en épocas de la “posverdad”
Por Alberto Farías Gramegna
“La desaparición
del conflicto es una utopía, y como las utopías predisponen al fanatismo”- JJ. Sebreli
"La guerra
no es el enfrentamiento de seres que se odian, sino la separación de seres que
se amaron..."- Del film “Les unes et les autres” de Claude Lelouch
La solución de un conflicto social cualquiera a través del “diálogo”, (comprender
“a través” de la razón) presupone ponerlo sobre la mesa, describirlo analizando
las diferentes interpretaciones, examinar sus características contextuales,
investigar su historia de intereses y las condiciones de producción en las que
surge, para buscar soluciones negociadas o encontrar nuevas respuestas
consensuadas, hasta la aparición de un nuevo conflicto, dinámica connatural a
la vida en sociedad. La conflictividad social, como la psicológica admiten
mejor y menos forzadamente el método comprensivo que el explicativo causal
propio de las ciencias naturales, aunque no lo excluyan.
La “polémica” (lucha, guerra) sigue un derrotero lógico diferente al del
“diálogo”: aparece por la mera confrontación de seudo-certezas, sin un
acuerdo-marco sobre lo objetivo evidente. La polémica parte de un “dilema”,
porque opone opiniones, juicios de valor no racionales, es decir pre-juicios que
suponen la posibilidad ilusoria de lograr una eliminación definitiva de los
conflictos a partir de eliminar la existencia de la contraparte. No se busca
compartir una descripción consensuada de un problema, porque se teme que ésta
afecte la posición ideológica que se pretende imponer. Implica el objetivo de
triunfar sobre el otro argumento, y no de intercambiar argumentos para llegar a
una transformación de los contenidos conceptuales de lo uno y de lo otro. No
interesa al polemista exponer dudas sobre su posición, sino presentarlo como
verdadero, íntegro, total y no perfectible. El polemista defiende un
sentimiento intenso, una emoción que no puede eludir, producto de una creencia
íntima o de un interés pragmático que desconsidera a los intereses o deseos del
otro, y que involucra una parte de su identidad personal. Es antes que un
interlocutor, un antagonista.
La cultura
del antagonismo
Las sociedades reflejan dialécticamente la cultura de las organizaciones
que las integran. En las “antagónicas”, escindidas crónicamente en subgrupos
enfrentados en todos los ámbitos, su dinámica es confrontativa antes que colaborativa.
La historia de autoritarismos y convicciones dogmáticas y corporativas
las atraviesan en sus mitos fundacionales. La cultura que las caracteriza todo
lo ha dividido en una constante práctica de diferenciación de presuntas “esencias”
antagónicas, expresadas en antinomias que se apoyan a su vez en creencias,
éticas, morales, filosofías, intereses concretos de sector y estilos de vida
diferentes, muchas veces efectivamente antitéticos, difíciles de compatibilizar.
Al consolidar la identidad social (identidad de pertenecer) de los actores
involucrados, se refuerza el imaginario del otro como un ser con una “naturaleza
extraña”. Paradójicamente la cultura de los pueblos (a través de los
prejuicios) los distancia entre sí, mientras que la humana naturaleza biológica
los acerca. Entre nosotros, creativos y vocacionalmente transgresores para el
bien y para el mal, esta confrontación tiene nombre propio: “la grieta”. El
escenario resultante es por fuerza dilemático, un planteo cognitivo que rechaza
una posición problemática, es decir factible de llegar a resultantes de
consensos fácticos. Y esto porque en última instancia la concepción política
demagógico-populista de la sociedad, que propone uno de los sectores en pugna
-más allá de la cuestionada representatividad popular que se atribuye- es
incompatible -y su lógica tiende a destituirlos- con los valores democrático-republicanos
que proclama la Constitución Nacional y en los que el otro sector cree y
sostiene.
Maniqueísmo
y posverdad
La sociedades culturalmente antagónicas nunca progresan; son decadentes y
la causa predominante no es económica ni de recursos humanos o naturales: es
netamente cultural y remite a una modalidad “infantil” de un sector de ver al otro
y construir relatos dilemáticos definidos como “maniqueos”.
El pensamiento “maniqueo” (doctrina del persa Mani o Manes, del siglo III
DC) es dualista, segregacionista de lo diferente y milita ilusoriamente para
lograr la ilusoria uniformidad, que eliminaría el conflicto; detesta el
pluralismo y la diversidad, a la que presume como la causa de todos las
desgracias sociales. El “hombre maniqueo” es un fanático de su verdad,
convencido de que si todos pensaran y actuaran como él, se terminarían los
conflictos. Es por tanto, autoritario, aunque no lo sepa y se incomoda con la
democracia republicana y el estilo de vida liberal de las sociedades abiertas. El
basamento de su cultura se reduce a la visión de un mundo dicotómico, de
fantasmas que envuelven antónimos connotantes de antinomias. Surge la
desconfianza contra todos los diferentes y una doble lectura, donde todo se
torna conspirativo. Esto lleva a la “cultura del club y la bandería” y al credo
amigo-enemigo. Las culturas sociales maniqueas se revelan incapaces de sintetizar diferencias para
resolver problemas, sin pretender la ausencia eterna de conflictos, trabajando
colaborativamente en equipo con propios y ajenos, evitando la adolescente
conducta de formar clanes para desautorizar al otro. Por el contrario, tienden
a reforzar prejuicios que sostienen dilemas basados en fundamentos ideológicos-doctrinarios
rígidos, aunque débiles ante realidades materiales evidentes y más aún en las
épocas de la “posverdad” (mentira emotiva). Es pues imperioso que los líderes
políticos democráticos, responsables y razonables, trabajen juntos en la
búsqueda de consensos, no para negar conflictos sino para resolver problemas, desalentando
la cultura del antagonismo dilemático como forma de relación social excluyente,
ligada más a los desvaríos de los fantasmas ideológicos que a la cotidiana realidad
pragmática.
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