sábado, 30 de abril de 2022

EL ESTADO SOY YO...

 Personalidad e ideología         

L'Etat c'est moi

Una aproximación a la personalidad autocrática 

desde la perspectiva de la Psicología Social

   por Alberto Farías Gramegna

   textosconvergentes@gmail.com

 

“El peligro sabe bien que el César es más peligroso que él” - Cayo Julio César

“Si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía”. - Antoine de Saint Exupéry… (Le Petit Prince)

“No importa que me odien, lo importante es que me teman”- Calígula

Anselmo: “Es como lo digo y lo tengo por seguro”

Perínclito: “¿Y cómo puedes estar tan seguro de ello?

Anselmo: “Porque no se me ocurre como podría ser de otra manera” - Manuel Xilo Salinas


E

l aserto “El Estado soy yo”  (L'Etat c'est moi), es una expresión  atribuida a Luis XIV, rey de Francia y de Navarra, conocido como el “Rey Sol”,  (hijo de Luis XIII , “El justo”, y Ana de Austria) que se interpreta en el obvio sentido de la identificarse a sí mismo con el Estado, como una misma cosa, en el contexto de la monarquía absoluta. La frase presuntamente habría sido pronunciada por el Rey en 1655 al dirigirse al Parlamento parisino. Lo de “Sol” aludía a que -al igual que los planetas- el sistema todo debía girar a su alrededor adulando su figura y su presunta probidad.

El pensamiento totalizante

Al sujeto autocentrado que sostiene un discurso producto de un pensar totalizante -como el Rey mencionado- no le agrada la diversidad, lo inquietan las diferencias y por eso siempre tiende a pensar uniformidades. Desearía la unanimidad (y por cierto totalitaria) de sus propias creencias.

El “totalizador” es ante todo un discurso interpretador indiscriminado de la realidad compleja, (sea ideológico en sentido estricto o simplemente puntual sobre un hecho) de núcleo duro, que no admite las dispersiones y pretende abarcar todos los aspectos de la vida o de ese hecho. Está “internado” en su propio relato que suele derivar en una perspectiva bipolar excluyente.

Por eso nada escapa a su crítica y control. La vida privada -último refugio que resiste la persecución doctrinal de los totalitarismos- se transforma en una amenaza para el pensamiento totalizador. Creer (sin dudar en el dogma), obedecer (a quienes encarnan la palabra del dogma) y combatir (a los descarriados que al pensar diferente se convierten en enemigos). Este ha sido históricamente el tríptico doctrinal de los fascismos de cualquier signo. Dos películas extraordinarias entre tantos ejemplos del cine histórico, nos lo muestra con claridad didáctica: “La vida de los otros” (el escenario de la ex-Alemania comunista) y “Los chicos swing” (los primeros años de la Alemania nazi).

Al ser total, este tipo de pensamiento lo contamina todo: el amor, la política, las compras, la amistad, la tecnología, la familia, etc. todo será atravesado por lo que es “políticamente correcto” asimilado al dogma totalizador. El mundo de las ideologías es para esta lógica el único posible, nada escapa a estas y la propia, claro está, es la “correcta”. En otras oportunidades hemos dicho que el “ideologismo” es la creencia que no hay nada fuera de la ideología. No es difícil demostrar en la vida cotidiana la debilidad de este aserto.

Sin embargo, al pensamiento totalizante -como el de Anselmo- no se le ocurre como las cosas podrían ser de otra manera. Quizá el pez no imagine (si tal cosa pudiera hacer) que existe un mundo más allá del agua, salvo cuando es pescado, pero en ese caso -parafraseando libremente el final del célebre poema “Y por mi vinieron…” de Martín Niemeyer- ya resultaría demasiado tarde para poder disfrutarlo.

