Psicología sociopolítica
Psicología
del hombre populista
(del
dogma ideológico al trauma de la negación de la realidad social)
Por Alberto Farías
Gramegna
textosconvergentes@gmail.com
Trauma: (psíquico) evento que amenaza profundamente el
bienestar o la vida de un individuo, como
a la consecuencia de ese evento en el aparato o estructura mental o vida emocional
del mismo.
“Timeo hominem unius libri” (Temo al
hombre de un solo libro) -Tomás de Aquino.
“El populismo es la democracia de los ignorantes. A veces sirve para sublevar contra problemas reales, pero no para solucionarlos. Busca revancha, pero no reforma”. - Fernando Savater
|
El
contundente aserto de Savater sintetiza dos de por lo menos cinco aspectos centrales
del discurso populista: la negación del conocimiento crítico como valor político
ciudadano y la propuesta “gatopardista” del no cambio real de estructuras productivas
socio-económicas. Los otros tres son, la ausencia de planificación estratégica
(el largo plazo) reemplazada por un inmediatismo oportunista perpetuo; la
división de la sociedad entre pueblo y antipueblo y, finalmente, la desestima de
las instituciones constitucionales que intenta y muchas veces logra, reemplazar
discrecionalmente por la relación directa, vociferante y apasionada entre el líder y la parte del
pueblo que lo sigue.
La lógica política del relato populista
Lentamente
como ocurre con el ejemplo del “sapo hervido”, el agua populista va calentando con
su relato la racionalidad del ciudadano hasta quemarle la cabeza para que
naturalice las distorsiones discrecionales del funcionamiento institucional:
congresos nacionales débiles o co-optados, jueces y fiscales dóciles o
ideologizados, ataques a la libertad de expresión y a todos los medios que no
comulguen con el oficialismo, abuso maniqueo y demagógico de los medios
oficiales de información, denigración de los mecanismos legales e
institucionales del Estado a favor de acciones directas entre el
gobernante y “su pueblo”, así como
intentos de reformar las leyes y en particular la Constitución para perpetuarse
en el poder, ya que la alternancia republicana y democrática es considerada
como “liberal” (sic), término al que los populistas dan una connotación
negativa o “parte del sistema oligárquico” y luego se proponen nuevos
organismos “a medida” con la intención de ir controlando todo el aparato
estatal para adaptarlo al discurso y las arbitrariedades del grupo gobernante
que claramente no pretende cumplir con la Ley porque simplemente no le reconoce
legitimidad. En el plano económico el populismo destruye las fuerzas
productivas de la sociedad generando finalmente miseria y corrupción: dado que
-más allá del discurso grandilocuente- carece de pensamiento estratégico de Estado,
termina vaciando las arcas oficiales con canonjías, subsidios no específicos con
intencionalidad clientelar, avanza mezclando un capitalismo de Estado con uno de
rapiña “ad hoc” de familiares, amigos y entenados. Es frecuente el impulso a
estatizar y/o nacionalizar cuanta cosa le resulte útil para cooptar, controlar
y someter a la productividad independiente. Empresarios, gremialistas y
políticos son cooptados con prebendas por igual. La inflación es un efecto
ineludible a corto y mediano plazo por efecto, entre otras cosas, de la mayor liquidez
monetaria, el aliento del consumismo irresponsable sin respaldo genuino y la
gratuidad o abaratamiento artificial de los servicios públicos. El déficit
fiscal creciente se suele compensar con deuda externa y la ilimitada emisión de
moneda por lo que a la larga ésta se devalúa, generando especulación en el mercado de divisas.
La psicología del hombre populista
La psicología del “hombre
populista”, tiene características específicas, donde se potencia una
configuración de personalidad, educación e historia vital. Psicológicamente
dependiente, el populista se fascina ante figuras fuertes y su identidad
personal se asemeja más a la ilusión adolescente que a la fortaleza yoica del
adulto frente a la frustración. Es facilista y fuertemente emocional. Su percepción
del mundo social es difusa, incompleta y muy articulada con las fantasías y las
soluciones “mágicas” basadas en el voluntarismo de un líder salvador, que suele
tener un sesgo mesiánico. Se trata de una figura parental que restablece el mundo
edénico ante un orden injusto, a través del amor a los buenos (como él) y el
castigo a los malos (los poderosos).
