese cambio es de diagnóstico no necesariamente de principios éticos o morales. La identidad reside en el “Yo” (conciencia de uno mismo) que a su vez existe fenomenológicamente como tal en tanto se confronte con los otros “yoes”. Su origen evolutivo es una mezcla de lo que traigo y lo incorporo, y su marca es la sociabilidad. Siempre hay algo de los otros en mi individualidad. Freud decía que en sentido amplio toda psicología era social. El psiquiatra y psicólogo social Enrique Pichón Reviere (1985) lo enmendó: “El sentido estricto toda psicología es social”. Es la parte de la identidad de pertenencia: algo de nuestra identidad se construyen torno a la familia, al barrio, al trabajo, a nuestra profesión, a nuestra nacionalidad, etc. Pero nada en particular nos define totalmente; la pertenencia es solo una parte de nuestra mirada. El hombre normal no se percibe exclusivamente en función de un rol o de una preferencia. Es muchas cosas al mismo tiempo y ante todo tiene libertad para pensar diferencialmente evaluando semejanzas y diferencias con el pensamiento del otro, y por tanto la pertenencia no lo aliena. Pero hay otras personas que por complejas razones evolutivas de su historia van más allá y necesitan de la pertenencia exclusiva a una entidad trascendente que los contenga y en la cual alienarse; son aquellas de identidad sectaria, cuya expresión social es el fenómeno del pensamiento único corporativo. No soy la totalidad de mí, soy un elemento ejecutor, un brazo de un cuerpo trascendente al que acepto someterme y subsumirme. Soy la expresión de una condición psicosocial muy intensa y complicada: el fanatismo
La identidad sectaria: el fanático
“Fan”,
deriva indirectamente del latín “fanaticus”,
alguien “divinamente inspirado”. El término alude a “fanum”: templo o espacio sagrado. Winston Churchill dijo alguna vez que “un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere
cambiar de tema”. He leído en algún lugar un metafórico aserto advirtiendo que la
creencia de tenerlo todo perfectamente aclarado es peligrosa, porque la
excesiva claridad es cegadora.
El fanatismo es
una actitud de vida que responde a una identidad sectaria; es decir que se
reconoce sólo en referencia a un “Ideal del Yo” imaginario (especular) que se
inscribe en una axiología maniquea al extremo. La identidad sectaria surge
cuando la identidad del sujeto no solo se identifica con algunos aspectos de
los otros, sino que se “disuelve” en el grupo cerrado (de los idénticos y no
solo semejantes). Su identidad está limitada al endogrupo (espectro de la
familia idealizada) de pertenencia-referencia y no al exogrupo de referencia
(la sociedad plural) que garantiza el pase socializador de la cosmovisión
“endogámica” a la “exogámica”. Es normalmente el tránsito del grupo primario a
los grupos secundarios. Pero para el sectario su grupo cerrado es una
fantasmagoría, una reconstrucción imaginaria de su grupo primario que nunca
pudo superar. Soy en tanto pertenezco a un colectivo de unidad y completud
imaginaria que me define como “uno de nosotros”, donde mi pensamiento resulta
clonado. Cualquier desvío será percibido como traición al grupo y por tanto mi
identidad estará en riesgo. La secta (una parte del todo que se vende sin
embargo como el todo mismo) es un “club” que se apropia de todo mi ser. Nada
soy sin el cuerpo sectario. Le pertenezco difusamente. Pienso con arreglo al
“manual” de estilo del dogma. La realidad es la que previamente ha definido el
corpus de creencias de la secta. Los enamorados y los fanáticos sectarios
(enamorados de los fundamentos de un relato cosmogónico) comparten ese mismo
fenómeno de indiscriminación, solo que por suerte el enamoramiento del sujeto
normal, al igual que la adolescencia, pasa con solo esperar un tiempo
prudencial y queda lo mejor del vínculo: la mesurada afectividad. Cabe aclarar
que cuando decimos “normal” aludimos a la “norma”, una medida estadística que solo
indirectamente puede ser valorada positiva o negativamente según sus efectos en
la salud o patología de una población. No ocurre lo mismo con las personas que
por inmadurez de sus personalidades la “droga” de la secta. Y uso esta palabra
porque el sectario es psicológicamente un adicto (sin palabra propia), adicto a
la “Idea” suprema, la imagen, el culto al ícono, a la adoración totémica, a
con-fundirse con el Dogma que justifica y es razón necesaria y suficiente de
existencia.
