jueves, 23 de julio de 2015

Los simuladores

                                                              
                                          Los simuladores
                       (acerca del carácter nacional)
                        por Alberto Farías Gramegna
                          rrhh@albertofarias.com

“Somos una sombra que espera su turno tras el decorado, sólo para salir un breve momento a escena, decir nuestra parte y desaparecer... “ Shakespeare (Macbeth)

Las sociedades son escenarios en donde actuamos personajes encarnando roles, desde los familiares hasta los socio-laborales. Ellos nos definen, nos orientan, nos limitan y nos sujetan a las tareas prescriptas y esperadas: que el profesor en el aula enseñe, que el padre en la casa oriente, contenga y proteja, que el actor en la sala teatral simule el personaje que indica el guión de la obra, pero sin dejar de ser él mismo cuando termine de actuar. A esto se le llama “expectativa de rol”. Siendo el rol una función operativa que sostiene una rutina de acciones y discursos desde un personaje, cuya dinámica es interactiva, ya que todo rol implica por defecto un contra-rol: no hay padre sin hijo, ni profesor sin estudiante, no hay democracia sin ciudadanía, ni república sin instituciones, ni libertad sin ley. Me propongo analizar aquí algunos conceptos derivados de esta temática, sobre la que volveré a comienzos de agosto en el seminario “La personalidad como clave de comunicación exitosa” (*) que he de dictar en Mar del Plata.

Así en la vida como en el teatro

Es necesario diferenciar al “personaje social” del “personaje teatral”; a la persona que actúa el personaje de sí mismo, de la del actor que actúa personajes ficcionales. Son formatos diferentes en su dimensión biunívoca de realidad-ficción y su elemento diferenciador nodal es la “identidad”. El personaje social se fusiona con la persona que lo actúa sesgando y modelando su identidad, en tanto que el personaje  teatral es solo una simulación consensuada que no altera la identidad del actor, salvo obsesión patológica. En el primer caso una parte importante de la identidad personal está condicionada por el personaje social y actuamos respondiendo al tipo de “expectativas sociales” que la cultura nos propone. La calidad de aquellas expectativas sobre las actitudes responsables o irresponsables de un personaje social determinará el mayor o menor conformismo o insatisfacción del sujeto ante su propio comportamiento de rol. En “La simulación en la lucha por la vida”, José Ingenieros, señala la búsqueda de semejanza congruente entre organismo y medio ambiente.
En una sociedad anómica y mediocre, el mediocre amoral no se percibe como tal: “Es lo que hay”. ¿Y qué lugar ocupa la personalidad de cada uno en esta interpretación del comportamiento social? La personalidad perfila solo una parte de la efectividad y la ponderación del rol social, es decir lo hace más o menos flexible a las exigencias de la situación: se puede cumplir o no correctamente un rol, y en ambos casos ser más o menos expresivo, simpático, operativo, responsable, etc.

Si hay pobreza que no se note

Los sociólogos y antropólogos sociales han investigado el “carácter nacional” y la “personalidad básica social”. Ambos pueden ser definidos simplistamente como la forma de ser, pensar y ver el mundo de un colectivo cultural, más o menos homogéneo en un momento histórico dado. El “carácter” promedio de la sociedad argentina -tomada como media estadística- es culturalmente simulador y apático, esencialmente oportunista y moralmente lábil. Escéptica y pragmática, ella hace un culto de la crítica fácil, del “no te metas” y del “como si”: como sí educara, protegiera, respetara, curara, asegurara, arreglara, tolerara, etc. Simula “progresismo” y resulta una parodia patética de lo “políticamente correcto”. Esta simulación socio-cultural la aleja de la competencia y la acerca ora a la hipocresía, ora al cinismo y el destrato al adversario. Entre cómoda e ingenua abraza por inercia el populismo ambiguo porque teme competir y busca más parecer que ser. Se dice que las sociedades tienen gobiernos que se les parecen.
Contrariamente, un saludable proceso adaptativo necesita una sociedad asertiva: “ser competentes para competir”, orientados a obtener una cada vez mejor performance de calidad y superación buscando la excelencia. Competir -además de tener la necesaria “competencia de rol”- es cotejarse con otros actores sociales aceptando las reglas del juego de roles que le dan sentido a la convivencia en la diversidad. Es exponerse cívica, profesional y humanamente a la valoración del otro, en el respeto a su libertad soberana ante la oferta de mi propia presunta excelencia. Sin competencia no hay otro, no hay opción ni elector, ni posibilidad de valoración legítima. Ningún atleta será consagrado “el mejor” si corre solo. Ninguna sociedad crece en calidad y productividad sin competencia. Las experiencias históricas de los siniestros regímenes autoritarios que disolvieron la competencia, lograron también disolver la voluntad de superación del ciudadano y mataron su ambición de mejorar, dejando una masa amorfa de mediocres burócratas estatalizados. El miedo a exponer nuestras ideas políticas sin especulaciones, nuestras competencias personales y profesionales por temor a mostrar posibles debilidades, hace que renunciemos también a mostrar importantes fortalezas. El temor a descubrir nuestros defectos (y poder superarlos) nos aleja de enorgullecernos por nuestras virtudes, que a veces ni siquiera conocemos. El miedo a competir en una sociedad libre y abierta es propio del hombre mediocre que describe Ingenieros. Es el miedo a la libertad que señalaba Erich Fromm al iluminarnos una de las problemáticas más apasionantes de la Psicología: la inextricable y compleja relación entre sometimiento y libertad. La competencia implica el desafío de poner en juego capacidades, valores y esfuerzo vital, de ganar o el riesgo de perder, pero asegura la dignidad. En el resbaladizo terreno de las neurosis y sociopatías, Sigmund Freud escribió “Los que fracasan al triunfar”. Quizá lo inverso sea igualmente cierto: muchos países no tienen éxito porque nunca se animaron a correr el riesgo de fracasar. Por ese temor no cambian…y fracasan una y otra vez.

Pub.La Capital 22/7/15



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