martes, 19 de diciembre de 2023

EL HOMBRE PEQUEÑO...

 Relatos desde la mesa del Bar ...

                                     El hombre pequeño

             Una historia incierta de realidades irreales

               Por Alberto Farías Gramegna

textosconvergentes@gmail.com


Ese día se despertó más temprano que de costumbre. Le dolía el cuerpo como cuando se iba a engripar. Sus pensamientos se concentraban obsesivamente en encontrar la forma de resolver el problema de sobrevivir. Necesitaba el dinero tanto como el tiempo y la tranquilidad para escribir.

Escribir era imperioso, una obligación ética y un compromiso asumido con sus compañeros que dependían de su testimonio para no caer en las trampas y engaños con que los otros intentarían confundirlos. Comer era imprescindible: si moría no habría escritura y los suyos verían peligrar su futuro, se perdería la esperanza del grupo. Por momentos todo parecía un dilema horrible; al rato creía ver una solución que se escurría entre los esfuerzos de su ingenio por aclarar una forma de actuar, encontrar una estrategia eficaz que lo conformara y le asegurara alcanzar la meta.

El frío de la mañana lo impulsó a taparse aún más, pero en un contramovimiento casi convulsivo, saltó de la cama y comenzó a vestirse, nervioso, agitado, mirando cada tanto por la ventana del hotel.

Allá abajo la plaza todavía estaba desierta; un viejo arrastrando los pies, paseaba a su perro y más lejos el guardián parecía estar cosiendo un botón de su uniforme verde. Se puso los lentes. Desde aquel episodio confuso en que fue preso injustamente y lo golpearon salvajemente, no veía bien y tuvo que cambiar de aumento varias veces.

Un día de estos voy a quedar ciego como Borges"-se angustiaba- dando libre albedrío a su hipocondría hereditaria.

 Y fue precisamente durante aquel tiempo que aparecieron los miedos a morir envenenado por alimentos contaminados, los dolores reumáticos, las presiones en el pecho, las diarreas nerviosas, las interminables noches de insomnio y la "vista nublada" como siempre le decía cuando le preguntaba por qué se refregaba tanto los ojos.

Él había heredado de su madre esa preocupación por las enfermedades y un espíritu inquieto y franco, que a la larga lo llevaba a enredarse con causas llenas de ideales y contradicciones y un final previsible de mudanzas y tristezas.

La caída de los muros que rigidizaban los pensamientos y los sofocaban en compartimientos estancos alentaron a los mercaderes de baratijas conceptuales y todo empezó a venderse como en la feria de su infancia, cuando la madre lo llevaba de la mano para que no se extraviara y le compraba estatuitas de arcilla cocida con forma de soldaditos y dragones. Que delicia caminar entre tanta gente y descubrir los nuevos puestos con las cosas extrañas que nunca había visto. Los martes era el día clave, desde las siete hasta la una de la tarde; frutas, verduras, dulces, juguetes, animales de granja, cacerolas, plumeros, escobas, ropas, gorros, miles de objetos y miles de tentaciones para comprar. El recuerdo lo había arrastrado irrefrenable. Caía en un atajo de la mente como quien se tira desde el tobogán, los recuerdos en imágenes se le imponían y una fuerte emoción lo ahogaba, casi en la puerta de la angustia. Alguien hacía algunos años le había dicho que los recuerdos emocionan porque esconden la fantasía de poder controlar el tiempo a nuestro antojo.

Pero ahora las cosas eran distintas. Sus padres ya no estaban, la esperanza de un hijo se perdió con el aborto espontáneo de su mujer después del accidente que casi les cuesta la vida a los dos. Después vinieron nuevos problemas, algunas persecuciones, el viaje a España donde la empresa que lo contrato no cumplió y el regreso sin gloria; finalmente la separación de la pareja lo sumió por largo tiempo en una depresión intensa.

Hacía tiempo que vivía solo en un hotel de cuarta categoría frente a la plaza del pueblo. Ya no era un joven. Los dolores de la espalda y las piernas hicieron que acortara el tiempo de caminatas con las que solía comenzar las mañanas. Después llegaba a desayunar y se sentaba hasta el mediodía frente a la ventana a escribir los testimonios existenciales del mundo que lo rodeaba. La dueña del hotel se llamaba Anke y era una alemana viuda de la guerra que después de pelearse con sus cinco hijos había decidido huir de la ciudad y poner en aquel pueblo de montaña, un hotel de viajantes con los ahorros de la pensión de guerra que le mandaban desde Europa. Anke, gorda y acalorada, lo distraía con comentarios sobre estos y aquellos tiempos, sobre los nazis y los comunistas, los hippies y los mendigos, las escandalosas costumbres de los jóvenes de copular en las plazas y los perros que cagaban en las veredas.

