jueves, 25 de diciembre de 2014

Recuerdos de Navidad...


   Recuerdos de Navidad
por Alberto Farias Gramegna


Mi abuela Angelita dirigía el trabajo de equipo, y toda la familia se ponía en marcha para preparar el gran evento: ¡la cena de la Nochebuena!. La casona del encuentro estaba ubicada en Caseros, casi en la esquina de Caferata y San Martín, junto a la quinta de Don Vicente, el viejo italiano, que solitario cantaba en dialecto napolitano. La finca ocupaba dos terrenos, con una edificación aplanada y extendida pintada de blanco a la cal. A su frente, cerca de la planta de camelias, un Pinocho de cemento sostenía una manzana dando la bienvenida al visitante.
Ese día llegamos con mi madre después del medio día para ayudar a preparar la cena. Cargados a dos manos con bolsas de frutas y verduras, caminamos quince cuadras por calles de tierra y baldíos sin alambrar, con aroma de hinojos silvestres.

En el jardín un gran pino de agujas ya estaba adornado con enjambres de globos, guirnaldas y cables que enlazaban lamparitas desnudas pintadas con variados colores. Sobre la copa mi abuelo Pedro colocaba una estrella plateada de gran tamaño que él mismo había fabricado con chapas plateadas en el taller donde fabricaba bombeadores de agua.
Junto al pino se extendía la edificación nueva : una sala estrecha que recorría la morada cuan larga era, con tres grandes ventanales cerrados por vidrios repartidos de variados tonos verde azulados. En su interior estaba instalado el piano de mi tía Nelly, que era profesora de música. Una parte del ambiente funcionaba como comedor solo utilizado para los acontecimientos especiales. En una oportunidad mi madre armó allí mismo el arbolito navideño, iluminándolo con pequeñas velas encendidas estilo cumpleaños, sostenidos en soportes colocados en los extremos de las ramas. El amable conjunto no duró demasiado, ya que antes de la medianoche se incendió al caerse una velita derretida. Por suerte el incidente no prosperó  y ninguno salió lastimado.
A media tarde iniciábamos el armado de las mesas. Mi tío Carlos aportó de su carpintería los caballetes y las tablas que irían ensambladas en forma de “T”. El punto de unión, al centro de la cabecera, estaba reservado para los abuelos.
Mientras tanto, en la amplia cocina que daba al patio de parras, las mujeres cortaban frutas y hervían las verduras. Carnes de cerdo, pollos y algún pavo conseguido en la granja de “los Venturini”, una familia amiga que vivía cerca de Ciudadela. 
Los turrones, frutas abrillantadas y el pan dulce -que mi abuela se empecinaba en llamar “pannetone”- los comprábamos siempre en la confitería de doña Carmen.
Pero las dos cosas más importantes de esa jornada impar eran la parafernalia de estrellitas, cañitas voladoras, ruedas luminosas, petardos y buscapiés -que en aquella época se usaban sin restricciones en todas las fiestas- y la expectativa por los regalos de Papá Noel.
Mi padre -oficial de artillería- era afecto a los estruendos de los fuegos de artificio y  como sorpresa, al sonar las campanas de media noche de la iglesia de La Merced, sacó de un bolso un cohete-bengala de los usados para iluminar el campo de maniobras militares y lo instaló en un caño cuya base estaba enterrada en el terreno de los fondos. Por supuesto la atención y el suspenso eran enormes. La mecha se encendió con brillo intenso, pero al cabo fue amainando su potencia pasando varios segundos interminables. Cuando parecía haberse apagado, un silbido tremendo adelantó la salida del ingenio volador envuelto en una extraña y anormal cortina de chispas rojo amarillentas.
La exclamación unísona de los presentes acompañó la triste y corta parábola: el ridículo misil cayó detrás del muro, en medio del gallinero de doña Rosario, la vecina. El pánico de los desgraciados animales aumentó con la columna de humo negro elevándose por sobre el ladrido de todos los perros de la manzana. La discusión con la indignada vecina postergó el brindis y casi olvido los esperados regalos. Debajo del pino varios paquetes con envoltura satinada y moños exagerados hicieron que mi corazón infantil se agitara con más fuerza que ante la caída del cohete malogrado.
Aquella Navidad abrí todos los envoltorios antes que los demás pudieran leer los cartelitos que tenían  abrochados. La bicicleta venía con rueditas a los lados, pero se las saqué a la semana, cansado de las bromas de los pibes del barrio. Cosas de la infancia…Recuerdos de Navidad.

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