lunes, 25 de diciembre de 2023

AQUELLOS FUERON LOS DIAS

Breves historias desde la mesa de un bar...

Aquellos fueron los días 
(historia de un hombre incierto que no pudo ser)
Por Alberto Farías Gramegna

textosconvergentes@gmail.com


“El Hombre es el ser por el cual la nada adviene al mundo”  - JP Sartre

“Escribía sentado en aquel bar de los suburbios, mientras llevaba ya su tercer café” - A Relmú                                                                                    


Las montañas  estaban por aquellos días mas  altas y  brillantes que nunca. Era una delicia respirar la brisa húmeda de los robles de la finca en una época de misterio y alegría verdadera, donde lo real se mezclaba irremediablemente con lo imaginario. Bob Hope, Judy Garland y Bing Crosby cantaban adorablemente en el aparato de radio, y Marilyn  mostraba su inquietante escote con la sonrisa ingenua que nunca ninguna mujer pudo lograr después.

Aquellos fueron los días de vino y rosas bailando en el Savoy, mientras los cañones sonaban lejos, aplastando al odiado enemigo fascista. Mario lo sabia todo el tiempo y en eso pensaba cuando luchaba con el barro y las zanjas volanteando su Willys 43 camino a la barriada. Los años habían marcado a fuego su espíritu inquieto y aventurero, lleno de ideas grandiosas de justas reivindicaciones sociales, donde todo cabía: el mar del atardecer, las sombras de la noche de naipes, las nubes desde el planeador entelado, los libros y la gloria, las mujeres y el sueño de la fama.

Laura ocupaba, por aquellos días, un lugar central en sus planes. Se diría que nada era posible sin ella, aunque la idea de fidelidad nunca entró en sus convicciones. Mario lo supo siempre, pero se negaba a reconocerlo, y entre Camel y Camel imaginaba flotando en las volutas del humo, su finca rodeada de montañas, sus hijos jugando y a él mismo escribiendo su mejor ensayo inspirado en el escote de Marilyn, a quien había conocido personalmente en Los Angeles cuando participo del Encuentro de escritores latinoamericanos. Había pensado invitarla a bailar en la calle como Fred Astaire con Ginger Rogers, pero se conformó con besar su mano y decirle en un extraño y mal pronunciado ingles que “I’ m so much complaced know you, lady.” Ese fue un encuentro inolvidable que lo conmovió hasta el punto en que llegó a pensar en declararle su amor.

Pero el tiempo, que todo lo puede -recordó impresionado esa frase en boca del viejo Lluna cuando la muerte de Ryan, al caer su avión junto al lago Arauca- lo puso otra vez en camino a su finca natal. Ahora Mario era uno más en la debacle de la utopía adolescente, un dinosaurio comprado por los vientos de la cotidiana realidad de la sobrevivencia.

Sus víctimas eran los incautos visitantes que se acercaban al Museo del Siglo, una casona despintada que le había dado el gobierno para que allí arme su rompecabezas de recuerdos y hechos de gloria.  Desde su oficina de director del museo podía ver entrar los barcos cargueros a la bahía, entintada en restos del ultimo naufragio petrolero. Era su ocupación de todo el día, por la que recibía un miserable sueldo, sin embargo, la mejor paga de la barriada del puerto, donde los changadores y los policías contaban monedas para llegar a fin de mes.

El jeep saltó varias veces sobre los pozos del camino y Mario se golpeó la cabeza contra el parante de la capota. Miró la hora y vio que faltaban cinco minutos para el medio día y la lluvia seguía más intensa que antes. Recordó cuando comenzó toda la pesadilla, mientras también llovía como ahora, fuerte y arrachado. Tuvo por aquel entonces mucho miedo porque sabía sus limites y su propia historia no hacía más que confirmarlo.

Después de aquella crisis familiar Laura se fue de sus mañanas y sus montañas, pero no de sus sueños intactos.  A sus hijos los volvió a ver después de siete años, cuando viajó a Roma, donde a la sazón vivían con la madre. La tristeza duró muchos años, dentro y fuera de su cuerpo y él siempre supo el resultado. Llegó a pensar que había sido elegido por el destino para saber antes que los demás lo que pasaría a su alrededor y esa tortura lo acompañaba desde sus años escolares, cuando la maestra le decía que era “un niño prodigio”.

                                                               *  *  *

Cuando finalmente detuvo el jeep frente al museo, lo esperaba un hombre de aspecto tranquilo, vestido con un traje negro que brillaba gastado de tanto uso, que le estrechó la mano mientras le informaba que venía a buscar información sobre la hazaña del velero Hermes, en los años cincuenta. Mario lo hizo pasar y juntos subieron a la oficina.

En la bahía, mientras tanto, salía un carguero esparciendo humo negro en la plácida atmósfera del mediodía. Una escena repetida dos y tres veces por día, que él la encontraba terriblemente melancólica.

