Creo, luego existo
(acerca de la interpretación ideológica de la
realidad)
Por Alberto Farías Gramegna
“Temo al
hombre de un solo libro” -Tomás de Aquino
“Pienso,
luego existo” - René Descartes
“La duda es la escuela de la verdad” - Francis Bacon
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No cualquier creencia aislada tiene el
estatus de “ideología”. Estrictamente una “ideología” es un sistema de
pensamiento coherente y congruente en torno a una escala única de percepción
axiológica sociocultural que genera creencias ético-morales. Las hay políticas,
sociales, religiosas, ecológicas, vitalistas, etc.
Las ideologías de cualquier orden, como sistemas omniabarcativos proponen tácitamente “cómo debe ser la realidad” (sic), más allá de cómo presuntamente “es” según la interpreta la misma ideología que construye el perfil propuesto. Por tanto, la ideología es implícitamente propositiva a partir de una “descripción” subjetiva interpretativa-axiológica de la realidad, que se realimenta en una dinámica de creencias ilusorias en el marco sesgado de la dialéctica disponibilidad – confirmación. La ideología finalmente es un sistema de ideas complementarias que se autojustifican tautológicamente y que operan como un pre-juicio generalizado sobre los hechos, las cosas y las conductas, con una lógica de presuntas causas y efectos “necesarios” que se aplican sobre un tema o temática universal cualquiera.
En “El hombre de un solo libro: creo luego existo”, texto de reciente edición, he desarrollado en profundidad el tema del pensamiento ideológico en relación con determinadas estructuras de personalidad.
Identidad y creencia
La identidad de
una persona puede ser definida como lo
que permanece idéntico a lo largo de sus años de crecimiento y consecuentes
cambios evolutivos psicofísicos y cultural-experienciales. Es decir, lo
que subsiste luego de atravesar todos esos los cambios. Estos presuponen
conservar un “nicho” básico de representaciones de uno mismo y del lugar que
ocupamos en el mundo, un punto de referencia que precisamente permite reconocer
(re-conocer es al mismo tiempo re-conocer-se) que uno es quien es siendo sin
embargo distinto al que era. Estamos diciendo que mantener una identidad normal
es cambiar. El adulto normal conserva algo de su adolescencia para reconocerse
crecido. No hay cambio sin conservación. Es una ley de la dialéctica. Al decir
de Einstein “es de sabio cambiar de opinión cuando las cosas cambian a nuestro
alrededor”. Pero ese cambio es de diagnóstico no necesariamente de principios
éticos o morales. La identidad reside en el “Yo” (conciencia de uno mismo) que
a su vez existe fenomenológicamente como tal en tanto se confronte con los
otros “yoes”. Su origen evolutivo es una mezcla de lo que traigo y lo incorporo,
y su marca es la sociabilidad. Siempre hay algo de los otros en mi
individualidad.
Sigmund Freud
decía que en sentido amplio toda psicología era social. El psiquiatra y
psicólogo social Enrique Pichón Reviere (1985) lo enmendó: “El sentido estricto
toda psicología es social”. Es la parte de la identidad de pertenencia: algo de
nuestra identidad se construyen torno a la familia, al barrio, al trabajo, a
nuestra profesión, a nuestra nacionalidad, etc. Pero nada en particular nos
define totalmente; la pertenencia es solo una parte de nuestra mirada. El
hombre normal (promedio estadístico) no se percibe exclusivamente en función de
un rol o de una preferencia. Es muchas cosas al mismo tiempo y ante todo tiene
libertad para pensar diferencialmente evaluando semejanzas y diferencias con el
pensamiento del otro, y por tanto la pertenencia no lo aliena.
Pero hay otras
personas que por complejas razones evolutivas de su historia van más allá y
necesitan de la pertenencia exclusiva a una entidad trascendente que los contenga
y en la cual alienarse; son aquellas de identidad sectaria, que necesitan creer
en “verdades trascendentes” y cuya expresión social es el fenómeno del
pensamiento único corporativo. No soy la totalidad de mí, soy un elemento ejecutor, un brazo de un cuerpo trascendente al que acepto someterme y subsumirme. De tal suerte queda abierto el camino para mutar a una condición psicosocial muy intensa y complicada: el fanatismo.
La identidad sectaria: el fanático
“Fan”, deriva indirectamente del latín “fanaticus”,
alguien “divinamente inspirado”. El término alude a “fanum”: templo o espacio
sagrado. Winston Churchill dijo alguna vez que “un fanático es
alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema”. He leído
en algún lugar un metafórico aserto advirtiendo que la creencia de tenerlo todo
perfectamente aclarado es peligrosa, porque la excesiva claridad es cegadora.
