Breves relatos desde la mesa del bar...
Animarse
(reflexiones en una tarde de lluvia)
“El miedo a la soledad engendra la soledad del miedo. Solo el
vacío permite el oficio de las alas” - Elio Aprile
Animarse: darse vida interior (Diccionario Real Academia)
S |
Re-ligare: religión. Enajenarse gozoso en el otro de la imagen…para encontrarse así mismo.
El tipo hablaba enfundado en su traje negro, cruzado, un tanto demodé. Hablaba engolado, tirando de cada frase, cerrada en la cómoda y estúpida lógica de la sentencia. “El valor por sobre la estructura”, pensé hermético cuando en el comienzo, el tipo, manejando histriónico el micrófono soltó sin introitos que lo más importante era “la verdad ínsita en la Palabra”.
Al rato,
nomás, me fui del lugar olfateando la humedad del sahumerio, que remedaba el
incienso capaz de conjurar al mismo diablo.
Estaba solo y
mi cruz no era de plata. En todo caso mis flacos bolsillos clamaban el hambre
de mi disimulo, más por miedo que por dignidad personal. Caminé un rato sin
rumbo decidido, por entre la llovizna suave de la tarde agridulce del invierno.
El barrio, desierto y en silencio, reposaba una inquietante certidumbre de
rutina.
Siempre me
molestó la quietud de la siesta. El caserío de mi infancia vino a mi recuerdo.
Con el vuelo zumbón de los insectos alados de la tarde verde y frutal de la
quinta del abuelo, rodeada por montañas cordobesas…allá lejos y hace tiempo,
como quería el mítico escritor en su novela.
Caminé
después buscando una avenida con algo de civilización comercial que me
ofreciera refugio, una mesa y un café.
La música
nostálgica saliendo de un piano de estudiante, justo detrás de los postigos, me
hizo huir de ese lugar impío que parecía querer atacar mi integridad alienada
en el común sentido del gesto recurrente y sostenido, tan útil en la lucha por
la sobreviva cotidiana.
Estaba solo y
ahí mismo, frente a mis ojos, la avenida. Sentí alivio y olvidé por un instante
la lluvia pertinaz que aumentaba con insidia.
“El pionero”
café-bar-picadas, rezaba el inevitable cliché pintado en el vidrio con letras
de firulete.
Instalado en
la mejor mesa que encontré borroneaba un poema forzado en la servilleta.
“El monaguillo, café”, mirándome desde el
costado de la taza, me envió otra vez al tipo ese del traje negro.
¿Seguiría
hablando? Miré el reloj: faltaban minutos para las cuatro de la tarde. Arrugué
la servilleta antes de consumar obsesivamente la quinta estrofa. No podía
escribir, no podía pensar, no podía sentir…estaba solo en medio del limbo
oscuro de la duda y sabía que me alejaba de la clave interior capaz de fecundar
un cambio.
Insensato
pretendía entender el fino límite que hace la diferencia entre la banquina y el
camino.
Suspendido en
el disparo, sorprendido en la torpeza de quien cree que basta con soñar,
levitaba en ese bar patético, mientras aquel despachante dormitaba apoyado en
el mostrador de una puñetera vida sin milagros.
La pantalla del
televisor encajaba perfecto en aquella escena desbordada por el rictus de una
boca acorde a la fealdad de un lugar que era al tiempo todos los lugares de mi
vida. Firme junto al pueblo, informaba en rojo y blanco acerca de cómo
aniquilar la inteligencia.
Tomé un café,
revolviendo el final borroso de la taza. Las monedas en la mesa anunciaron la
partida y caminé, otra vez caminé, en un intento de animarme, sin saber bien
adonde iría. Estaba solo y había dejado de llover.
*
* *
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