Del pensamiento totalizante a las obsesiones del pensamiento autoritario                                              

El pensamiento totalizante es global y omniabarcativo, por eso deriva en sesgo autoritario, a partir de la subjetividad del sujeto que percibe con la lógica del control persecutorio (paranoide, en términos técnicos) se objetiviza en algún tipo de comportamiento reactivo de los otros (rebelde contestatario, de sometimiento sumiso o de fiel secuaz ), creando condiciones interactivas en el contexto, que después de un cierto tiempo devienen  indefectiblemente en totalitarismo, entendido este como la  “necesidad” de controlar y homogeneizar la percepción del conjunto para que coincida con la propia. El pensamiento autoritario se inquieta frente a la disidencia del otro, porque pone en duda creencias devenidas en certezas más ligadas a la emocionalidad que a la racionalidad.

El hombre autoritario sostiene su autoridad en un poder más vinculado a las necesidades fácticas que a lo ético-moral. No da explicaciones ni razones compartidas. Desestima otras opiniones y no suele reconocer errores. Su mirada de la realidad es maniquea.

Permítaseme aquí una digresión clínica: enseguida se verá su necesidad. Las fobias (miedos irracionales que emergen acompañados de angustia) y las obsesiones (insistencia de ideas rígidas que justifican comportamientos ritualizados, fuertemente emocionales) son síndromes incluidos en la psicopatología, y vulgarmente se los califica como conductas “neuróticas”.

Sin embargo, sus componentes lógicos, sus “mecanismos” y sus procesos mentales, se comparten en gran medida con los comportamientos llamados “normales” (estadísticamente mayoritarios) y que por extensión se los identifica con conductas “sanas”.

Esta equiparación es relativa y puede generar una delicada confusión entre valor porcentual (estadístico) y valor social (axiológico), ya que lo normal  (lo que hace la mayoría) no es por fuerza siempre lo sano o lo justo. Con palabras contundentes de Félix Varela: “Jamás lo que es injusto será justo porque muchos lo quieran”.

Así la diferencia entre salud-enfermedad aparece en la cantidad que al intensificar su presencia por fuerza cambia en calidad y no tanto en la esencia de los mecanismos inherentes. Es una cuestión de medida. No otra cosa sugería la dialéctica de Hegel, cuando afirmaba que, a partir de cierta intensidad o gradiente, la cantidad muda en calidad.

Por ejemplo, el fóbico finalmente extenderá el control de lo que para él representa lo “peligroso” cada vez a mayor cantidad de cosas, ya que las fobias suelen mudar de objetos amenazantes. Desplazan su significado de objeto en objeto, a modo de contagio: si una cosa “peligrosa” contagia a otra y de esta forma el mundo resulta paulatinamente invadido por situaciones potencialmente sospechosas de ser amenazantes.

Al mismo tiempo la relación entre fobia y obsesión es directa, ya que la respuesta del obsesivo ante las ideas perturbadoras -que aparecen de manera compulsiva- es en general imponer un control cada vez más intenso y “seguro” sobre lo que pudiera comportarse imprevista o erráticamente y ante lo cual el fóbico no tiene respuesta defensiva que lo proteja. ¿De qué? De la angustia que esas ideas le generan, con frecuencia asociadas a situaciones desagradables, (aunque para cierta teoría al mismo tiempo inconscientemente deseadas).

Pero existen también “obsesiones” que no giran en torno a un “peligro imaginario”, sino a lograr una meta: ser de determinada manera, cambiar por la fuerza o la manipulación a otra persona o a una sociedad entera, lograr descubrir una presunta verdad, imponer una ideología redentora o trascender en la historia universal, etc. En rigor no resulta sencillo en estos casos considerarlas neuróticas.

Sin embargo, como aquellas, estas últimas están ligadas a encontrar, fortalecer o proteger la identidad de pensamiento del sujeto. Se es en tanto es posible pensarse de determinada manera y si esa manera es confortable (egosintonía) todo bien, pero si no lo es, todo mal (egodistonia). Luego mi vida girará en intentar un cambio o resignarme a “ser como no quise” (sic). Es lo que llamo “identidad por la contraria” donde se asume un personaje social que alguna vez fue verbalmente reprobado (y también en parte admirado) por el propio sujeto que ahora lo “actúa”. 

