domingo, 13 de abril de 2014

La vida desatenta y la muerte enamorada

OPINION
La vida desatenta y la muerte enamorada
Por Alberto Farías (desde Madrid)

“Que aunque la vida perdió dejónos harto consuelo su memoria” – 
  Jorge Manrique

L
a muerte de don Alfonso Suárez González , a los 81 años , disparó -junto a los merecidos reconocimientos y homenajes por su rol de arquitecto político que permitió el puente de oro entre una dictadura apolillada y una democracia de pañales estrenados - una respuesta casi unánime de gran parte de la sociedad española: la retrospección.  Sobre el tapete de los estamentos más politizados y activos socialmente está hoy puesto y expuesto el examen crítico  de los últimos 36 años, a la luz de la contemporánea  crisis socio-económica, política  y cultural, luego de las décadas de crecimiento y desarrollo, pero donde  el progreso, el “destape”, la abundancia y el optimismo se mezcló fatalmente con la desmesura y la corrupción de una parte del arco político empresarial.
Figura clave de la transición, Suárez, que “prometió y cumplió” con valentía la generosa apertura política e institucional, padecía Alzheimer, enfermedad siniestra responsable de un penoso deterioro neurológico en su salud, que lo llevó literalmente al olvido de gran parte de su historia personal y por lo tanto de su identidad. Sus contemporáneos, -unos de mala y otros de buena leche-, no siempre tuvieron para con él la comprensión de su rol, su honestidad intelectual y su visión pragmática de cómo resolver los conflictos en una piel societaria escaldada aún. Cuando enfermó, pocos lo recordaron. Y cuando finalmente olvidó quién era, la sociedad, especularmente pareció también haberlo olvidado. Pero a su muerte, de pronto, la gente ha comenzado a recordar. El sentido poema de Miguel Hernández viene a la memoria: “No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada”

Hoy en España todo está en discusión, todo es opinable: la monarquía, los regímenes autonómicos de las regiones, los derechos a la autodeterminación de las nacionalidades culturales con leguas propias, la reforma y actualización de la Constitución de la Transición y la polémica propuesta que alienta la independencia catalana.  A la manera de un “insight” colectivo, casi psicoanalítico, la sociedad mira a sus “síntomas”, los apoya y alimenta o los rechaza encabronada, como autocrítica o con vergüenza ajena, intentando recordar y elaborar los traumas para no repetir, porque al igual que en las neurosis de la histeria, el presente español “padece de reminiscencias”.






















Los fantasmas, nosotros y los otros

Dicen que los fantasmas son nuestras culpas y flaquezas nunca enfrentadas y puestas a vagar por los pasillos húmedos y oscuros del laberinto imaginativo de quien se siente atrapado en un pasado ambiguo, opaco y constreñido, aunque lo niegue y se diga a sí mismo vivir de lleno en el presente mirando hacia el futuro montado en un proyecto. En otras palabras, poner el muerto en el armario nunca garantizará, al cabo de un tiempo que el ambiente enrarecido, al igual que el corazón delator del cuento de Poe, nos recuerde nuestro crimen. Lo reprimido en la conciencia vuelve  como síntoma en el cuerpo, Freud dixit. Y en este caso del cuerpo social se trata. Con la significación retrospectiva simbólica, sociopolítica y cultural reactivada por la desaparición de Suárez, en mi opinión, se empieza a cerrar un dilatado ciclo histórico que nace iniciados los años 30,

con el surgimiento de la República, sigue con el golpe de Estado cívico-militar que desencadeno la Guerra Civil entre el 36 y el 39 , los años interminables del oscurantismo y la persecución de la feroz dictadura franco-falangista de la postguerra entre el 39 y el 75, la reposición de hecho de la Corona y por fin la nueva Constitución de 1978, marco legal institucional de la transición que llega hasta nuestros días. Porque al contrario de lo habitualmente se piensa, la transición no es pasado para exponer en un museo, sino que recién y empujada por la crisis con lentitud  “empieza a terminar”.
Y, como siempre ocurre en estos procesos contradictorios, lo hace en medio de propuestas retardatarias  de sectores sociopolíticos tradicionalistas , conservadores o neoliberales (da igual) que a caballo de “la crisis” (un término que no debe limitarse solo a lo económico financiero), impulsan cambios jurídicos reaccionarios en los servicios de salud, educación, justicia, trabajo, etc. y una discrecionalidad de las reglas de juego en política, que implican un serio retroceso en los derechos liberales del ciudadano medio y en la calidad de vida general que se había alcanzado en las últimas dos décadas. Pero la psicología institucional y política nos enseña que estos avances lineales y retrocesos transitorios al final de ciclos históricos gravitantes, -a la manera del juego de la Oca- son característicos de la dialéctica instituido-instituyente. Algo que está muriendo, se resiste y un instante antes del final parece recobrar vitalidad. Al cabo se retomará con más fuerza el camino desprejuiciado del progreso mental y material que es propio de las sociedades abiertas.

¡Es la psicología, estúpido!

Aquel personaje radial José Miguel  en el film “Solos en la madrugada”,  nos regañaba en el monólogo del final  -y con razón- para que no nos pasáramos “los próximos 40 años hablando de los últimos 40”. Esa era la época del inicio de la  transición que ahora acaba su ciclo y pide paradojalmente que se hable -no para detenerse en el pasado- sino para avanzar con más fuerza- de algunas cosas postergadas que por estar bajo la alfombra hacen resalto al querer caminar hacia el futuro. En suma una cuestión psicológica más que económica. Porque la puerta oxidada de hierro del trastero histórico, guardiana del desván donde yacen lo peor de los asuntos ruinosos, que allí se amontonaron año tras año, y que muchos se ilusionaban creyéndola ya bien cerrada, entreabre insospechada una hendedura por donde se cuelan aquellos asuntos aún pendientes, y sobre las que la sociedad del tercer milenio tendrá cosas que decir y hacer para terminar de elaborar un duelo inconcluso. Pero ese decir y hacer tendrá que ser a partir de no esconder la mugre del presente y el pasado bajo el ropaje de las ideologías y del forzamiento al olvido del trauma, porque los traumas nunca se olvidan, sino que se elaboran a partir de recordarlos. Y ese decir y hacer tendrá que contemplar el diálogo y buscar consensos, armonizar diferencias, que no es negarlas, sino respetarlas e integrarlas en las instituciones del Estado a partir de intereses comunes básicos, como enseñó Suárez, y dejar  que aquellas diferencias de intereses propias de lo que no es común, se confronten, compitan y se muestren en el libre juego de la alternancia democrática. Algo muy útil para España…y  también para Argentina. Porque intentar construir imponiendo, siempre genera violencia.

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