Desde aquellos lejanos días de misterio y entusiasmo juvenil, había ido cayendo en una cada vez más fuerte depresión y escepticismo. Siempre había estado buscando el sentido del "ser-en-el-mundo", impresionado por la desprolija e ingenua lectura de "El ser y la nada", cuando por casualidad, había visto en el cine a un tal Sartre hablando sobre la existencia. Pero últimamente ya no daba monedas a los niños que mendigaban en la calle, ni iba a las cenas de beneficencia del Club de la Amistad Solidaria, ni a fiesta alguna, a las que ya tampoco lo invitaban. Mario ahora era un perfecto ermitaño aferrado a los recuerdos de su museo que ponían marco legal a sus propios recuerdos de aquellos lejanos días. Él siempre lo supo, siempre supo su final y por eso a pesar de sus esfuerzos nunca pudo sentirse feliz y en paz consigo mismo. Le debía a sus ideas principistas una respuesta digna y a su honor un duelo donde ganara la más valiente de sus tendencias.

Siempre lo supo, desde niño, cuando descubrió el infinito y pensó en la muerte y no pudo entender la eternidad, mientras corría a refugiarse en las piernas de su abuelo inmigrante italiano. Lo sabía cuándo a los diez años descubrió los preservativos en el cajón de la mesa de luz de su padre y le preguntó qué eran esas gomitas, antes de recibir una reprimenda por hurgar en la habitación de los adultos. Supo entonces,  más tarde, que la vida depende de un deseo de otro encerrado en un cajón, como el de la mesa de luz, o de aquel otro oscuro y húmedo baúl donde jugaba a vencer su claustrofobia, que nunca superó, a pesar de sus años de psicoanálisis, cuando aún creía en la omnipotencia de las causas nobles.

Lo sabía cuando a los trece años corría disfrazado de vaquero tras una chiquilla de doce, para que ella lo viera y lo amara para siempre, como en las películas de Gary Cooper, pero como ocurría allí alguien debía morir a la hora señalada. Y finalmente murió su padre en la realidad y Mario escribió una minuta y un ensayo donde no falta la referencia a las coplas de Jorge Manrique “a la muerte de su padre”. Y al igual que Manrique, él sabía todo el tiempo que uno se detiene mirando como se pasa la vida, como se viene la muerte... tan callando.

Por eso ahora en su museo, encerrado horas en la oficina de la planta alta, escribía sobre la vida y la muerte, sobre los oscuros y los patéticos hombres de la historia, sobre los sueños que no fueron tales, sino solo fantasmas precoces. Y claro sobre Laura y la revolución de los blandos poetas y las bellas almas que profesan hipócritas ingenuidades en nombre de sus propias frustraciones. Pero también ensayaba escribir sobre los artistas de la comedia musical, y las películas de Mario Soffici o Lucas Demare, que era todo junto una forma de escribir sobre él mismo todo el tiempo, como cualquier escribiente que piensa ilusoriamente en ser escritor. Y sospechaba que escribía con la seguridad que sólo da la ignorancia, tal como afirmaba Borges.

Porque escribir -había leído un aserto de su poeta favorito- es tallar en la piedra el momento de la vida en que uno caza al bisonte y lo destripa y con la sangre se pinta la cara llena de esperanza e ingenuidad, como aquel niño de trece años que por unas cuadras fue Gary Cooper enamorado de una tal Marilyn, que se hacía llamar Laura en sus mañanas de café y pan con mermelada.

Y Mario lo sabía. Sabía todo esto desde aquel día en la Iglesia del pueblo, a donde lo habían llevado sus padres para tomar la comunión y viendo a Cristo desnudo pensó que todo podía ser una farsa de cartón piedra, y que vivir de verdad bien merecía la pena de ser considerado un iconoclasta -aunque claro a esa edad no lo pensó en estos términos- pero aquella duda llegó a oídos del cura parroquial y nunca olvidó la reprimenda que obtuvo por su escepticismo agnóstico, que luego fue rector del resto de sus días.

Lo sabía, también desde que a los dieciséis una prostituta dulce le enseñó una de las cosas por la que vale la pena vivir. Y después, aquellas tardes de viento y las piernas de las mujeres que permiten ver el abismo del paraíso, la estupidez hermosa del hombre que mira lo que sabe de memoria, pero que no podría dejar de mirar con la misma compulsión que la adicción a las formas de Marilyn. Sabia esto y muchas otras cosas mas que nunca pudo llegar a escribir porque le faltó talento y decisión y porque nunca quiso arriesgarlo todo por tenerlo todo a cambio, ese todo que es la pasión.

Por eso, porque lo supo siempre desde siempre, cuando el hombre de traje negro brillante por el uso, se fue contento con sus papeles donde se relataba la hazaña del Hermes, Mario bajó tranquillo los escalones de la oficina y sin despedirse de nadie ni cerrar con llave el museo, caminó hasta el amarradero y partió en el último carguero que salió de la bahía, esparciendo humo negro en la plácida atmósfera del mediodía.

 

(*) Adaptación del original escrito en Necochea en la Navidad de 1999.

© y AFC 2023, integra el libro “Crónicas Murcianas” de próxima edición en 2024

 

                                                                         *  *  *

No hay comentarios:

Publicar un comentario