Ausencia de la duda y la obsesión de la respuesta única 

Las personas penamos y disfrutamos construyendo nuestra identidad a partir de aceptar y oponernos a la percepción y el discurso del otro. Una condición para lograr un equilibrio saludable en la percepción y el juicio sobre la realidad es la aceptación de un fenómeno psicológico clave en el proceso del razonamiento por sobre la emoción: la duda.

La duda (cuando es moderada y no el emergente obsesivo de una neurosis) nos aleja del comportamiento egocéntrico (centrado en sí mismo) y paranoide (persecutorio de seudo amenazas imaginarias).

Por el contrario, las ideologías fundamentalistas suelen alentar estos últimos comportamientos impactando en personalidades de sujetos predispuestos a buscar su identidad en certezas omnipresentes. Estas personas no soportan la duda y la ansiedad de la incertidumbre al que todo juicio humano de valor está sujeto. La representación de relatividad de las ideas y la presunta evidencia de que las verdades se co-instituyen a partir de la mirada valorativa del que intenta establecerlas, resulta intolerable para el creyente de un discurso total y único.

Si la “realidad” no es sinónimo de verdad única -lo que no implica la pretensión idealista de negar la objetividad del hecho material como tal, sino su interpretación unívoca, como señala Machado- entonces se sigue que no hay relato que legitime un discurso “más verdadero y universal que otro”.

Sin embargo, existe un tipo de pensamiento que genera un discurso que propongo llamar “totalizante” o “totalizador”.

Propongo que en la raíz del autoritarismo hay larvada una obsesión: impedir una respuesta diferente a un mismo problema. ¿Por qué? Si eso ocurre perdería el poder imaginario sobre el que se asienta mi identidad. El miedo a que eso ocurra me llevará a extender ese autoritarismo a toda la actividad del otro, en la fantasía última de poder controlar su pensamiento, así por acción y defecto devengo totalitario. Si revisamos cualquier comportamiento de sesgo ideológico totalitario veremos que está asentado en un sistema de “certezas indiscutibles”, por eso siempre irá acompañado de un metamensaje que desestima “totalmente” la objeción o la duda del otro, hasta el extremo de prohibirlas finalmente de manera explícita...De eso no se habla porque lo digo yo.

El sociólogo Erving Goffman, trabajó con el concepto de “Institución Total” (IT), definiéndolo como aquellos lugares (reales o virtuales) en los que un sujeto “internado” permanentemente realizaba todas sus tareas vitales sin salir de ellas nunca, padeciendo así una distorsión del espacio-tiempo por efecto de la continuidad perceptual sin variantes ni diversidad de escenarios. Se ha demostrado que las IT fuerzan la alienación del sujeto internado y en el mismo sentido sesgan una visión totalizante del contexto vital.