-No se enoje doña Anke, pero tengo poco tiempo para escribir y esto es muy importante, después seguimos charlando- le decía él amablemente. La mujer reaccionaba como si verdaderamente se hubiera ofendido.

-No era mi intención hacerle perder tiempo, siempre está apurado Ud. Como si fuera a morirse mañana mismo- y se iba al instante, entonces él se ponía a escribir hojas y hojas, de un lado y del otro. Iba completando cuadernillos, los cerraba con una cinta engomada, como para asegurarse que nadie los pudiera abrir y comenzaba enseguida con otro. Algunos vecinos que lo conocían y habían hablado alguna vez con él, lo consideraban muy extraño y un poco loco. Todos quisieron conocer algo más de su pasado, pero él nunca les dio el gusto, por eso surgieron muchas versiones sobre las razones por la que se había ido de la ciudad y su vida actual en el hotel de la alemana: desde que su familia había muerto en un espantoso accidente, hasta que se sería un prófugo de la justicia o simplemente un pobre infeliz que ya no razonaba bien. El hecho de no verlo trabajar era la cuestión que provocaba mayor intriga. ¿De que vivirá?, se preguntaban y de esta intriga no era ajena doña Anke.

 -Estoy gastando los últimos pesos de la fortuna de mi abuelo"-le contestaba él, con una sonrisa que hacía poco creíble la respuesta.

 -Bueno, y a mí que mi interesa, es cosa de Ud. -le decía la alemana y otra vez se iba dando la impresión de estar ofendida.

Esa mañana, pensó que tenía que resolver el problema que se presentaba, para poder seguir escribiendo. Ya no recibiría el dinero como hasta entonces, lo que le permitía dedicarse todo el tiempo a los testimonios. Decidió no salir a caminar y bajar a desayunar directamente. En la plaza el viejo y su perro ya no estaban y el guardián seguía, tal vez, cociendo su botón en su uniforme verde.

Cuando llegó al pequeño salón comedor, la alemana miraba por la ventana ensimismada; no lo escucho bajar la escalera. -Buen día Anke-dijo él, dudando de su propia voz. La alemana, dio un saltito y miro asustada: -Ah, ¡es Ud. -y se quedó mirándolo extrañada- Se puso el pulóver al revés! -

Se miró confundido y comprobó que la gorda tenía razón. Rememoró su vida con Claudia. Siempre le reprochaba lo distraído que era.

-Estaba mirando a ese hombre, el guardián... no lo había visto antes, parece que al viejo lo jubilaron, ¿no? -le dijo ella. - ¿Es del pueblo? -pregunto él, mientras acomodaba su cuaderno sobre la mesa.

-Por lo menos yo no lo conozco... y no debe ser porque en este lugar nos conocemos todos- Anke decía algunas cosas creando una atmósfera extraña, misteriosa. Le gustaba crear expectativas no terminando alguna frase o dejar flotando preguntas de las que aparentemente ella conocía las respuestas. Después de desayunar con el café y los escones que la alemana hacía todos los días, se puso a escribir su testimonio, con más entusiasmo que de costumbre. No quería pensar en los días que vendrían. Algo se le ocurriría para sacar unos pesos y seguir con su fundamental tarea.

Ese mecanismo de huida hacia adelante, postergando el planteo de los problemas o refugiándose en proyectos que necesitaban de la solución de cuestiones previas, era otro de los motivos de reproche de Claudia, que le servía a ella para recordarle que nunca había resuelto su inmadurez y su dependencia de los idealismos sin tener los pies en la tierra. Claudia, aunque compartía con él las ideas de humanismo y libertad , discrepaba, sin embargo, sobre cuestiones prácticas de la vida cotidiana. En los últimos meses de convivencia, cuando vivían en España, comenzó a convencerse de que al fin de cuentas no valía la pena preocuparse más que por uno mismo y salvarse acomodándose en el mayor de los anonimatos.

-El lema de los tiempos es “Preocúpate por ti mismo y saca el provecho que puedas de las circunstancias”- le dijo en medio de una de las peleas, que por entonces se repetían casi todos los días. Recordaba que la miró casi con odio y asustado de su propia reacción. Al tiempo se separaron.

