por Alberto
Farías Gramegna
“La mayoría
de la gente no quiere la libertad realmente, porque la libertad implica
responsabilidad y la mayoría de la gente teme la responsabilidad”- Sigmund
Freud
Una reciente y emotiva visita a la
consulta-museo de Sigmund Freud en Berggasse 19,Viena, fue el disparador de
esta nota. En las paredes de las salas pueden verse muchas fotos impactantes de
los diferentes momentos de la vida y obra del mítico padre del psicoanálisis.
Las personas que allí aparecen ya no están físicamente entre nosotros, pero sin
embargo siguen estando en la medida que sus rastros en nuestras creencias
modelan muchos de nuestras actitudes presentes. Así será también con las nuevas
generaciones que llevarán huellas de nuestras vidas actuales. Todo pareciera
repetirse y volver a empezar. El “eterno retorno” es una concepción
filosófica del tiempo que el estoicismo impulsó al plantear una
repetición del mundo en donde éste se extingue para luego volver a crearse y
así “ad aeternum”. Mircea Eliade en su “El
mito del eterno retorno”, hace una lectura crítica de lo que sería una creencia
religiosa universal: la regresión a una mítica edad de oro, momento
originario en estado de gracia. El mito y los ritos son la “vía reggia” para
mantener esta ilusión. Dado que la
naturaleza es cíclica en sus fases, lo que implica discontinuidad con
recurrencia (orbitas celestes, alternancia día-noche, ritmo circadiano,
estaciones anuales, clima), el hombre le dio un sentido trascendente a la
circularidad, por la importancia en su supervivencia: la luz del sol, la
primavera, la lluvia y la sequía, etc. se relacionaban con la recolección y la
caza, durante el nomadismo y luego con el salto a la agricultura y la
ganadería, lo que permitió el sedentarismo y la noción de territorialidad. Desde la psicología social estos rituales
tienen interés para entender la relación entre creencias, intenciones y hechos
consecuentes. En su Carta a los Romanos, San
Pablo dice: “El querer está a mi alcance, el hacer el bien, no. De hecho no
hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”. Cada año pues, hacemos un
balance del bien que hicimos y del mal que no evitamos, por acción u omisión,
por error, desidia, estupidez, desvarío
o ignorancia. “Errare humanum est”.
Del
círculo virtuoso al círculo vicioso
Aprender de los errores históricos para
corregirlos y no repetirlos, reiniciando ciclos virtuosos de libertad superando
pérdidas, es propio de la madurez intelectual, del equilibrio emocional que da
la salud mental y de la inteligencia para imaginar con pensamiento lateral, pero
como dice Woody Allen en Café Society: “Uno hace planes, y después la vida
tiene los suyos propios”. El problema
aparece cuando se cumple el adagio de Einstein: “Es estúpido esperar resultados
diferentes haciendo siempre lo mismo”. Entonces no habrá voluntad que sirva,
porque se habrá instalado un círculo vicioso. Y a muchos individuos como a
otros tantos pueblos les pasa que insisten en tropezar con la misma piedra a
partir de una inercia cultural de fuerte implicancia psicosocial, sostenida en
una lógica lineal determinista y mística que busca alcanzar lo que supone un
Ideal edénico interrumpido. Se instala así una mirada dilemática del mundo, emergente
del prejuicio, la necedad o las creencias irracionales: las neurosis de
destino, las ideologías integristas y las cosmovisiones sectarias y maniqueas
son ejemplos diferentes de aquella vana pretensión recurrente. Analizando la
insistencia de los neuróticos en volver a más de lo mismo para poder quejarse
de la “mala suerte” que les tocaba, Freud construyó la teoría de la “pulsión de
muerte”, que se expresa en lo que llamó “compulsión a la repetición”, una
suerte de obsesión laberíntica de repetir actos para no recordar partes
desagradables de la historia y aceptar responsabilidades, que curiosamente
oculta el amor patológico a los síntomas que se padecen: es la identidad de los
que “fracasarían si triunfaran”, es decir si superaran el factor traumático que
los define en su rígida y sesgada identidad, por eso se empeñan en no querer
cambiar. En el plano grupal y no patológico, los sociólogos y los psicólogos
sociales estudian lo que llaman “resistencia a los cambios” o miedo a dejar la
“zona de confort”, donde uno puede sentirse seguro aunque sufriendo.
Cambiar
o no cambiar…esa es la cuestión
Aquí el asunto de la pregnancia de la
identidad es clave: ¿soy lo que creo que fuí y me determina para el resto de
mis días o lo que imagino que pueda llegar a ser en libertad abriendo mi cabeza
a ideas diferentes? Sartre nos alentaba: “Podemos hacer algo diferente con lo
que otros antes ya han hecho de nosotros”.
Sin embargo no pocos sujetos actúan
bajo una consigna diferente: la del “más vale lo malo conocido que lo bueno por
conocer”. Las sociedades que -al igual que los histéricos que acudían al médico
vienés- “padecen de reminiscencias” repiten los mismos síntomas para evitar
entender las causas profundas de sus sufrimientos, sus fracasos, sus
decadencias culturales, sus neurosis y desvaríos ideológicos. Prefieren la
ilusión discursiva demagógica a la esperanza fáctica, la ficción balsámica a la
verdad desarropada. Así, el neurótico que
busca ayuda, al igual que parte de una sociedad traumatizada, no quiere realmente
cambiar sino encontrar la manera de convivir con la angustia del reproche. Como
en la novela de Lampedusa, que algo cambie para que nada cambie. Aunque la ilusión,
como la mentira, tenga patas cortas, sin embargo puede instalarse como un
obstáculo siniestro que le impide “amar y trabajar”, porque si no se lo
interroga y se lo desvela, el síntoma vuelve una y otra vez. Vale aquí el
aserto de aquel conductor radial encarnado por José Sacristán en el maravilloso
soliloquio de “Solos en la Madrugada”: “No podemos pasarnos los próximos
cuarenta años sólo hablando de los últimos cuarenta años”. El cambio implica
repensar nuestra identidad porque si el pasado logra definir nuestro futuro, éste
sólo será un triste recuerdo de más locura y decadencia.
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