La mente del autócrata y el dilema demagógico                                                                               

Un dilema plantea la lógica de una elección contradictoria que excluye totalmente a uno de los términos. Cuando un dilema resulta falso presenta como disyuntiva lo que es naturalmente conjunción y complemento. Y este es precisamente el caso del político autócrata que en nombre de la Democracia desestime a la República. Una de las formas posibles de la autocracia es la demagogia (del griego, demos, pueblo y ago, conducir), que cuando está ligada a la acción política asume el ropaje de populismo. El “demagogo” era un gran orador y tenía habilidades para conseguir éxito en sus propuestas, pero el término ha perdido esa connotación positiva y hoy se vincula al engaño. Al igual que el sofista, parafraseando a Arthur Koestler, dice creer todo lo que puede demostrar, pero en verdad intentará vanamente demostrar todo aquello que cree. Así el autócrata populista presentará discrecionalmente sus transgresiones a la institucionalidad republicana como legitimados por representar la voluntad de una mayoría o de una primera minoría, pero omitirá decir que el equilibrio de poder implica tener en cuenta las otras minorías, que en algunos casos sumadas pueden ser la verdadera mayoría que no lo eligió. Pero no es esta la cuestión fundamental: al no respetar las normas de la institucionalidad constitucional, lo que se afecta es la esencia de la voluntad de los votantes (ajenos y propios), ya que el voto no habilita al gobernante elegido a hacer y deshacer como más le parezca. Solo en un marco político en el que las reglas son fijadas por las leyes y no por voluntades y ambiciones personales, puede prosperar la convivencia. En los sistemas democráticos, que efectivizan el poder soberano de la figura del “pueblo”, las formas institucionales son el fondo que concreta el espíritu de aquel poder. La alteración de las formas afecta directamente el funcionamiento genuino de las normativas republicanas, y el discrecionalismo atenta no solo contra el espíritu de las leyes, sino que subvierte el poder que el ciudadano ejerce al momento de manifestar su voluntad a través del voto.

La voluntad sospechosa

Pero todo esto al autócrata no le interesa para nada. En su certeza de que su voluntad coincide con la verdad y de que sus intereses son universales, asimila la totalidad a la parcialidad y construye un enemigo externo contra el que hay que lidiar envuelto en la aureola demagógica de la epopeya. Son los objetivos los que definen su lógica. En este sentido una antigua cita de Armando Ribas afirmaba: “Dado que la racionalidad depende del objetivo, la demagogia es un comportamiento racional en busca de poder político. Por ello, no existe la posibilidad de determinar a priori la racionalidad si previamente no conocemos el objetivo de la misma, que como dijera Hume es una pasión y tal es la voluntad de poder”.


El autócrata demagogo es un gran simulador: Aboga por un ideal mientras trabaja para demoler los cimientos en los que ese ideal se edifica. Así en nombre de la libertad conculca las fuerzas que la garantizan. En nombre de la Ley se erige como juez y parte de los conflictos que él mismo precipita. El autócrata acomodará los tiempos y las formas al fondo de sus intereses. No se limita porque cree en inutilidad del consenso. No dialoga, monologa altisonante. No consulta, ni comparte, sino que ordena, premiando o castigando lealtades y rebeldías. Se rodea de adulones y obsecuentes, porque no soporta que lo contradigan. Busca obsesivamente permanecer en el poder porque confunde Estado con Gobierno y continuidad institucional con continuismo del régimen. Por último, el autócrata es la antítesis del estadista. Se aferra a una visión ideologizada del mundo, porque reviste su permanencia en el poder como un hecho predestinado, que su propia creencia mesiánica autoconfirma.

El autócrata es un hombre condenado. Como en el teatro mitológico la tragedia que protagoniza no admite finales abiertos. Lo dramático es que arrastra con él al vasto elenco ciudadano que lo acompaña en las tablas de la vida cotidiana, y eso no es puro teatro.

Personalidad y autocracia

La personalidad es un concepto complejo siempre mal usado por el habla cotidiana y sobre el que ni siquiera los especialistas se han puesto aun totalmente de acuerdo. Se podría esquematizar intuitiva y vulgarmente diciendo que “es la descripción más o menos objetiva que hace alguien sobre la manera (medios y fines) en que la otra persona se comunica en cuerpo y mente, consciente o no y en tiempo real, con su entorno inmediato”. Claro que aquí para descartar el factor subjetivo del observador ocasional debemos referirnos a una descripción “tipo”, es decir cuando muchas personas coinciden sobre las características de otra. Esto a veces se expresa en los dichos populares: “Fulano es muy divertido”, “Mengano es un tipo demandante”, etc. Son resúmenes de uno o más rasgos pregnantes de la personalidad de cada quien.

