OPINION
Por
Alberto Farías (desde Madrid)
“Que aunque la vida perdió dejónos harto consuelo su memoria” –
Jorge Manrique
L
|
a
muerte de don Alfonso Suárez González , a los 81 años , disparó -junto a los
merecidos reconocimientos y homenajes por su rol de arquitecto político que
permitió el puente de oro entre una dictadura apolillada y una democracia de
pañales estrenados - una respuesta casi unánime de gran parte de la sociedad
española: la retrospección. Sobre el
tapete de los estamentos más politizados y activos socialmente está hoy puesto
y expuesto el examen crítico de los
últimos 36 años, a la luz de la contemporánea
crisis socio-económica, política
y cultural, luego de las décadas de crecimiento y desarrollo, pero donde el progreso, el “destape”, la abundancia y el
optimismo se mezcló fatalmente con la desmesura y la corrupción de una parte
del arco político empresarial.
Figura
clave de la transición, Suárez, que “prometió y cumplió” con valentía la
generosa apertura política e institucional, padecía Alzheimer,
enfermedad siniestra responsable de un penoso deterioro neurológico en su
salud, que lo llevó literalmente al olvido de gran parte de su historia
personal y por lo tanto de su identidad. Sus contemporáneos, -unos de mala y
otros de buena leche-, no siempre tuvieron para con él la comprensión de su
rol, su honestidad intelectual y su visión pragmática de cómo resolver los
conflictos en una piel societaria escaldada aún. Cuando enfermó, pocos lo
recordaron. Y cuando finalmente olvidó quién era, la sociedad, especularmente pareció
también haberlo olvidado. Pero a su muerte, de pronto, la gente ha comenzado a
recordar. El sentido poema de Miguel Hernández viene a la memoria: “No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada”
Hoy
en España todo está en discusión, todo es opinable: la monarquía, los regímenes
autonómicos de las regiones, los derechos a la autodeterminación de las
nacionalidades culturales con leguas propias, la reforma y actualización de la
Constitución de la Transición y la polémica propuesta que alienta la
independencia catalana. A la manera de un
“insight” colectivo, casi psicoanalítico, la sociedad mira a sus “síntomas”, los
apoya y alimenta o los rechaza encabronada, como autocrítica o con vergüenza
ajena, intentando recordar y elaborar los traumas para no repetir, porque al
igual que en las neurosis de la histeria, el presente español “padece de reminiscencias”.
Los fantasmas, nosotros y los otros
Dicen que los fantasmas son nuestras culpas y flaquezas nunca enfrentadas y puestas a vagar por los pasillos húmedos y oscuros del laberinto imaginativo de quien se siente atrapado en un pasado ambiguo, opaco y constreñido, aunque lo niegue y se diga a sí mismo vivir de lleno en el presente mirando hacia el futuro montado en un proyecto. En otras palabras, poner el muerto en el armario nunca garantizará, al cabo de un tiempo que el ambiente enrarecido, al igual que el corazón delator del cuento de Poe, nos recuerde nuestro crimen. Lo reprimido en la conciencia vuelve como síntoma en el cuerpo, Freud dixit. Y en este caso del cuerpo social se trata. Con la significación retrospectiva simbólica, sociopolítica y cultural reactivada por la desaparición de Suárez, en mi opinión, se empieza a cerrar un dilatado ciclo histórico que nace iniciados los años 30,
con
el surgimiento de la República, sigue con el golpe de Estado cívico-militar que
desencadeno la Guerra Civil entre el 36 y el 39 , los años interminables del
oscurantismo y la persecución de la feroz dictadura franco-falangista de la
postguerra entre el 39 y el 75, la reposición de hecho de la Corona y por fin
la nueva Constitución de 1978, marco legal institucional de la transición que
llega hasta nuestros días. Porque al contrario de lo habitualmente se piensa,
la transición no es pasado para exponer en un museo, sino que recién y empujada
por la crisis con lentitud “empieza a terminar”.
Y,
como siempre ocurre en estos procesos contradictorios, lo hace en medio de
propuestas retardatarias de sectores sociopolíticos
tradicionalistas , conservadores o neoliberales (da igual) que a caballo de “la
crisis” (un término que no debe limitarse solo a lo económico financiero),
impulsan cambios jurídicos reaccionarios en los servicios de salud, educación,
justicia, trabajo, etc. y una discrecionalidad de las reglas de juego en
política, que implican un serio retroceso en los derechos liberales del
ciudadano medio y en la calidad de vida general que se había alcanzado en las
últimas dos décadas. Pero la psicología institucional y política nos enseña que
estos avances lineales y retrocesos transitorios al final de ciclos históricos
gravitantes, -a la manera del juego de la Oca- son característicos de la
dialéctica instituido-instituyente. Algo que está muriendo, se resiste y un
instante antes del final parece recobrar vitalidad. Al cabo se retomará con más
fuerza el camino desprejuiciado del progreso mental y material que es propio de
las sociedades abiertas.
¡Es la psicología,
estúpido!
Aquel
personaje radial José Miguel en el film
“Solos en la madrugada”, nos regañaba en
el monólogo del final -y con razón- para
que no nos pasáramos “los próximos 40 años hablando de los últimos 40”. Esa era
la época del inicio de la transición que
ahora acaba su ciclo y pide paradojalmente que se hable -no para detenerse en
el pasado- sino para avanzar con más fuerza- de algunas cosas postergadas que
por estar bajo la alfombra hacen resalto al querer caminar hacia el futuro. En
suma una cuestión psicológica más que económica. Porque la puerta oxidada de
hierro del trastero histórico, guardiana del desván donde yacen lo peor de los
asuntos ruinosos, que allí se amontonaron año tras año, y que muchos se
ilusionaban creyéndola ya bien cerrada, entreabre insospechada una hendedura
por donde se cuelan aquellos asuntos aún pendientes, y sobre las que la
sociedad del tercer milenio tendrá cosas que decir y hacer para terminar de
elaborar un duelo inconcluso. Pero ese decir y hacer tendrá que ser a partir de
no esconder la mugre del presente y el pasado bajo el ropaje de las ideologías
y del forzamiento al olvido del trauma, porque los traumas nunca se olvidan,
sino que se elaboran a partir de recordarlos. Y ese decir y hacer tendrá que
contemplar el diálogo y buscar consensos, armonizar diferencias, que no es
negarlas, sino respetarlas e integrarlas en las instituciones del Estado a
partir de intereses comunes básicos, como enseñó Suárez, y dejar que aquellas diferencias de intereses propias
de lo que no es común, se confronten, compitan y se muestren en el libre juego
de la alternancia democrática. Algo muy útil para España…y también para Argentina. Porque intentar
construir imponiendo, siempre genera violencia.
………….
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