“Somos una
sombra que espera su turno tras el decorado, sólo para salir un breve momento a
escena, decir nuestra parte y desaparecer... “ Shakespeare (Macbeth)
Las
sociedades son escenarios en donde actuamos personajes encarnando roles, desde
los familiares hasta los socio-laborales. Ellos nos definen, nos orientan, nos
limitan y nos sujetan a las tareas prescriptas y esperadas: que el profesor en
el aula enseñe, que el padre en la casa oriente, contenga y proteja, que el
actor en la sala teatral simule el personaje que indica el guión de la obra,
pero sin dejar de ser él mismo cuando termine de actuar. A esto se le llama
“expectativa de rol”. Siendo el rol una función operativa que sostiene una
rutina de acciones y discursos desde un personaje, cuya dinámica es interactiva,
ya que todo rol implica por defecto un contra-rol: no hay padre sin hijo, ni
profesor sin estudiante, no hay democracia sin ciudadanía, ni república sin
instituciones, ni libertad sin ley. Me propongo analizar aquí algunos conceptos
derivados de esta temática, sobre la que volveré a comienzos de agosto en el
seminario “La personalidad como clave de comunicación exitosa” (*) que he de
dictar en Mar del Plata.
Así en la vida como en el
teatro
En
una sociedad anómica y mediocre, el mediocre amoral no se percibe como tal: “Es
lo que hay”. ¿Y qué lugar ocupa la personalidad de cada uno en esta interpretación
del comportamiento social? La
personalidad perfila solo una parte de la efectividad y la ponderación del rol
social, es decir lo hace más o menos flexible a las exigencias de la situación:
se puede cumplir o no correctamente un rol, y en ambos casos ser más o menos
expresivo, simpático, operativo, responsable, etc.
Si hay pobreza que no se note
Los sociólogos y antropólogos
sociales han investigado el “carácter nacional” y la “personalidad básica
social”. Ambos pueden ser definidos simplistamente como la forma de ser, pensar
y ver el mundo de un colectivo cultural, más o menos homogéneo en un momento
histórico dado. El “carácter” promedio de la sociedad argentina -tomada como media
estadística- es culturalmente simulador y apático, esencialmente oportunista y
moralmente lábil. Escéptica y pragmática, ella hace un culto de la crítica
fácil, del “no te metas” y del “como si”: como sí educara, protegiera,
respetara, curara, asegurara, arreglara, tolerara, etc. Simula “progresismo” y resulta
una parodia patética de lo “políticamente correcto”. Esta simulación socio-cultural
la aleja de la competencia y la acerca ora a la hipocresía, ora al cinismo y el
destrato al adversario. Entre cómoda e ingenua abraza por inercia el populismo ambiguo
porque teme competir y busca más parecer que ser. Se dice que las sociedades
tienen gobiernos que se les parecen.
Contrariamente, un saludable proceso
adaptativo necesita una sociedad asertiva: “ser competentes para competir”,
orientados a obtener una cada vez mejor performance de calidad y superación
buscando la excelencia. Competir -además de tener la necesaria “competencia de
rol”- es cotejarse con otros actores sociales aceptando las reglas del juego de
roles que le dan sentido a la convivencia en la diversidad. Es exponerse
cívica, profesional y humanamente a la valoración del otro, en el respeto a su
libertad soberana ante la oferta de mi propia presunta excelencia. Sin
competencia no hay otro, no hay opción ni elector, ni posibilidad de valoración
legítima. Ningún atleta será consagrado “el mejor” si corre solo. Ninguna
sociedad crece en calidad y productividad sin competencia. Las experiencias
históricas de los siniestros regímenes autoritarios que disolvieron la
competencia, lograron también disolver la voluntad de superación del ciudadano
y mataron su ambición de mejorar, dejando una masa amorfa de mediocres burócratas
estatalizados. El
miedo a exponer nuestras ideas políticas sin especulaciones, nuestras competencias
personales y profesionales por temor a mostrar posibles debilidades, hace que
renunciemos también a mostrar importantes fortalezas. El temor a descubrir
nuestros defectos (y poder superarlos) nos aleja de enorgullecernos por nuestras
virtudes, que a veces ni siquiera conocemos. El miedo a competir en una
sociedad libre y abierta es propio del hombre mediocre que describe Ingenieros.
Es el miedo a la libertad que señalaba Erich Fromm al iluminarnos una de las
problemáticas más apasionantes de la Psicología: la inextricable y compleja
relación entre sometimiento y libertad. La competencia implica el desafío de poner
en juego capacidades, valores y esfuerzo vital, de ganar o el riesgo de perder,
pero asegura la dignidad. En el resbaladizo terreno de las neurosis y sociopatías,
Sigmund Freud escribió “Los que fracasan al triunfar”. Quizá lo inverso sea
igualmente cierto: muchos países no tienen éxito porque nunca se animaron a correr
el riesgo de fracasar. Por ese temor no cambian…y fracasan una y otra vez.
Pub.La Capital 22/7/15
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