El hombre de la
calle
Por
Alberto Farias Gramegna
Con ésta nota iniciamos
la serie periódica “El Homo Urbanus”, una mirada de nuestros comportamientos en
la ciudad desde la perspectiva de la psicología de la vida cotidiana. - AFG
“El hombre de la calle es un hombre sin nombre” - Piere Ciofran
E
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l-hombre-de-la-calle: “el”, uno,
singular aunque anónimo; “hombre”, aunque sin tiempo; “de”, porque allí
pertenece; “la”, artículo femenino como un útero que lo cobija en la vastedad
desvastada de la “calle”, un sustantivo común como la gente, que connota un
territorio de nadie y de todos, un espacio sin abrigo, casi antónimo de casa. Y
precisamente el hombre de la calle vive en cualquier lado, pero siempre dormirá
en la esquina. Otros, caminan junto a él, lo miran, pero no lo ven. Somos los
hombres-en-la-calle. En el recodo del camino que desandamos de vuelta del
trabajo, que él no tiene y quizá no tuvo. Entonces nunca conoció ese dulce yugo
que nos hace más humanos y más esclavos.
Cuando el hombre de la esquina no
está allí donde se lo espera, él muda en un nombre sin hombre.
Es ubicuo ese hombre, aparece y
desaparece con su insolente presencia que molesta al caminante apresurado buscando
alcanzar su pequeña gloria de hombre pequeño, quizá mucho más grande por sus
anhelos que por su sabiduría. Pero no hay porque preocuparse. Nos hará fácil la
faena: cuando perturba la vista hiriendo el orden aplicado de nuestras retinas,
el hombre de la calle se hace invisible para no importunarnos la conciencia.
Ese hombre invisible es un hombre sin ropa, desnudo con un alma infortunada y
llena de recuerdos. Tapa su cuerpo dolido con gesto ampuloso que niega el
harapo. El hombre de la calle fue antaño un niño en la calle. Hoy es un adulto
sin proyecto, una luz que se opaca en el destello. Está en todos lados sin
estar en ninguno. Lo veo siempre y nunca. Lo miro y no lo veo, lo escucho en el
silente monólogo de su voz apagada.
“El”, un pro-nombre que no
advendrá pro-hombre. Una preposición me distancia: él es de-la-calle, yo circulo
en-la-calle, porque camino por ese vasto laberinto de veredas encrespadas de
basura que todos tiramos por sobre nuestra disciplina social y adornadas de las
mierdas sagradas de nuestros perros cuidados con el amor que él nunca tuvo.
El hombre de la esquina es un
sueño de mi miedo, un miedo de mis sueños. Una mentira que teje la verdad de
mis deberes y la incierta certeza de mis derechos. Es verdad que no me
consultaron a la hora de arrojarlo sin arnés a la lidia de los días y a la mar
de la vida; es verdad que cuando joven me envolvía en aquel rojo con que sangra
la utopía y decía que era por los pobres de este mundo; es verdad que no
quisiera pero a veces pienso falaz que tal vez no puso empeño suficiente por
salvarse del naufragio; pero es mentira tremebunda cuando digo que sus cosas se
parecen a las mías y que su cama haya sido etérea remedando el lecho de hadas
de mis cuentos. Es mentira también decir que la historia es forzosa y necesaria
con estos reiterados jirones del desquicio. Somos lo que creemos que seremos.
Somos nada más y nada menos que proyecto, y el proyecto llega hasta donde se lo
permite la dignidad de nuestro cuerpo insatisfecho. El hombre de la calle es un
fantasma sufriente que habita el castillo encantado que armamos con los naipes
de nuestras enhebradas voluntades, desafiando las cortinas agitadas de las
noches extendidas y los amaneceres donde revive la esperanza. Allí somos un
mañana con los otros y nosotros trascendidos, en los ojos de los hijos que
seremos en la risa de los nietos recibidos. Nuestros nietos pensados al margen
del hombre de la calle. Pero su existencia nos fuerza, nos conmueve por ilusos,
desconfiando de nuestras ilusiones. Por fin, allí estaba ayer el hombre de la
calle, cuando yo corría alienado tras la estela de humo del micro que se iba.
Allí estaba hoy cuando volvía pensando en la inicua y voraz verborrea del
último político, y allí estará mañana alucinando una moneda por quimera. De
pronto me agito presintiendo una tremenda pesadilla: el hombre allí es un
espejo mostrando mi propia imagen que mira sin ver, que busca ignorante, sin
saber que su nombre fatalmente resulta ser mi nombre.
* * *
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