Recuerdos de Navidad
por Alberto
Farias Gramegna
Mi abuela Angelita dirigía el trabajo de equipo, y toda la
familia se ponía en marcha para preparar el gran evento: ¡la cena de la
Nochebuena!. La casona del encuentro estaba ubicada en Caseros, casi en la
esquina de Caferata y San Martín, junto a la quinta de Don Vicente, el viejo italiano,
que solitario cantaba en dialecto napolitano. La finca ocupaba dos terrenos,
con una edificación aplanada y extendida pintada de blanco a la cal. A su
frente, cerca de la planta de camelias, un Pinocho de cemento sostenía una
manzana dando la bienvenida al visitante.
Ese día llegamos con
mi madre después del medio día para ayudar a preparar la cena. Cargados a dos
manos con bolsas de frutas y verduras, caminamos quince cuadras por calles de
tierra y baldíos sin alambrar, con aroma de hinojos silvestres.
En el jardín un gran
pino de agujas ya estaba adornado con enjambres de globos, guirnaldas y cables
que enlazaban lamparitas desnudas pintadas con variados colores. Sobre la copa
mi abuelo Pedro colocaba una estrella plateada de gran tamaño que él mismo
había fabricado con chapas plateadas en el taller donde fabricaba bombeadores
de agua.
Junto al pino se
extendía la edificación nueva : una sala estrecha que recorría la morada cuan
larga era, con tres grandes ventanales cerrados por vidrios repartidos de
variados tonos verde azulados. En su interior estaba instalado el piano de mi
tía Nelly, que era profesora de música. Una parte del ambiente funcionaba como
comedor solo utilizado para los acontecimientos especiales. En una oportunidad mi
madre armó allí mismo el arbolito navideño, iluminándolo con pequeñas velas
encendidas estilo cumpleaños, sostenidos en soportes colocados en los extremos
de las ramas. El amable conjunto no duró demasiado, ya que antes de la
medianoche se incendió al caerse una velita derretida. Por suerte el incidente
no prosperó y ninguno salió lastimado.
A media tarde
iniciábamos el armado de las mesas. Mi tío Carlos aportó de su carpintería los
caballetes y las tablas que irían ensambladas en forma de “T”. El punto de
unión, al centro de la cabecera, estaba reservado para los abuelos.
Mientras tanto, en la
amplia cocina que daba al patio de parras, las mujeres cortaban frutas y
hervían las verduras. Carnes de cerdo, pollos y algún pavo conseguido en la
granja de “los Venturini”, una familia amiga que vivía cerca de Ciudadela.
Los turrones, frutas
abrillantadas y el pan dulce -que mi abuela se empecinaba en llamar “pannetone”-
los comprábamos siempre en la confitería de doña Carmen.
Pero las dos cosas más
importantes de esa jornada impar eran la parafernalia de estrellitas, cañitas
voladoras, ruedas luminosas, petardos y buscapiés -que en aquella época se
usaban sin restricciones en todas las fiestas- y la expectativa por los regalos
de Papá Noel.
Mi padre -oficial de artillería-
era afecto a los estruendos de los fuegos de artificio y como sorpresa, al sonar las campanas de media
noche de la iglesia de La Merced, sacó de un bolso un cohete-bengala de los
usados para iluminar el campo de maniobras militares y lo instaló en un caño
cuya base estaba enterrada en el terreno de los fondos. Por supuesto la
atención y el suspenso eran enormes. La mecha se encendió con brillo intenso, pero
al cabo fue amainando su potencia pasando varios segundos interminables. Cuando
parecía haberse apagado, un silbido tremendo adelantó la salida del ingenio
volador envuelto en una extraña y anormal cortina de chispas rojo amarillentas.
La exclamación unísona
de los presentes acompañó la triste y corta parábola: el ridículo misil cayó
detrás del muro, en medio del gallinero de doña Rosario, la vecina. El pánico
de los desgraciados animales aumentó con la columna de humo negro elevándose
por sobre el ladrido de todos los perros de la manzana. La discusión con la
indignada vecina postergó el brindis y casi olvido los esperados regalos. Debajo
del pino varios paquetes con envoltura satinada y moños exagerados hicieron que
mi corazón infantil se agitara con más fuerza que ante la caída del cohete
malogrado.
Aquella Navidad abrí
todos los envoltorios antes que los demás pudieran leer los cartelitos que
tenían abrochados. La bicicleta venía
con rueditas a los lados, pero se las saqué a la semana, cansado de las bromas
de los pibes del barrio. Cosas de la infancia…Recuerdos de Navidad.
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