El sectario no pertenece a una corriente de opinión, “es” la corriente misma. Por eso se define a partir de una exterioridad que lo co-instituye: el “ismo”. Así mudará en “…ista”, precedida su presentación por la expresión “Soy (tal cosa) ...ista”
La “tribalidad” como refugio sectario de la
identidad
Aquella
presentación es una autopreservación, un reaseguro que “es” alguien por ser
parte de algo más grande que él. Esa es parte de la explicación ante el curioso
comportamiento de la obediencia automática acrítica. Los cuerpos fanatizados
(piénsese en el concepto de grupo “corporativo”) en la historia de la Humanidad
enfatizaban siempre el término “obedecer” emparentado a la idea de “lucha”.
El lema del fascismo italiano, por ejemplo, era “Credere, obbedire e combattere per vincere” (“Creer, obedecer y combatir para vencer”) - Esto porque la visión sectaria se alimenta de dos presupuestos básicos: la pertenencia incondicional al grupo y una temática excluyente que “explica la verdad del mundo”.
El sectario ve
todo desde un solo tema omniabarcativo, un reduccionismo discursivo, un
pandeterminismo: puede ser seudo-político, económico, clasista, racista,
religioso, moral, místico, sexual, cientificista, etc. Pero siempre será
sesgada la explicación de porque suceden las cosas con las que la secta debe
enfrentarse. Por tanto, la idea sectaria se inscribe en un versus -antagónico
por defecto- de o de las contra-ideas. El pensamiento sectario es esencialmente
maniqueo. Si siente amenazada la certeza
que da la identidad corporativa, responderá siempre con la idea de luchar para
desenmascarar o destruir a las “otras” explicaciones. Siempre los sectarios
están “luchando contra…” (sic). Esa lucha no es amigable sino inscripta en una
lógica amigo-enemigo, al que hay que imponer la realidad de la secta. Por tanto,
la identidad sectaria es por efecto de esa lógica una identidad autoritaria,
que en determinadas condiciones históricas sociopolíticas-culturales muda en
totalitaria. Los “ismos” así devenidos son expresión de la identidad sectaria,
es decir la antítesis de la política, que es expresión de la multiplicidad de
ideas diversas en la sociedad abierta de la “polis”, donde la pertenencia no
anula la libertad de ser uno mismo, siendo parte al mismo tiempo del ellos y
del nosotros.
En su libro “La llamada de la tribu”, Mario Vargas Llosa (2018) en alusión al concepto popperiano de “espíritu de la tribu”, nos recuerda que “(…) así llama Karl Popper al irracionalismo del ser humano primitivo, que anida en el fondo más secreto de todos los civilizados.” Y agrega que nunca hemos superado del todo…
“(…)
la añoranza de aquel mundo tradicional, la tribu, cuando el hombre era aún una
parte inseparable de la colectividad, subordinado al brujo o al cacique
todopoderosos que tomaban por él todas las decisiones en la que se sentía
seguro, liberado de responsabilidades, sometido igual que el animal en la
manada, el hato o el ser humano en la pandilla, o la hinchada. Adormecido entre
quienes hablaban la misma lengua, adoraban los mismos dioses y practicaban las
mismas costumbres. Y odiando al otro, al ser diferente a quién podía
responsabilizar de todas las calamidades que sobrevenían a la tribu…” (op.cit.
supra p.22)
Y
remata su exposición con un aserto directo: “El
espíritu tribal, fuente del nacionalismo, ha sido el causante junto con el
fanatismo religioso, de las mayores matanzas en la historia de la Humanidad”. En
el mismo sentido, Charles Percy Snow, decía que “al pensar en la larga y truculenta historia de la
Humanidad veremos que se han cometido más atrocidades en nombre de la
obediencia que de la rebelión”. Salvando las distancias, las
características de la identidad sectaria fanática vinculada a -y reforzada por-
la pertenencia tribal, se observa claramente en las vivencias irracionales y
las actitudes de los fans de los
cuadros deportivos -en particular los “hinchas” futboleros- que disuelven una
gran parte de su razón de existir en la identificación con los colores de su
cuadro y padecen sus derrotas deportivas
sintiendo que se les va la vida, para renacer cuando gana un partido o un
campeonato. A tal punto muchos enfrentamientos son vividos como guerras a
suerte y verdad, que las barras terminan enfrentadas en disputas violentas
espontáneas o por iniciativa de los líderes de las llamadas “barras bravas”.
Este tema puntual nos conduce a otro tema vinculado: el complejo actitudinal de
la “obediencia ciega” por un lado y al de la pleitesía por el otro. Dos
características de una identidad “acorazada”, propia de quien abreva “en un
solo libro”.
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