Ese perfil observado “desde afuera” es producto de una lenta y dialéctica construcción evolutiva, cuyos materiales provienen de un triple origen: la biología heredo-congénita, lo sociofamiliar y lo cultural-antropológico. La primera aporta los genes (lo individual temperamental), la segunda la modalidad de adaptación (las creencias y los valores) y la tercera las formas gregario-comunitarias (la tipicidad caracterológica del grupo). De esta mezcla resultarán tendencias de acción en el vínculo con los otros y con las cosas, y su dinámica se entenderá en contraste con la situación en la que se despliega.

Por su parte el concepto de “dogmático” es más sencillo de explicar: proviene de la creencia en que todo se explica desde un solo lugar de interpretación: el dogma. Este es la manera general discursiva de intentar acomodar la realidad a mi idea sobre esa realidad: la “realidad subjetivada” (percibida) y que se expresa luego de sufrir un proceso de interpretación por el tamiz del dogma, en “realidad subjetiva”, es decir dogmática.

Pienso, luego soy y el dilema del huevo y la gallina

La célebre expresión cartesiana “ego cogito ergo sun” (pienso, luego soy) tenía por objeto romper la lógica medieval donde imperaba la certeza del poder de la tradición. La duda era la señal de la existencia que confirmaba la voluntad divina de hacer que el hombre pudiera pensar en relativo.  Pero no era una señal para reafirmar el dogma del poder religioso terrenal, sino para reemplazarlo por un método que abrió el camino para la lógica racional moderna, lógica con las que suelen entrar en colisión las personalidades dogmáticas.

¿El pensamiento dogmático surge en una determinada personalidad o esta “lo adopta” porque le es funcional a su manera de interactuar con el mundo? No debemos aquí buscar la disyunción propia de las dicotomías. Más bien es la conjunción la que parece adecuada. La personalidad no está dada desde el inicio de la vida. Es una lenta construcción dialéctica entre biología, ambiente y cultura, como se ha dicho. Por lo tanto, serán las “formas” y los “modos”, fuertemente influidos por la emocionalidad (factor a que -en mi opinión- no se le presta aún la importancia que tiene), las que consolidan las “creencias” que luego habrán de expresarse dogmáticamente.

El discurso dogmático elaborado (ideologías religiosas, políticas, sociales, místicas, etc.) es una etapa posterior, en la que el sujeto adecua funcionalmente su personalidad a un “justificativo” existencial:

“soy, pienso y actúo así, porque profeso la fe en tal o cual doctrina que me conforta certificando la verdad en la que creo sin necesidad de verificación alguna”.

Las personalidades dogmáticas tienen poca o ninguna capacidad para adaptarse plásticamente a los cambios: son “reaccionarias” por naturaleza, prejuiciosas y rígidas en sus asertos.

A la manera del mítico Procusto pretenden recortar los comportamientos para hacerlos entrar en sus lechos doctrinales. A la larga el dogmático suele ser susceptible a la tentación de sumarse a colectivos imaginarios que predican fundamentos irreductibles de sesgo mesiánico sobre “cómo deben ser las cosas”, más allá de los deseos y las necesidades humanas. Es una pelea necia contra la espontaneidad natural del hombre, al que ve como “imperfecto” y busca la manera de recrearlo como un “hombre nuevo”. Así, luego ceden a propuestas insensatas, en nombre de supuestos ideales altruistas que ocultan convenientemente sus propias inseguridades psicológicas y necesidades compulsivas de control.

Fruto de insomnios fantasmales mudados al amanecer en desmesuradas vigilias autoritarias, aquellas propuestas, -como la Historia lo confirma- suelen terminar en siniestras noches de lamentables y dramáticas pesadillas sociales. Una y otra vez…y otra más. Como sucede hoy mismo, cuando un déspota hace suya la extraviada sentencia de Luis XIV: “El Estado soy yo”.

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