El fanatismo es
una actitud de vida que responde a una identidad sectaria; es decir que se
reconoce sólo en referencia a un “Ideal del Yo” imaginario (especular) que se
inscribe en una axiología maniquea extrema.
La “identidad sectaria” surge cuando la identidad del sujeto no solo se identifica con algunos aspectos de los otros, sino que se “disuelve” en el grupo cerrado (de los idénticos y no solo semejantes). Su identidad está limitada al endogrupo (espectro de la familia idealizada) de pertenencia-referencia y no al exogrupo de referencia (la sociedad plural) que garantiza el pase socializador de la cosmovisión “endogámica” a la “exogámica”. Es normalmente el tránsito del grupo primario a los grupos secundarios. Pero para el sectario su grupo cerrado es una fantasmagoría, una reconstrucción imaginaria de su grupo primario que nunca pudo superar. Soy en tanto pertenezco a un colectivo de unidad y completud imaginaria que me define como “uno de nosotros”, donde mi pensamiento resulta clonado. Cualquier desvío será percibido como traición al grupo y por tanto mi identidad estará en riesgo. El espacio sectario, (una parte del todo que se vende sin embargo como el todo mismo) es un “club” que se apropia de todo mi ser. Nada soy sin el cuerpo sectario que me incluye y le pertenezco difusamente. Pienso con arreglo al “manual” de estilo del dogma al que adhiero. La realidad es la que previamente ha definido el corpus de creencias de la secta a la que pertenezco, es decir de un endogrupo cerrado a la influencia de terceros con miradas alternativas.
Enamoramiento, “identificación proyectiva” e indiscriminación Yo-Tu.
La “identificación
proyectiva” es un mecanismo psicológico inconsciente que consiste en
“proyectar” aspectos propios en la figura de otra persona (o de una imagen
icónica o idea omnipotente que la persona represente) y luego identificarse con
ellos como si fueran realmente parte de ese otro. El resultado es una actitud
egocéntrica de indiscriminación entre lo mío y lo tuyo, entre el Yo y el otro.
Los enamorados (sic) y los fanáticos sectarios (enamorados de los fundamentos de un relato cosmogónico) comparten ese mismo fenómeno de indiscriminación, solo que por suerte el enamoramiento del sujeto normal, al igual que la adolescencia, pasa con solo esperar un tiempo prudencial y queda lo mejor del vínculo: la mesurada afectividad. Cabe aclarar que cuando decimos “normal” aludimos a la “norma”, una medida estadística que solo indirectamente puede ser valorada positiva o negativamente según sus efectos en la salud o patología de una población. No ocurre lo mismo con las personas que por las vicisitudes de sus personalidades necesitan incorporar la “droga” de la pertenencia excluyente al grupo sectario. Y uso esta palabra metafóricamente porque el sectario es psicológicamente un “adicto” (a-dictum, sin palabra propia, una de las acepciones posibles del latinismo), adicto a la “Idea” suprema, la imagen, el culto al ícono, a la adoración totémica del líder, a con-fundirse con el Dogma que justifica y es razón necesaria y suficiente de existencia.
El sectario no
pertenece a una corriente de opinión, “es” la corriente misma. Por eso se
define a partir de una exterioridad que lo co-instituye: el “ismo”. Así mudará
en “…ista”, precedida su presentación por la expresión “Soy (tal cosa) ...ista”.
Aquella presentación es una autopreservación, un reaseguro de que “es” alguien
por ser parte de algo más grande que él, donde se asienta una ideología de
pertenencia, sostén de identidad. Ese es un aspecto explicativo del curioso
comportamiento de la acrítica pleitesía y la obediencia ciega automática.
Los cuerpos
fanatizados (piénsese en el concepto de grupo “corporativo”) en la historia de
la Humanidad enfatizaban siempre el término “obedecer” emparentado a la idea de
“lucha” y de “vencer”. El tríptico “Credere, obbedire e combattere per vincere”, por ejemplo, era
el lema del fascismo italiano de entreguerras.
Vemos pues como
“el simio humano” (que eso somos) se debate desde la noche de los tiempos entre
la objetividad y la interpretación subjetiva de las cosas. Es que el Hombre es
un “animal teleológico” (buscar causas finales y dar sentido trascendente y metafísico
al mundo real), por eso mismo necesita, unos menos, otros más y otros mucho
más, creer para existir.
Imagen 1 : Tapa de "El hombre de un solo libro" de Alberto Farías Gramegna (Presentación en la Univ. de Murcia, España)
Imagen 2 : https://i.blogs.es/2efba0/zombies-fanatismo-cine/1366_2000.jpg
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