Como el niño, la mente populista funciona de manera maniquea endogámica, con aversión a la complejidad y el desamparo exogámico. Se apoya en imágenes míticas cargadas de adjetivos y en sus procesos de elaboración de juicios predomina lo que Kahneman y Tversky llamaron “pensamiento rápido” por contraposición al “lento”, la emoción desplazando la razón crítica y la duda. No interesa buscar los hechos verdaderos sino reafirmar un relato (hoy se lo llama post-verdad) lo que le permite desestimar al interlocutor crítico, un gambito muy funcional de la mente del populista.
Populismo y relato: la personalidad dogmática
El concepto
de “dogmático” es sencillo de explicar: proviene de la creencia en que todo se
explica desde un solo lugar de interpretación: el dogma. Este es la manera
general discursiva de intentar acomodar la realidad a mi idea sobre esa
realidad: la “realidad subjetivada”
(percibida) y que se expresa luego de sufrir un proceso de interpretación
por el tamiz del dogma, en “realidad subjetiva”, es decir dogmática. Descartes
proponía una idea revulsiva para su época: de todo era posible dudar, menos del
propio pensamiento que dudaba. El aporte filosófico cartesiano al cambio del
paradigma cognitivo abrió el camino para la lógica racional moderna, lógica más
dialéctica que meramente formal, con las que suelen entrar en colisión los
relatos y las personalidades dogmáticas, que justamente, a diferencia que
Descartes, no toleran la duda, ni el cambio, es decir son reaccionarias a la
cultura plural de las sociedades abiertas.
¿El
pensamiento dogmático surge en una determinada personalidad o ésta lo “adopta”
porque le es funcional a su manera de interactuar con el mundo? No debemos aquí
buscar la disyunción propia de las dicotomías. Más bien es la conjunción la que
parece adecuada. Sabemos que la personalidad no está dada desde el inicio de la
vida. Por lo contrario es una lenta construcción dialéctica entre biología,
ambiente y cultura, como se ha determinado modernamente. Por lo tanto serán las
“formas” y los “modos”, fuertemente influidos por la emocionalidad (factor a que,
en mi opinión, no se le presta aún la importancia que tiene), las que
consolidan las “creencias” que luego habrán de expresarse dogmáticamente.
Las personalidades dogmáticas tienen poca o ninguna capacidad para adaptarse plásticamente a los cambios: son “reaccionarias” por naturaleza, prejuiciosas y rígidas en sus asertos, temen los cambios del progreso y la modernidad aunque se crean “progresistas”. A la manera del mítico Procusto pretenden recortar los comportamientos para hacerlos entrar en sus lechos doctrinales, que suelen remitir a discursos formales vinculados a “textos fundacionales” o simplemente a libros “sagrados”, sujetos a una constante exégesis por parte de los “fieles”.
El fundamentalismo populista: del dogma al trauma
El populismo exalta al líder
carismático, se apodera de la palabra y niega cualquier discrepancia, no busca
la verdad, la fabrica y reinventa el pasado. Utiliza de modo discrecional los
fondos públicos.
Reparte directamente la riqueza a cambio de obediencia, sin impulsar la
producción y alienta el odio a las clases generando la “grieta”, al tiempo que mina,
domina y en último término doméstica o cancela las instituciones de la
democracia liberal. El populismo ama tanto a los pobres que los
multiplica, porque los necesita como clientes de la dádiva y se apoya en un
relato con forma de dogma “ad hoc”.
Un “trauma psicológico” es un evento real o imaginario brusco e inesperado que amenaza profundamente la percepción de seguridad y armonía de un individuo, como a la consecuencia de ese evento en la estructura mental o vida emocional del mismo. Dado que las ideologías son sistemas de creencias psicosociales que se apoyan fuertemente en las identidad del sujeto y por tanto se sostienen más en la vida emocional que en la racional-cognitiva, son suceptibles de generar vivencias “traumáticas” cuando aquellas colapsan o se ponen en duda sus certezas, es decir cuando la realidad cuestiona al dogma. Una respuesta defensiva frecuente ante tales contingencias es la negación.
