Del paro al desamparo
(el dilema del
desempleado)
Por Alberto Farías
“A mi trabajo
acudo, con mi dinero pago, al cabo nada os debo…” - Antonio
Machado
A
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quí en España como en Argentina
la falta de oferta laboral, el “paro” o desempleo, como se lo quiera
llamar -y a pesar de las cifras disímiles
de parados en relación general a la PEA en
ambos países: muy aproximadamente algo más de 3 a 1 en el primer trimestre de
2014- constituye, más allá de lo estadístico y económico, un drama existencial
personal.
El
trabajo es ante todo una forma social de existencia, una necesidad básica del
mantenimiento de la infraestructura material de productos y servicios de una
comunidad, un formidable sostén de la identidad personal y un organizador de la
vida cotidiana. Por tanto va más allá de la remuneración obtenida para
garantizar las necesidades primarias del individuo. Esto es parte de un una
obviedad, aunque a veces se olvide.
La mayoría de nosotros despliegan
su trabajo socio-productivo a través de un “empleo”. Muchos -la mayoría- no
eligen un rol laboral a partir de un estudio vocacional específico, sino que el
rol les es impuesto a partir de la mera necesidad de trabajar. Hay aquí una dimensión de enajenación en el
hacer una tarea que no se elige, aunque se sepa instrumentalmente el cómo se
hace.
La identificación de la propia
personalidad con algo de ese hacer y la comprensión del porqué se hace, es en sí
mismo motivadora.
Un segundo grupo son capaces de sentir felicidad en sus trabajos a partir de una identificación de sus deseos y expectativas con las de la organización que los convoca.
Sin embargo, otros aún, -a pesar
de contar con una capacitación profesional académica, una especialidad técnica,
etc.- y haber elegido la actividad y el lugar de trabajo, no logran encontrar
las condiciones adecuadas que les haga sentir comodidad y felicidad por estar
satisfechos con lo que hacen, cómo y dónde lo hacen. Así la antinomia
felicidad-trabajo pareciera dominar la existencia social del hombre, porque el
trabajo socio-productivo,(reglado contractualmente por la transacción salario
por fuerza de trabajo) y aún el autoregulado en el caso de los autonómicos, es
por fuerza en gran parte ahijado de las rutinas y estas parecen agobiar al que
trabaja. Sin embargo, tanto unos como otros comparten un sentimiento de estar
arropados, con mejores o peores telas, por la inclusión en una red de mutuas
necesidades económico-sociales y siendo parte de un colectivo que los incluye,
aún sin demasiadas cortesías. Pero hay un tercer grupo -inmenso- al que han despojado de esas telas
y solo les quedan andrajos con que cubrir su desamparo: son aquellos que han
perdido involuntariamente sus empleos y aunque busquen cada día uno nuevo no pueden
encontrarlo: “los parados”.
El dilema del desempleado
Trabajando
en una organización laboral, una persona se involucra “por defecto” en la
dinámica de cinco dimensiones vinculares expresadas en otras tantas variables psicológicas:
camaradería, confianza, orgullo, autorrealización e identidad grupal.
Al
perder un empleo, la persona “en paro”, pierde también aquellas variables que
eran parte de su identidad global de rol. Ya no tiene camaradas, ni él lo es
para los demás; pierde la confianza en sí mismo ya que deja de ser alguien en
quién se pueda confiar; no puede sentirse orgulloso porque es un “perdedor”,
aunque no sea objetivamente responsable de esa situación; su imagen de
crecimiento personal se ha detenido y peligra su futuro al no tener un presente
desde dónde construirlo, de ahí que el paro es también un paro de la
autorrealización. Finalmente, sin grupo de referencia laboral por haber perdido
la pertenencia, su identidad de “ser parte de”, se resiente hasta dudar de la
propia pertinencia de sus derechos, perdiendo luego su voluntad de búsqueda, su
vigor resiliente.
Tarde o
temprano aparece un doble interrogante: ¿Qué hacer?...Seguir tozudamente una
búsqueda frustrante que cada día le confirma una negativa que lo humilla ante
sí mismo, y le recuerda que no es omnipotente, o dejar de buscar, defeccionar ante el estrés y
-evasión negadora mediante- asumir una actitud resignada y pasiva, de presunta
impotencia identitaria que lo llevaría del paro al desamparo. En este dilema
perfecto entre omnipotencia e impotencia, las dos consecuencias imaginadas son
indeseables para el sujeto. Son, pues, el Escila y Caribdis del parado.
Pero por
suerte en general, un dilema es un problema mal planteado, al que hay que
modificarles las premisas: entre la omnipotencia y la impotencia está la
potencia humana. “Puedo hacer algo nuevo con lo que otros ya han hecho de mi”,
solía decir J.P Sartre. Y eso ancla en la ilusión, en el buen sentido de la
palabra: “El pensamiento ilusorio -nos dice Mariano Soriano Urban- puede brotar
de pautas heurísticas en cierta forma útiles, e inclusive capaces de asegurar
nuestra supervivencia: creer que uno tiene poder para controlar los
acontecimientos ayuda a mantener la esperanza y a alentar el esfuerzo cuando,
de otra manera, prevalecería la desesperación. Si a veces las cosas se pueden
controlar y otras veces no, maximizaremos nuestros logros mediante el “pensamiento
positivo”. Ser optimista es rentable”
El
interrogante no está entonces en “buscar o dejar de buscar” empleo, no es la acción lo que está en entredicho sino
la inteligencia de la acción en términos de coste-beneficio-contexto y esa
inteligencia se llama “proyecto”. Y un proyecto es la construcción de un amparo
propio con los talentos propios, que para ser efectivo (eficaz y eficiente), deberá incluir una dosis importante de “plan B”
(“pensamiento lateral” se le llama ahora) y una prioridad de acciones insertas en
un programa capaz de darle sentido y significado racional-emotivo al esfuerzo
sin prisa y sin pausa, evitando así que lo contingente no deseado, -la
situación de paro en este caso-, nos
arrastre al desamparo determinista de creernos simplemente impotentes cuando en
verdad no lo somos.
Imagen original modificado diario El Mundo, Madrid.
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