jueves, 1 de junio de 2017

LA CULTURA DE LA NECEDAD

La cultura de la necedad
por Alberto Farías Gramegna




Si la realidad no coincide con mis palabras, peor para la realidad” - ironía  de John Locke

“Nos parecemos al lugar donde vivimos y éste se dibuja con arreglo a la manera en que la gente ve el mundo” - Alberto Relmú


N
ecio (lat. nescius, de nescire, ignorar) es el que ignora e ignora que ignora, por lo que no puede escapar a su pre-juicio que se muestra absurdo y refractario a la mirada de terceros que no tienen esa limitación perceptiva. Cuando la cultura de una comunidad está atravesada por esa doble ignorancia, esa cultura esta en problemas, porque -va de suyo- nada se puede conocer de algo cuya existencia se ignora. Los necios son personas tozudas  que reniegan del análisis de la causalidad y la contingencia y esperan resultados diferentes haciendo siempre las mismas cosas. Su curiosa lógica procede de una mirada caprichosa y obcecada del mundo basada sólo en la creencia. Así las actitudes necias facilitan una y otra vez el “retorno de lo perimido”, parafraseando el crucial apotegma freudiano para explicar el síntoma.
La necedad se parece bastante al ideologismo de cerril espíritu despótico. Los necios se conjuran contra el sentido común más por omisión defensiva que por acción intencionada: frente a la necesidad de sensatez y mesura, el necio responde con el sentimiento insensato de la fe que solo da el egotismo. Un exceso social de necedad suele derivar en una visión determinista de la realidad, mezcla de fatalidad, extravío y resignación.

La sociedad de los necios

Las sociedades que padecen el mal crónico de la “necedad cultural” manifiestan una constelación de síntomas tóxicos recurrentes, que un psicoanalista llamaría “compulsión neurótica a la repetición”: incapacidad para el trabajo colaborativo, individualismo autodestructivo, prejuicios de lesa ignorancia, permanente antinomia y discordia entre los unos y los otros, dualidad cultural amigo-enemigo con espíritu sectario, discrecionalidad institucional , simulación social (conducta “como sí”), autoengaño, obsesión por ideologizar todo, espíritu de facción corporativa, obsecuencia rayana en el servilismo mental al líder demagógico de turno, imprevisión permanente,  pensamiento mágico infantil de la espera del mesías salvador, omnipotencia de las ideas, dependencia mental exclusiva de la acción del Estado, abandono de la cultura del trabajo, indiferencia cómplice frente a la corrupción, falta de iniciativa emprendedora y elogio insensato de la misma necedad, factor causante de aquellos males. Es que “nos parecemos al lugar donde vivimos y este se dibuja con arreglo a la manera en que la gente ve el mundo”. Cuando esas lacras actitudinales sintomáticas crecen en el comportamiento colectivo a la sombra de una “sociedad de la eterna pelea”, (antinómica, antagónica, esencialmente ambigua en sus códigos morales y alentada por diferentes escenarios históricos y desiguales discursos ideológicos), emerge el intento recurrente del control y dominio del pensamiento del otro con fines oportunistas tanto económicos como culturales. En este aspecto, “los daños que resultan de la violencia individual -nos advierte A. Kloester- son insignificantes en relación con las orgías de destrucción resultantes de la adhesión y el abandono a las ideologías colectivas que trascienden al individuo”.

Pienso, luego soy

Existir es insistir en sostener al mundo percibido con la posibilidad de nombrarlo con las propias palabras, tal como quería el existencialismo sartreano, y no con las ajenas. Para Sartre  la existencia humana se concibe como existencia consciente. El ser del hombre se distingue del no ser de la cosa porque el ser es consciente. Entonces “existir” (del latín “exsistere”, prefijo “ex”: hacia fuera y el verbo “sistere”: tomar posición, estar fijo) es salirse de las cosas para no ser una más y poder dejar de ser objeto hablado desde el otro del discurso del poder o la doctrina, para ser sujeto parlante de conciencia propia.
Ser “para sí” antes que “en si” adicto a la masa, a la secta o al dogma. La célebre expresión idealista cartesiana “ego cogito ergo sun”  (pienso, luego soy) tenía por objeto romper la lógica medieval donde imperaba la certeza del poder de la tradición y el determinismo. Descartes no renunciaba a Dios, -a su manera retomaba difusa e implícitamente el mito original del libre albedrío humano sujeto a la mirada trascendente del Creador-  pero invertía la lógica de la razón feudal privilegiando la autoconciencia del sujeto sobre la acción refleja de quien hasta entonces existía como siervo pensado desde el poder del señor de la gleba. Y esto en el marco histórico del advenimiento de la pujante  burguesía , impulsora del renacentismo iluminista, sostenido en la racionalidad de un método que abrió el camino a la lógica de la objeción, la causalidad, la pluralidad y la racionalidad alejada del dogma del poder religioso terrenal. Racionalidad trasgresora con la que suelen entrar en conflicto las personalidades de creencias dogmáticas, que abrazan algún ideologismo integrista con la pretensión de modelar “la vida de los otros”, en nombre de alguna “causa”.
De tal suerte Descartes proponía una idea revulsiva: de todo era posible dudar, menos del propio pensamiento que dudaba. Lo real, lo seguro era ahora el sujeto pensante y racional por oposición al paradigma de la sociedad medieval, expresión del orden feudal vinculado a la tierra y al dogma religioso, donde no se concebía al individuo como tal,  hombre libre para pensar y pensarse a sí mismo como centro del universo humano.
La mirada relativista de Descartes abrió las puertas al pensamiento de la sociedad abierta moderna en pos de la razón, la consciencia individual -que no elude la pertenencia al colectivo ni la solidaridad ciudadana- y la libertad de la existencia como sujeto responsable, un desafío colosal al determinismo ciego propio de la visión indiscriminada y acrítica de la cultura de la necedad.


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