La personalidad y el miedo al cambio
Ante un cambio de reglas de juego que buscan abandonar el pensamiento populista y reemplazarlo por la racionalidad institucional republicana, surgirán en los diversos estamentos sociales reacciones con arreglo a las diferentes creencias y compromisos ideológicos, emocionales, intereses y personalidades y que antes estaban latentes por efecto de un estilo autoritario y demagógico que “garantizaba” a un amplio sector social, a través de un relato fantasioso la ilusión de seguridad y pertenencia a una identidad grupal homogénea con un tufillo de heroicidad metafísica.
Luego de un tiempo breve de asimilar la novedad, en los estamentos sociales no identificados activamente con la idea del cambio , pueden identificarse sintéticamente tres actitudes básicas que se corresponden con otros tantos roles claves que motorizan o detienen la dinámica colectiva: a) el innovador-realista b) el conservador- dependiente y c) el indiferente-distante.
a) El innovador aceptará finalmente que la situación ya no es la misma e intentará tomar lo mejor de las tradiciones grupales buscando nuevas rutinas o cambiando formatos y costumbres que eran funcionales cuando estaban contenidas por el liderazgo carismático, pero en la nueva situación podrían resultar ineficaces o imposibles de sostener. En general no abandona su idealización del liderazgo anterior, pero se da cuenta que si mantiene la misma actitud de dependencia emocional y volitiva, su estrategia no resistirá porque no hay figura fuerte que inspire la suficiente confianza depositada en forma vertical. Intentará entonces introducir cambios de perfil horizontal, racionalizando y reglamentando con un mínimo consenso posible lo que antes era intuición y decisión unipersonal. También propondrá cambios de estilos, ahora vistos como disfuncionales y tal vez algunos criterios o normas que no siempre fueron totalmente compartidos por unanimidad en la anterior etapa.
b) El conservador depende de la fijación a la historia pasada para mantener su equilibrio emocional. En nombre del líder ausente, no aceptara modificaciones de ningún tipo. Lamentará una y otra vez el cambio, sin que en realidad pueda entender su naturaleza. Criticará cada propuesta del innovador, denostará su solvencia y en nombre del pasado congelará el presente. En la lógica del conservador la mayor desgracia sin solución es el advenimiento de este tiempo diferente al que no puede adaptarse porque nunca aprendió a pensar por sí mismo. Todo lo que hacía era lo que otro había autorizado y el confiaba en ese otro de tal manera que le era cómodo actuar, obedecer y negarse el derecho a pensar otro camino posible. Ahora está paralizado frente a costumbres que pudieran desembocar en formas distintas de hacer las cosas pero quizá igual o más eficaces que antes. El conservador resistirá en nombre de la nostalgia. Su actitud se irá tornando conflictiva, hostil y sobre todo lo asaltará el miedo. Es un rol, al igual que los otros, sostenido en una personalidad facilitadora: es rígido y prejuicioso, sobre todo prejuicioso porque ya ha decidido de antemano que no puede haber nada mejor después de la pérdida. Por eso decretó que la vida debe cesar y transformarse en una fotografía a la que hay que contemplar abatido para siempre. Es en el fondo y paradojalmente la gran negación del espíritu emprendedor y dinámico que el líder encarnaba; su negativo.
Adviértase que no estamos analizando tipos psicológicos de personalidades, ni ideologías político-filosóficas y por consiguiente no abrimos juicio sobre éstas, sino señalando roles (lugares con forma determinada que ocuparán diferentes integrantes sin que estos se lo propongan intencionalmente y sin conocer los efectos paralelos o secundarios de tal proceder..
c) Finalmente tenemos al indiferente: nunca tuvo un gran compromiso con el grupo.
Su inclusión era más bien pragmática y voluntarista. Nunca se impresionó demasiado por el papel del liderazgo: en el fondo es un personaje escéptico, pero independiente. Su personalidad aparece frecuentemente relacionada a un fondo "fóbico" (miedos imprecisos que llevan al aislamiento social), es individualista y su permanencia en el grupo estuvo siempre enmarcada en una necesidad práctica, utilitaria o fortuita. No se mueve por ideales. Es un integrante aparente que cumplía por interés. Antes y ahora solo funciona en base a ciertas normas burocráticas, es decir cumple formalismos funcionales para evitar conflictos. Es una figura cercana al oportunista en el sentido que vive las oportunidades desprovistas de ideales: le sirven o no le sirven.
