por Alberto Farias Gramegna
“Cuando
sienta miedo del silencio, cuando cueste mantenerse en pié” - Resistiré/Duo Dinámico
“El miedo es el argumento de la razón y la prisión
del corazón” - Anónimo
Se dice que el miedo puede hacernos gritar o dejarnos
mudos. Puede enfurecernos para controlarlo o angustiarnos hasta la negación de
la realidad. Todo esto es cierto, como
-va de suyo- es cierto que el miedo es constitutivo de lo humano tanto
como la palabra, y por eso mismo uno y otra pueden ser, según las
circunstancias, la mejor o la peor respuesta ante la realidad externa e
interna, es decir ante lo objetivo y la subjetividad que su percepción
conlleva. Resulta tan inicuo tener miedo
de vivir responsablemente con uno mismo, como patológico desestimar toda
amenaza real expresando una omnipotencia temeraria.
El miedo -para decirlo de una vez- es la respuesta
funcional a un peligro posible, a la injuria física o psicológica y por lo
mismo es la conducta instintiva autodefensiva de los animales superiores por
antonomasia. Pero en el animal humano que somos, el miedo resulta un complejo
de mixtura socio-bio-psicológica, consecuencia de nuestra condición de
criaturas culturales, incompletas, falibles y vulnerables, pero también de
nuestra necesidad saludable de ser reconocidos y aceptados socialmente. Por eso
mismo la locura y la delincuencia son finalmente efectos tardíos de un repudio
anómalo del sujeto a una adaptación
activa y armónica a los patrones sociales consensuados por la norma. El
contexto causal de este repudio, las condiciones de socioculturales de vida y
los valores ético-morales del endogrupo de origen son condición necesaria
aunque no suficiente para explicar aquella inadaptación social y es tema de una
discusión aparte. Si esa “norma” social -que tiene implícitos efectos
normativos: “donde fueres haz lo que vieres”- muda en sus valores morales, la
mayoría de los sujetos de esa sociedad tenderán a adaptarse dramáticamente a
esa nueva escala axiológica para no quedar afuera. Es más fácil ir con la corriente
que contra ella, como nos muestra claramente la clásica obra teatral “Un
enemigo del pueblo” de Henrik Ibsen,
aunque con el tiempo suficiente se constata aquel irónico apotegma de Machado:
“La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”.
Miedo
y comportamiento social
El miedo puede ser un motor adaptativo para detectar
la amenaza de un peligro real, ante el cual es mucho más útil la prevención
activa que el temor pasivo, pero también puede ser un efector potente de
alienación social hasta la deshumanización y la parálisis personal. Por eso es que es lo primero que aparece en la
víctima y también lo que busca instalar el victimario.
En nombre del miedo se pueden obedecer órdenes
indignas, se puede vender el alma y se puede torturar al semejante, denigrar al
otro por obediencia automática debida a una autoridad formal o en nombre del discurso
dominante de una ideología fanática, a la que se puede adherir también por
miedo al vacío existencial que da el agnosticismo secular de la postmodernidad.
A veces la razón provoca más miedo que la irracional ilusión. Es que nacemos
desnudos y libres, pero también carentes, física y psicológicamente dependientes,
y luego, paradojalmente, al socializarnos la misma libertad nos da miedo, miedo
a ser libres y por tanto miedo a perder
el miedo, tal como demostró Erich Fromm en su célebre “El miedo a
la libertad”, un clásico sobre la lucha del hombre por ser él mismo, con su
identidad libérrima por sobre los temores adocenados, las mediocridades de la
sociedad “políticamente correcta”, las
identidades corporativas, los fanatismos y las ideologías de dominio sobre la
vida de los otros, las ideas delirantes sobre las ingenierías sociales al
estilo de la “Naranja Mecánica” , porque libertad y crecimiento son solidarios.
Miedo
al cambio
La argentina es hoy una sociedad construida (o mejor
dicho destruida y a la que habrá que de-construir en sus valores cívicos republicanos)
sobre un conjunto de miedos antes que de esperanzas y proyectos porque siempre
se ha fascinado con los estilos autoritarios de interacción social que resultan
luego en seudo-liderazgos por la esencia clásica de su metamensaje que reza: “no
necesito que me quieran, ni que piensen, solo que me teman”. Así los unos y los
otros, los que dominan y los dominados, se desconfían y se temen mutuamente: es
que nosotros somos los otros de los otros. La verdad del otro nos da miedo y la
consideramos una “seudoverdad”, porque pone en tela de juicio la nuestra y con
ella la idea misma de realidad como relato unívoco del “es lo que hay”. Esta
lógica de naturalizar lo existente lleva a pensar en la imposibilidad cultural
de cambiar, cuando -contrario sensu- pareciera verosímil que esta creencia
resulta funcional a lo no dicho: el miedo al cambio y la incomodidad de salir de la “zona de confort”,
por los beneficios secundarios que se obtienen allí, aunque implique un
innegable oportunismo moral que una y otra vez recurra a la fórmula que
describe Lampeduzza en su “Gattopardo”: que algo cambie para que nada cambie,
tan ostensible para cualquier observador foráneo. También es cierto que hay
quienes están realmente más enamorados de su verdad que otros: son los ideólogos
y fanáticos que pretenden imponerla yendo por todo y por todos, y elevándola a
la categoría de Universal. Pero también, como se ha dicho, ocurre que con
frecuencia los unos y los otros niegan
su propia percepción cotidiana por miedo a quedar fuera de la colmena o ser
expulsado del redil de los obedientes.
En los días que corren, la traumática conmoción
social que produjo la reciente oscura muerte de un fiscal de la Nación,
envuelta en misterio, polémica y escándalo político por un impactante y puntual
asunto jurídico, que antes había puesto a la consideración pública, parece
haber convocado a los fantasmas del pasado, potenciado los temores del presente
y enturbiado la imagen del futuro. La palabra “miedo” reaparece en el hombre de
la calle en contextos muy diversos: seguridad, trabajo, política, institucionalidad,
justicia, economía, etc. Se asocia más a un sobresalto imprevisto -de ahí lo
traumático- por un evento incontrolable más, al que se contempla con angustia y
estupor pasivo, que a una reflexión profunda sobre las consecuencias
sociales devenidas en el presente como parte de una historia político-cultural
e institucional controvertida que abarca
varias generaciones antecesoras y de
cuyas características los ciudadanos no son ajenos en su responsabilidad.
Ya en los 80 , Diana Álvarez, directora de los
míticos unitarios “Nosotros y los miedos” planteaba uno de los temas tabúes
para la sociedad argentina: la paradoja de tener miedo de hablar precisamente
de sus miedos para así poder desmitificarlos y superarlos, antes que terminen
siendo nuestros perennes e indeseados socios del silencio.
© by afc 2015
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