miércoles, 17 de julio de 2019

El hombre de la calle...

Serie "El Homo Urbanus y la psicología de la vida cotidiana" (1)

El hombre de la calle
Por Alberto Farias Gramegna



Con ésta nota iniciamos la serie periódica “El Homo Urbanus”, una mirada de nuestros comportamientos en la ciudad desde la perspectiva de la psicología de la vida cotidiana. - AFG


El hombre de la calle es un hombre sin nombre” - Piere Ciofran

E
l-hombre-de-la-calle: “el”, uno, singular aunque anónimo; “hombre”, aunque sin tiempo; “de”, porque allí pertenece; “la”, artículo femenino como un útero que lo cobija en la vastedad desvastada de la “calle”, un sustantivo común como la gente, que connota un territorio de nadie y de todos, un espacio sin abrigo, casi antónimo de casa. Y precisamente el hombre de la calle vive en cualquier lado, pero siempre dormirá en la esquina. Otros, caminan junto a él, lo miran, pero no lo ven. Somos los hombres-en-la-calle. En el recodo del camino que desandamos de vuelta del trabajo, que él no tiene y quizá no tuvo. Entonces nunca conoció ese dulce yugo que nos hace más humanos y más esclavos.
Cuando el hombre de la esquina no está allí donde se lo espera, él muda en un nombre sin hombre.

Es ubicuo ese hombre, aparece y desaparece con su insolente presencia que molesta al caminante apresurado buscando alcanzar su pequeña gloria de hombre pequeño, quizá mucho más grande por sus anhelos que por su sabiduría. Pero no hay porque preocuparse. Nos hará fácil la faena: cuando perturba la vista hiriendo el orden aplicado de nuestras retinas, el hombre de la calle se hace invisible para no importunarnos la conciencia. Ese hombre invisible es un hombre sin ropa, desnudo con un alma infortunada y llena de recuerdos. Tapa su cuerpo dolido con gesto ampuloso que niega el harapo. El hombre de la calle fue antaño un niño en la calle. Hoy es un adulto sin proyecto, una luz que se opaca en el destello. Está en todos lados sin estar en ninguno. Lo veo siempre y nunca. Lo miro y no lo veo, lo escucho en el silente monólogo de su voz apagada.
“El”, un pro-nombre que no advendrá pro-hombre. Una preposición me distancia: él es de-la-calle, yo circulo en-la-calle, porque camino por ese vasto laberinto de veredas encrespadas de basura que todos tiramos por sobre nuestra disciplina social y adornadas de las mierdas sagradas de nuestros perros cuidados con el amor que él nunca tuvo.
El hombre de la esquina es un sueño de mi miedo, un miedo de mis sueños. Una mentira que teje la verdad de mis deberes y la incierta certeza de mis derechos. Es verdad que no me consultaron a la hora de arrojarlo sin arnés a la lidia de los días y a la mar de la vida; es verdad que cuando joven me envolvía en aquel rojo con que sangra la utopía y decía que era por los pobres de este mundo; es verdad que no quisiera pero a veces pienso falaz que tal vez no puso empeño suficiente por salvarse del naufragio; pero es mentira tremebunda cuando digo que sus cosas se parecen a las mías y que su cama haya sido etérea remedando el lecho de hadas de mis cuentos. Es mentira también decir que la historia es forzosa y necesaria con estos reiterados jirones del desquicio. Somos lo que creemos que seremos. Somos nada más y nada menos que proyecto, y el proyecto llega hasta donde se lo permite la dignidad de nuestro cuerpo insatisfecho. El hombre de la calle es un fantasma sufriente que habita el castillo encantado que armamos con los naipes de nuestras enhebradas voluntades, desafiando las cortinas agitadas de las noches extendidas y los amaneceres donde revive la esperanza. Allí somos un mañana con los otros y nosotros trascendidos, en los ojos de los hijos que seremos en la risa de los nietos recibidos. Nuestros nietos pensados al margen del hombre de la calle. Pero su existencia nos fuerza, nos conmueve por ilusos, desconfiando de nuestras ilusiones. Por fin, allí estaba ayer el hombre de la calle, cuando yo corría alienado tras la estela de humo del micro que se iba. Allí estaba hoy cuando volvía pensando en la inicua y voraz verborrea del último político, y allí estará mañana alucinando una moneda por quimera. De pronto me agito presintiendo una tremenda pesadilla: el hombre allí es un espejo mostrando mi propia imagen que mira sin ver, que busca ignorante, sin saber que su nombre fatalmente resulta ser mi nombre.




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