Antes actuaba las disposiciones del líder, ahora está atento a la posible nueva autoridad o a la disposición de la mayoría del grupo. No sufre los cambios en tanto no pierda comodidad o privilegios. El indiferente le teme al compromiso afectivo porque su mundo termina en sí mismo, al menos en el ámbito grupal que integra.
Una sociedad contradictoria
Las posturas dogmáticas suele ceder a la tentación de sumarse a colectivos imaginarios, como los populismos que predican soluciones mesiánicas y demagógicas sobre las personas y las cosas, con propuestas insensatas y mentirosas en nombre de supuestos ideales altruistas y justicieros, que lucen bien a los nobles ideales: solidaridad, gratuidad, consumo para todos, dádivas, subsidios, inclusión, etc.y
Fruto de insomnios fantasmales mudados en desmesuradas vigilias autoritarias e hipócritas, aquellas consignas “nacionales y populares”, suelen siempre terminar en siniestras noches de lamentables pesadillas sociales. Sin embargo una parte importante de la sociedad argentina parece no querer enterarse de aquello y es protagonista recurrente de una curiosa y dramática contradicción: es a la vez dogmática populista y escéptica agnóstica, sin que parezca notar ese extraño sincretismo que por definición debiera ser incompatible. El dogmático es, por fuerza, un creyente en la letra, mientras que el escéptico duda y desconfía de los textos formales y las recetas morales.
El dogmático suele ceder a la tentación de sumarse a colectivos imaginarios, como los populismos que predican fundamentos mesiánicos y demagógicos sobre las personas y las cosas. Propuestas insensatas y mentirosas en nombre de supuestos ideales altruistas y justicieros. Fruto de insomnios fantasmales mudados en desmesuradas vigilias autoritarias e hipócritas, aquellas consignas “nacionales y populares”, suelen siempre terminar en siniestras noches de lamentables pesadillas sociales.
Dogmatismo populista y escepticismo agnóstico
Sin embargo una parte importante de la sociedad argentina parece no querer enterarse de aquello y es protagonista recurrente de una curiosa y dramática contradicción: es a la vez dogmática populista y escéptica agnóstica, sin que parezca notar ese extraño sincretismo que por definición debiera ser incompatible. El dogmático es, por fuerza, un creyente en la letra, mientras que el escéptico duda y desconfía de los textos formales y las recetas morales.
El uno es rígido, el otro flexible. El primero absoluto, el segundo relativo. Pero en el “homo argentinae” -si tal especie existe- convergen estas dos actitudes ante cualquier cosa, desde la política, las formas sociales, hasta la moral y el fútbol, dando lugar a un sujeto ambiguo, casi nunca asertivo, un ejemplo de adaptación anómica al medio, que él mismo ayuda diariamente a mantener y realimentar.
La esencia resultante de esa curiosa especie sociocultural es un oportunismo de matriz populista y humor inestable. Nuestro hombre puede votar al populismo más cerril porque es un sentimiento de identidad nacional (al final “peronistas somos todos”), y al salir del cuarto oscuro decir que el voto no sirve porque todos los políticos son iguales, corruptos, mentirosos y ladrones. Puede quejarse a la mañana de un maltrato policial o de un funcionario autoritario, y a la tarde repetir que somos hijos del rigor, que “con los militares estábamos mejor”. Puede decir ayer que estaba harto de la demagogia, la corrupción y la irresponsabilidad del gobierno que se fue, y hoy mismo quejarse patéticamente porque le ajustaron la tarifa subsidiada de la luz. Tal es el “carácter nacional”, fantasioso y mágico, fruto de una historia de reemplazar la cruda realidad adulta en donde todo tiene su precio de trabajo y esfuerzo, por la fantasía de la eterna gratuidad y el “dolce far niente”, propia de la adolescencia. Al igual que el ciudadano de la antigua Roma, -Tito Livio dixit- el nuestro no puede soportar “los vicios que critica, ni sus remedios” cuando alguien sensato pretende aplicarlos.
* * *
No hay comentarios:
Publicar un comentario