Crítica de
la razón polemista
(buscando
el “huevo de la grieta”)
por Alberto Farías
Gramegna
L
|
a polémica
(del griego “polemos”: lucha; confrontación; combate
dialéctico; discusión encendida con un punto de hostilidad) es una institución de la cultura nacional
argentina.
Y si acaso versa sobre una cuestión política
suma la calidad de ser antinómica (nombres diferentes de la etiqueta que cuelga
de las “camisetas”); antitética (basada en tesis adversas presuntamente
ideológicas) y antagónica (miradas desde ángulos diametralmente opuestos).
Pero es posible que el atributo paradojal y menos explícito de la polémica vernácula, es que casi
siempre resulta arbitraria (no guarda relación con juicios derivados de hechos
reales constatables, evidentes y rigurosos, sino con prejuicios y creencias
míticas fuertemente arraigadas en la cultura y el folklore de una sociedad,
cuyo “carácter nacional” (si los sociólogos generosamente me permiten esta
opinable noción) está atravesado por el escepticismo, la transgresión de las
normativas legales y el facilismo discursivo, como magistralmente ilustraba aquel clásico de la televisión setentista :"Polémica en el bar".
El “polemista”, (“combatiente, guerrero”), es alguien
que persigue generar gresca y pelea verbal, basada en una presunta “grieta”
axiológica (de valores) y verdades. El polemista, es un declamador impaciente
que lejos de escuchar las razones del interlocutor, no espera su turno para
contrarrestar lo que considera erróneo o mendaz.
A
diferencia de la polémica, que busca “triunfar” sobre el otro con un argumento
inapelable e imponer un “relato” amañado de la realidad, el diálogo (dia-logos)
significa aproximarse a los sesgos relativos de la “verdad” objetiva, a través de la palabra compartida”. Lo “dialógico”,
contempla y propicia el “debate” antes que la agonística propia de lo
“polémica”. El debate -cuando es racional y basado en evidencias- enriquece, la
polémica, suele ser estéril y empobrecedora. Así la esencia de lo dialógico es “problemática”,
es decir aborda de manera “pluránime” (permítaseme el neologismo) un determinado problema social, mientras que
lo polémico refuerza lo “dilemático” (del orden de lo maniqueo) sólo concibe la
unanimidad como verdad “per se”.
La sociedad de la
polémica
El
ejercicio racional del dialogo presupone poner sobre la mesa “el problema”
objetivo, describirlo sin prejuicios “ideologistas” (distorsión de lo
ideológico), examinar sus características en el contexto actual, investigar su
historia y las condiciones de producción en las que surge la “cosa
problemática”.
Desde
luego, las opiniones no están libres de pasión e interés, pero los actores
pactan sujetarse a reglas más o menos objetivas. A partir de aquí los
interlocutores (lo dialogantes) con la información objetiva que disponen
deberán transformarla en “datos” compartidos (no polémicos), es decir que
deberán consensuar un “diagnóstico mínimo” que les permitan -luego durante el
dialogo- apartar “la paja del trigo”, lo objetivo de las opiniones, -que por su
misma naturaleza- está cargada, reiteramos, de subjetividad, deseo e ideología.
También negociar intereses personales.
Pero, nada
de esto hace la sociedad de la polémica, que con frecuencia se expresa con
liviandad en los “mass media” en general y en particular los protagonistas de
la política mediática (gremialistas, periodistas, deportistas, políticos,
animadores y trabajadores sociales, fomentistas, vecinalistas, actores,
ciudadanos de la calle, etc.). En los última “década relatada”, se ha reemplazo
los hechos por un mundo inexistente. Se discute con formato de polémica sobre
cosas que con frecuencia son imaginarias. Hijas del deseo o de la desmesura y
el extravío de fundamentalismos ideológicos rayanos en la negación absoluta del
sentido común y el criterio razonable del hombre normal.
El populismo como
relato trágico, mítico y heroico de una sociedad dilemática se apoya en esta
lógica de las entidades que suponen identidades inmutables a partir de un
escenario de razón nominalista: “enemigo”; “gorila”; “oligarquía”; “pueblo”; “anti-pueblo”,“hambreador”;
“represor”; “neoliberal”; “liberación”; “popular”; “imperialismo”, y otras
etiquetas que instalan un escenario seudoideológico de imágenes por sobre los símbolos del
lenguaje: las palabras son fantasmas que significan -como quería Humpty
Dumpty- lo que el interlocutor quiera que signifiquen para que encajen con su
representación del mundo en el que cree, como el religioso cree en su Dios.