Ahora estaba solo, refugiado en un hotel de montaña, sumido en una tarea sustancial y trascendente: dar testimonio de lo que sabía y había visto en la vida. Sin lo escrito nada podría continuarse y se perdería la clave que podría garantizar la identidad de los suyos. No quedaba mucho tiempo, semanas, a lo sumo pocos meses. Sabía que después todo terminaría.

De pronto dejo de escribir y miró al guardia. Fue como si recién se hubiera dado cuenta de su existencia. Todavía estaba allí, moviendo su mano derecha en lo que a la distancia parecía ser la costura de un botón de la chaqueta verde de su uniforme. Pensó en el comentario de la alemana sobre el recambio de hombres y su origen desconocido y sintió un repentino frío, una angustia inesperada se instaló sobre la ansiedad crónica que generaba su situación desde que se enteró del fin de los envíos de dinero.

¿Quién sería ese hombre, que ya comenzaba a resultarle inquietante? ¿Tendría relación con lo delictivo? ¿Lo estaría vigilando a él? ¿Se habría enterado de su tarea trascendente y buscaba sacar algún provecho personal? Cuanto más imaginaba posibles respuestas más se enredaba en un laberinto de imágenes que le resultaban insoportables. Veía a sus amigos de otros años morir de mil maneras. A los niños de aquella colonia que fue desalojada a palos y se los llevaron quién sabe a dónde; nunca más se supo de ellos; muchos años más tarde los padres supervivientes todavía los buscaban.

El hombre de la plaza continuaba inmutable en su ejercicio manual, ajeno a las especulaciones de su observador. Era delgado, de estatura y complexión pequeña. Aunque estaba sentado se podía adivinar que de pie no sobrepasaría la altura de la hilera de ligustros que se extendían al fondo cerca del camino de lajas. Su cabello era oscuro y corto. Sus zapatos negros y puntiagudos recordaban los de aquellos duendes medievales que tanto lo impresionaban en su niñez. Nunca le habían gustado los dibujos antiguos propios de las ilustraciones del siglo pasado. Detestaba las figuras de la historia de "Alicia en el País de la Maravillas". Una vez decidió retocarlas y las pinturitas de colores completaron una versión “light” de aquellas figuras grotescas.

El recuerdo de este episodio logró un milagro: una discreta sonrisa apareció en su cara depresiva. Solo duro hasta la nueva pregunta que se instaló en el centro de su pensamiento justo en el momento en que el hombre pareció dejar su rutina. Siguió con el cuerpo tenso los gestos del guardián. Vio como guardaba algo en su bolsillo: una aguja -pensó. Después se levantó muy despacio, como si le dolieran los movimientos que hacía. Era, sin dudas, un hombre joven. Se cerró la chaqueta y paso su mano varias veces por sobre la hilera de botones, en un gesto inequívoco de quien saca la pelusa de la ropa. Después miró hacia el hotel, justo a la ventana en que él estaba sentado.

Quiso disimular y comenzó a tomar de la taza vacía. -Me descubrió -pensó más nervioso que antes. El guardián movió su cabeza al otro lado y dándole la espalda caminó hacia la casilla donde se guardaban los útiles de limpieza y otros elementos que se utilizaban en el mantenimiento de la plaza. El respiró más tranquilo. Llamó a la alemana que no lo escuchó y escribió en su cuaderno un signo de interrogación junto a la palabra intraducible "neimovar".

Cuatro años antes, en una tarde tormentosa y fría, se había producido un encuentro inolvidable: fue en Montevideo y el azar o el destino, según lo pensara él o algún amigo con los que se enfrascaban en largas discusiones, -que a juicio de Claudia eran bizantinas- lo llevó a encontrarse con Goduver, un hombre rechoncho y moreno, de ojos grandes y pelo revuelto que sabía todo de todo, solo era cuestión de hacerle una pregunta cualquiera y Goduver ponía en marcha su discurso interminable, repleto de citas, fechas y consideraciones políticas, sociológicas y lingüísticas. La tarde aquella transcurrió como en un sueño, sin tiempo, entre cafés, cañas y ginebras, descubriendo las claves del problema, los orígenes de la invasión de los amorales, los mecanismos de control y los mensajes que confundían la mente y el cuerpo. Fue esa misma tarde, cuando poco antes de despedirse, Goduver le enseñó las palabras intraducibles. Eran pocas y precisas que solo podían ser pensadas o escritas, pero no pronunciadas porque perdían su esencia y nada significaban. El sentido y el efecto de representación eran íntimos y producían una extraña y muda empatía en el otro cercano si se compartía una experiencia vital desde un lugar emocional y moral común. Después de escribir "neimovar", algo distinto sucedió, un punto de vista diferente, más calmo, se instaló en él y se echó hacia atrás en la silla.

