viernes, 26 de diciembre de 2014

Navidades vespertinas

Navidades vespertinas (*)
(glosando al incierto ubícuo de la pluma)
por Alberto Farias Gramegna



Sabido es que Xavier Cazoleta Orozco supo fatigar ,promediando su cuarta década de vida, las temáticas religiosas. Por ejemplo, en su Elogio de la Mística (1933) bucea en la actitud religiosa de los pobladores de la aldea sajona de Brujenville, estudiando magistralmente las leyendas en torno de los nacimientos de personas que fueron beatificadas por sus capacidades de curar o realizar milagros. También se ocupó del tema de la muerte y la glorificación de los mártires.

“Tarde de navidad” el texto que hoy evocamos, se le atribuye al propio Cazoleta, aunque estoy en condiciones de afirmar que nuestro autor nunca reivindicó su firma al pié del escrito. 
Más bien el “incierto ubicuo de la pluma” -como se lo llamaba en los círculos literarios- nos sugiere que tal texto llegó a sus manos por decisión de Max Reinhart, poeta romántico bávaro, como se sabe.
La minuta en clave de prosa poética con innegable estilo de denso simbolismo adjetivante y por momentos alambicados circunloquios preñados de barroquismo, comienza describiendo un clima de inquietud…”hay en esta tarde un ruego esencial que compromete el corazón y el pensamiento”, dice el acápite escrito en lengua alemana. 

Leyendo al autor

Enseguida leemos que “La calidez de las horas reclina su etéreo terciopelo en el cuerpo devenido: es Navidad.
La navidad de un lejano nacimiento.Un tránsito del no ser al ser en este aquí y ahora de la vida. Toda la navidad nos habla del advenir, del ser, de la vívida luz del arribo.
Y sin embargo en todo nacimiento hay un morir oculto, alojado en el fin de un ciclo, de una etapa, de un arribo. La dialéctica de la vida y de la muerte de un niño que nace para morir redimiendo la mano torpe y bárbara, que no termina de repetir su necedad innecesaria. Del niño que somos y nos habla sin ser visto desde el fondo de los años. Cálida muerte de un niño, que por suerte no termina de morir. Aterciopelada muerte cálida, por jugar a la mentira de hacernos creer que ya pasó, por fín, aquel tiempo remoto, con sus luces y sus sombras bailando como magia de cinematrográfica sesión del moderno celuloide.
Nacimiento y muerte en medio de la tarde, justo entre el llanto de cortos pantalones y el dulce caramelo de la mano maternal que me lleva al deseado carrusel de la sonrisa.
O mejor, nacimiento y muerte entre un Dios de yeso que me mira en crucifijo y me perdona y una humanidad de carne macerada que repite la torpeza y me mata cuando espera que traicione mi nombre en nombre de presuntas doctrinas seculares indelebles. Muerte entonces por final, finitud. También por cada gesto de escéptico egoísmo que el hombre que soy representa cada día en el teatro social que me entorna y nos entorna. Debut y despedida si nos salimos del guión que nos confiaron.
Pero no desesperéis mi buen amigo, sin embargo -glosando al dramaturgo- los muertos que vos matáis gozan de buena salud. Nacimiento por devenir de la confianza, por esperanza, por pensamiento abierto, justo y amoroso Y porque quiero y me quieren en ronda de juntura de cuerpos y perdones, de húmedos ojos mirando lo bueno de decir que estoy parado en medio de los días. Todo junto en esta tarde atardecida de melancólica alegría.
El mundo por detrás y por delante. Mis recuerdos de los años de la infancia, del niño habitante en mis adentros de años alargados en cada imagen de aquel pueblo de suburbio. Con luces policromas que hilvanaban altos pinos verdaderos y enanillos de jardín custodiando la entrada de la casa del abuelo. Mesas dilatadas con manteles bordados con el tiempo soleado de otras tardes. Y yo mismo, allí corriendo marinero y zapatillos de charol abotinados, rodando una ilusión de días venideros, insensato pensar en un futuro a la medida. Hijo, padre, abuelo, todo lo podía en aquellas tardes de pesebre y velas encendidas en torno al mágico lugar de medianoche y villancicos. Casa por casa, aldabón por aldabón el coro pueril en medio de la nieve, tocando la íntima morada del hogar vecino y los dulces y las monedas por el canto de los niños.
Ese fue mi mundo abandonado. Y hoy un niño, el mismo y diferente, nace cada día, en cada encuentro con aquel que muere en el gesto duro del adulto que soy en la templanza del ahora.

Es que el delirio repetido de los años de barbarie, hizo estragos en los sueños y a cada cortejante de la vida nos pide ahora un milagro divino como aquel que conocimos al comienzo de la historia. Hoy reconozco al hombre solo en el proyecto, viniendo del niño que muere y vive, todo junto madurando en mis entrañas, más en el seré que en el estoy siendo, naciendo en la virtud de la buena fe con el otro semejante imprescindible. Arrojo por ventura, que desde la emoción de cada idea intenta lo mejor en lo posible, alejando así el espectro de la nada que es la muerte. Esa es mi emblemática creencia que recala en la ingenua ternura de aquel niño marinero”. 

(*) De la serie Apocrigrafías Albertianas. Xavier C. Orozco es parte central de los personajes de ficción que recorren los relatos aparecidos en "Diccionario de la Vida Cotidiana" en el suplemento de Cultura del diario La Capital de Mar del Plata, Argentina, entre los años 2005 y 2010.

Visita el sitio de RRHH : http://www.albertofarias.com 

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