La esencia de la “razón
polemista”
La razón
polemista sigue un derrotero lógico preciso: se inicia por la mera
confrontación de opiniones (la opinión es siempre sesgada porque es
“interesada”) sin un acuerdo marco de inicio.
La
polémica -lo hemos dicho- es hija dilecta del dilema, porque opone de
arranque juicios de valor no racionales
(es decir pre-juicios) como punto de protagonismo y no como componente anexo.
No se busca compartir una descripción consensuada porque se teme que ésta
afecte la posición ideológica que se pretende imponer como verdadera.
La razón
polemista -una vez más- implica el
objetivo de triunfar sobre el otro argumento, y no de intercambiarlos para
llegar a una posición tercera que resulte de la transformación de los
contenidos de lo uno y de lo otro. No interesa al polemista exponer dudas sobre
su posición, sino presentarlo como verdadero, íntegro, total y no perfectible.
Está en juego su identidad, y por eso el polemista defiende un sentimiento
producto de una creencia íntima que lo define, y/o de un interés pragmático que
necesariamente desconsidera a los intereses o deseos del otro. Es en suma la
prevalencia del maquiavélico apotegma que reza: “el fin justifica los medios”. El extremo de esta lógica
confrontativa irracional es la actitud encarnada por Pirro de Epiro, aquel rey
y general griego que logró ganar la batalla contra los romanos al costo del
exterminio casi total de su propio ejército. "Con
otra victoria como ésta, estaré perdido", habría exclamado
al final de la lucha. Aquí la relación
costo-beneficio aparece muy alejada al sentido común y la razón de medianía. La
cultura nacional tiende históricamente a la confrontación pírrica. En estos
tiempos vemos a los gobernantes acercarse más a la filosofía del general griego
que al discurso socrático mesurado, inquisidor y reflexivo.
Somos como somos…
La
historia política argentina, plagada de autoritarismos y convicciones
dogmáticas excluyentes, todo lo ha dividido en una constante práctica de
diferenciación de supuestas “esencias” antagónicas. Se podría reducir el basamento
de esa cultura promedio a la cosmovisión edificada sobre un mundo dicotómico de
antagonismos, antinomias y antónimos. Es pues una cultura que adora el
sectarismo gregario de lo confrontativo y la especulación de lo oculto. Ante
cualquier propuesta en nuestra vida cotidiana, se suele acudir al pensamiento
desconfiado: “¿Quién está detrás de esto?”.
Hay una
doble lectura de cada hecho hasta inventar un mundo inexistente en el que el
otro diferente luce como un ser conspirativo. Impera una fascinación por la
cultura del club y la bandería; por el credo amigo-enemigo. Empezando por las
polémicas en el fútbol, para continuar por la política, el sexo, la moda, los
autos, todo es discordante y hasta la ciencia muda en seudociencia de partido.
La dramática incapacidad de dirigentes y dirigidos, de intelectuales y vecinos
de a pie, para sintetizar diferencias y trabajar colaborativamente en equipo,
prescindiendo de la adolescente conducta ideologista de formar clanes que
desautorizan al otro, ha envilecido la autonomía crítica del hombre medio.
Negándose a sí mismo como ciudadano sujeto de conciencia, convertido en objeto
de deseo de manipulación ajena, aquel hombre de paisano insiste en actuar como borrego
de camiseta o polemista vocinglero en nombre del icono o del dogma de turno.
Hoy, sin
embargo, luego de más de 80 años de predomino nacional-populista, se ofrece a
la sociedad una nueva oportunidad para que el conjunto del país apunte a un
desarrollo sociocultural, político e institucional profundo y diferente,
asentado en una cultura republicana. Sin duda, será un enorme desafío a la
inteligencia social de dirigentes y dirigidos para restaurar la capacidad racional
de corregir y superara el “como somos”
-al decir poético de Eladia Blázquez- y
producir un cambio de paradigma político-cultural y social de criterios para la saludable convivencia. En fin, un reto
a la voluntad de diálogo, abandonando así la insalubre práctica de seguir
siendo la perpetua sociedad de la neurótica y destructiva polémica que alimenta
una y otra vez el “huevo de la grieta”, tan nefasta
-aunque
menos atroz- como aquella serpiente del odio, sostenida en otro delirio ideológico-social.
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