-Doña Anke... Señora! - volvió a llamar. La alemana se asomó a la puerta del comedor con un frasco de dulce en la mano

-Diga usted don Héctor-que así lo llamaba después de hacerse la ofendida.

-¿Doña Anke, podría traerme un vaso de agua que tengo la boca seca? -

 -Enseguida se lo traigo... ¿Vio cómo refrescó...? A lo mejor tenemos nieve para la tarde -dijo ella mientras volvía a la cocina.

-Sí...hace frío -le contestó él, mirando todavía por la ventana. El guardián ya no se veía y cerró el cuaderno atándolo con las cintas de goma.

Héctor había cumplido cuarenta y cinco años y aparentaba diez menos. Se dejaba la barba desde los veinte, solo se afeitó alguna vez cuando los gendarmes de los años de totalitarismo lo obligaron. Ya se sabe que el control del cuerpo facilita la manipulación de la mente. No fumaba más. Le habían advertido sobre esa angina pertinaz y recurrente. El miedo a la muerte lo atormentaba desde su infancia. Una vez tocando una caja de fusibles recibió una descarga que casi lo mata. Se sentía atrapado en el mundo, claustrofóbico de su pequeñez e impotente para modificar el previsible final: el tiempo lo aterraba; no sabía cómo transcurrir con él. Alguna vez dijo que no era otra cosa que el transcurso de la materia. La degradación de las cosas lo estremecía y buscaba incansablemente la manera de reeditar las condiciones perceptuales de los recuerdos: la escuela, su barrio, los olores, las voces de su familia, su padre llegando a la plaza donde él jugaba después de un largo viaje y la corrida para abrazarlo. Trataba de entender la relación del tiempo y el espacio. Noches enteras se entretuvo pensando acerca de qué habría más allá del universo...y después... ¿y después...? y terminaba con un sentimiento de opresión en la cabeza por no poder representarse el infinito.

Cuando descubrió los "Cien Años de Soledad" tenía veinte y tantas ilusiones; la novela lo atrapó de tal manera que muchas de sus convicciones sobre la existencia se vieron cuestionadas. El tiempo, siempre el tiempo, soberano absoluto llevándose las cosas. Recordaba la definición de felicidad que le escuchó a Portal muchos años atrás: se trataba de valorar a las cosas antes de perderlas. Y él había perdido tantas cosas que no valoró en su momento. Ahora se daba cuenta que la nostalgia aparece cuando no se fue feliz, y según Borges eso es pecado, aunque lo del pecado a él no le importaba porque nunca fue religioso, a pesar de su padre y su madre.

Era bautizado en la fe cristiana y tomó la comunión a los diez años. Lo mandaron a un colegio religioso y tuvo que padecer -según le gustaba decir-que los curas lo obligaran a repetir la lección del origen del mundo como una lucha entre el bien y el mal. “Bueno sobre ese punto -decía- no están tan errados”.

La alemana lo sacó de su ensimismamiento, seguía mirando por la ventana sin ver nada. - ¿Don Héctor, no va a salir a caminar hoy? - Se levantó bruscamente, sobresaltado,

-Hasta luego doña Anke, la veo más tarde, me voy a poner la campera y salgo un rato-

Tomó el cuaderno y subió a la habitación.

Cuando salió ya eran casi las once de la mañana. El viento del sur enfriaba el ambiente y sobre las montañas las nubes comenzaban a esconder a los picos.

Puso rumbo al río por la calle Smith que antes se llamaba Embarcadero y apretando con fuerza la valija donde llevaba los cuadernos, se alejó caminando rápido. Desde la esquina miró hacia atrás: la plaza seguía tan solitaria como antes. Ese mediodía no volvió a comer al hotel. A la noche llovió con moderación. 

Tres días más tarde cerca del dique, un pescador encontró su cuerpo congelado. Nadie pudo explicarse este hecho porque las temperaturas en esa época del año no eran tan bajas. La valija que llevaba nunca apareció. Lo cierto es que ninguno se tomó el trabajo de buscarla. La alemana lloró cuando lo supo. Le había tomado afecto a aquel extraño personaje y durante los días que siguieron le contó sus suposiciones al viejo cuidador de la plaza, que había regresado.

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